31
Era la primera vez que Paloma viajaba a Valencia en tren. En la estación de Atocha había cogido el Alaris de las 8 de la mañana y a las 11,30 llegaba a Valencia. La estación del Norte, modernista, de principios del siglo XX, sin ser espectacular como otras que el cine se ha encargado de inmortalizar, no estaba mal para ser de provincias. A Paloma no interesaban especialmente las estaciones ferroviarias, sin embargo, de la de Valencia, llamaron su atención dos cosas: la profusa presencia de cerámica de gran calidad y vistosos colores que adornaba su vestíbulo y la gente que los trenes de cercanías abocaban a cada momento sobre sus andenes. Las caras risueñas de esa gente que deambulaba apresurada, arriba y abajo, sin dejar de parlotear, como si viniese o marchase de fiesta, quizá crease esa atmósfera grata y acogedora que no había experimentado en otras estaciones, fuera y dentro de España. Desde el primer momento, pues, Paloma se sintió como en su casa. Ya en la calle, bajo un cielo azul, desvaído de tanta luz, se detuvo, a dos pasos de la estación, delante de la plaza de toros (la mejor de España, según algunos; y, para algún exaltado, más bella que el Coliseo Flavio de Roma). Su exterior, cuatro plantas de galerías porticadas de ladrillo, le recordaron a Paloma el anfiteatro de Nimes. Allí mismo tomó un taxi que la dejó a las puertas del museo de Bellas Artes, en la margen izquierda del río Turia convertido ahora en jardín. El edificio de San Pío V, con sus dos torreones cuadrados y una cúpula de tejas azules, fue en otro tiempo Colegio-seminario y, después de múltiples usos y de continuas reformas y ampliaciones, acabó convirtiéndose en la pinacoteca que ahora era. Ana Alfaro, la bibliotecaria del museo, mujer encantadora y extrovertida cuya edad de espíritu eclipsaba por completo la biológica, bajó al vestíbulo a recibirla tan pronto como la avisaron.
—¿Has tenido buen viaje? —le preguntó afable y siguió hablando— No sabes lo que me alegra volverte a ver; sobre todo porque esta vez te has dignado venir a mi casa —se rió y contagió a la otra—. Vayamos a mis dominios —y señaló la cúpula—. Sí, sí, aunque parezca mentira, la biblioteca está ubicada allá arriba, alrededor del tambor.
El jardín del claustro, que atravesaron para alcanzar la escalera de la biblioteca, estaba tupido de aspidistras y, en el centro, una fuente de mármol que arrojaba hacia el cielo un fino chorro de agua, único ruido que rompía el silencio.
—Nunca había visto unas aspidistras de color verde tan intenso.
—Este claustro es muy umbrío —comentó la bibliotecaria, al ver los ojos con que Paloma lo contemplaba— y demasiado pequeño para pasear por él. Son pocos los visitantes que se detienen aquí.
Ana Alfaro sabía que su colega había venido por una cuestión concreta y no disponía de mucho tiempo así que, sin entretenerla con las piezas arqueológicas diseminadas por el claustro, la subió a su despacho.
—¿Por qué ese interés tuyo por Pieter Breitner? —le preguntó, yendo directamente al grano.
—Ya te lo adelanté por teléfono —se esforzó en ser concisa—. El pasado mes de julio, cuando el robo de la reliquia de San Pantaleón, apareció asesinado en extrañas circunstancias, aún sin resolver. Supongo que recuerdas el caso —y, sin esperar respuesta, añadió—: La policía judicial, sea por lo que fuere, no le ha dedicado la atención debida. Algunos agentes estuvieron en Valencia y no parece que encontraron nada importante.
—Aquí, que yo sepa, nadie vino a preguntar —puntualizó Ana— Lo cual no deja de ser sorprendente.
—Ya lo sé. Da la impresión de que alguien tiene mucho interés de que no se aclare el caso.
—¿Y quieres tú averiguarlo por tu cuenta? —le dijo Ana con una pizca de burla.
—Pues sí —y después de sopesar entre ser más explícita o no, optó por añadir—: Algún día, con más calma, te lo contaré todo con pelos y señales.
—Como quieras.
Ana se levantó de la mesa de reuniones alrededor de la que se habían sentado y se acercó a su mesa de trabajo.
—Aquí tienes un dossier lo más completo posible sobre Pieter Breitner que hemos preparado para ti. Ya te lo leerás con tranquilidad en casa —y, por su cuenta, hizo una pequeño resumen—. Pieter pertenecía al Rijksmuseum de Ámsterdam. A pesar de su juventud, era un experto en El Bosco. Tan pronto como se enteró de que en Valencia íbamos a restaurar unas tablas suyas, nos escribió una carta pidiendo ser admitido como colaborador. En los archivos de Dirección estará guardada. El director le concedió el permiso de buen grado. Vino, pues, a colaborar en la restauración del Tríptico de la Pasión, que luego te mostraré —y siguió con cierta nostalgia—. Llegó un día de junio, lo recuerdo muy bien. Desde el primer momento se ganó la simpatía de todo el mundo. Era uno de esos jóvenes que a veces te tropiezas y te perturba por su belleza casi femenina. Alto, rubio, apuesto, lampiño, con un bigotillo, bozo más bien, que subrayaba unos labios sensualmente carnosos, con una barbilla rala muy cuidada, ojos azul marino (yo le decía que tenía ojos mediterráneos, pues eran de ese color) y una sonrisa seductora. Tenía un magnetismo extraño que te atraía a su órbita casi sin darte cuenta, sin que lo pudieras remediar; es más, sin que tú quisieras evitarlo. ¡Ah! Todas íbamos detrás de él, pero él no nos ignoraba. Era huérfano de padre y madre, muertos en accidente de tráfico cuando era todavía un niño. No tenía a nadie en el mundo. ¡Era tan hermoso y tan desvalido!
Ana soltó algún suspiro, a duras penas reprimido, al evocarlo. A Paloma no le pasó desapercibido los confusos sentimientos que habían detrás de aquella minuciosa descripción.
—Como lo cuentas —le comentó—, mucho debió de impresionarte.
—Cierto; por qué andar con disimulos —Ana se había ruborizado por unos segundos—. Era un joven que a nadie dejaba indiferente. Un poco reservado, eso sí. El que más lo trató fue Joan Fabregat, el cuidador de la sala donde está colgado el Tríptico de El Bosco, que lo hospedó en su casa.
—¿Por algún motivo en especial? —preguntó Paloma.
—Eran de la misma edad y se hicieron muy amigos —la sonrisita ambigua con que acompañó sus palabras, sembró ciertas dudas—. Fabregat —continuó— no ha venido estos días a trabajar porque su madre, con quien vive, una señora ya mayor, no se encontraba bien. Yo le he hablado de ti y no tiene ningún inconveniente de que le entrevistes en su casa. Está a unos pasos de aquí, a la otra parte del río. Yo misma te acompañaré.
A continuación, Ana abrió una carpeta y sacó una fotografía.
—La encontré olvidada en una gaveta de mi escritorio —le dijo, casi excusándose, poniéndosela delante—. Es el grupo de los especialistas y becarios que intervinieron en la restauración de nuestro cuadro de El Bosco. Pieter es el que aparece junto al director técnico.
—¡Qué radiante se te ve! —comentó Paloma.
Ana Alfaro se apresuró a guardar la foto y poner en sus manos un puñado de folios.
—Aquí tienes la conferencia que Pieter pronunció en esta casa. Tuvo mucho éxito.
- "Moralidad o inmoralidad en las pinturas del Bosco" —leyó Paloma el título.
—Una interpretación muy discutida. Me gustó mucho —comentó Ana, y añadió con añoranza—: Pobre Pieter, ¡qué final más triste tuvo!
Estaban sentadas alrededor de una mesa ovalada, en un ángulo del despacho, cuya ventana más cercana era uno de los vanos de la cúpula y recaía en el gran zaguán de la entrada. Paloma leyó con avidez el texto, apenas 15 folios, y quedó decepcionada.
—Pieter Breitner —levantó la vista de los papeles— se limita a repetir la teoría de Wilhelm Fraeger, que defiende la heterodoxia de El Bosco y su estrecha relación con la secta de los Homines Intelligentiae. No veo que Pieter aporte nada nuevo a esa hipótesis —y, dejando los folios sobre la mesa, propuso— ¿Por qué no me enseñas el tríptico de El Bosco en que estuvo trabajando?
Descendieron de nuevo a la primera planta del museo y se dirigieron a la Sala de Primitivos, recinto de nueva creación que albergaba el valiosísimo conjunto de pintura medieval. En un rincón, sentado en una silla de diseño ultramoderno e incómoda como instrumento de tortura, estaba el sustituto de Fabregat, conectado con su walkman. Sin detenerse en cuadro alguno, fueron a aquella parte del recinto donde estaba colgado el Tríptico de la Pasión, llamado también de Los improperios.
—Este tríptico —dijo Ana señalando las tablas de El Bosco— perteneció a doña Mencía de Mendoza que vivió largas temporadas en los Países Bajos. Te ahorro el itinerario que han recorrido las tablas desde los talleres del pintor hasta parar aquí en 1838, con la desamortización de Mendizábal. Ahora es todo tuyo.
—Gracias —le dijo Paloma—. No quiero causarte más molestias que las necesarias. Tú sigue con lo que tengas que hacer que yo iré a mi aire.
—Volveré a recogerte para el almuerzo, ¿te parece?
Paloma pasó una hora larga ante el Tríptico de la Pasión que conocía por fotografía, y lo estudió con detenimiento. El panel central representaba la Coronación de espinas. Sobre un fondo dorado, Cristo con la boca entreabierta y gesto afligido miraba al espectador en busca de su compasión. A Paloma le llamó la atención el brazo del esbirro de bigotes de rata que con sus puños, provistos con guanteletes de intensos reflejos metálicos, trataba de arrebatarle la capa. Ocupaba casi la totalidad de la parte baja de la tabla. En la manga roja llevaba una filacteria con las letras S P Q R.
- Senatus Populusque Romanus —interpretó las siglas.
Por la filacteria, el espectador corriente, hoy como ayer, hubiese identificado a un soldado romano. Pero no fueron esas siglas, sino el búho que allí estaba pintado lo que atrajo la atención de Paloma.
—¡El búho de los placeres nocturnos! —exclamó, al recordar los que aparecían en El Jardín de las delicias— ¿Qué hace esta rapaz nocturna pintada en la manga del sayón?
Paloma vio en ello un guiño del El Bosco a sus correligionarios, los Adamitas.
En las contrapuertas laterales se representaban dos escenas complementarias de la Pasión. En el postigo izquierdo, el Prendimiento, y en el derecho, la Flagelación. Los sayones de las tres tablas rayaban en lo caricaturesco. La atención de Paloma, después de una primera mirada de conjunto, se centró en la tabla de la Flagelación. Un siniestro personaje de párpados caídos y frente despejada sostenía entre sus manos levantadas y amenazantes un haz de ramas secas. Este esbirro, a través de un roto de su calza, dejaba al descubierto su rodilla en la que se apreciaba una contusión protegida por un apósito sobre el que se posaba una mosca.
—¡Una mosca en todo igual a la que Pieter llevaba tatuada en su bajo vientre! —y sacó de su bolso una de las fotografías del instituto anatómico forense— Las mismas alas transparentes, la misma posición de las patas, los mismos colores, la misma cabeza... ¿Qué motivos tuvo para tatuarse esta mosca?
De súbito acudió a su memoria "El jinete con halcón" de Ismaíl Kadaré, lectura que había hecho tiempo atrás. El autor albanés refería en su libro que detalles insignificantes en apariencia pueden alcanzar una gran importancia. En concreto, describía el dibujo de un escorpión que una dama llevaba tatuado en su nalga y que podía ser la secreta contraseña de una peligrosa secta político-religiosa.
—Tatuaje, pintura y muerte —reflexionó Paloma pero no era capaz de establecer los nexos entre la ficción y la muerte real de Pieter—. Ismaíl Kadaré, al fin y a la postre, era un novelista, tejedor de fantasías. ¿Habría escondido Hieronymus Bosch en su Tríptico de la Pasión, en las entrañas de esa mosca, algún mensaje críptico, la clave de un misterio?
En ese momento hizo su entrada un grupo de colegiales que con el bullicio propio de un enjambre pasó de un retablo a otro, revoloteando alrededor de su maestra que se desgañitaba para hacerse oír. Se detuvo delante del Tríptico de la Pasión. Por el entusiasmo que ponía en sus explicaciones, se deducía que amaba el arte. Para atraer la atención de la revoltosa muchachada, lanzó una pregunta al vuelo.
—A ver quién encuentra una mosca en este tríptico.
Todos con actitud detectivesca se pusieron a recorrer las tres tablas en busca del insecto. Pronto lo encontraron. A partir de esa anécdota, la profesora comenzó la lección sobre El Bosco y sus pinturas.
—¿Por qué El Bosco pintó esa mosca? ¿Cómo fue a parar a la rodilla de este sayón? —y dejó los interrogantes en el aire.
Esas preguntas, quizá dichas al tuntún, impactaron a Paloma y, cuando el enjambre inquieto y enredador abandonó la sala, volvió al tríptico; esta vez para contemplar las grisallas pintadas en las esquinas de los paneles a las que antes apenas había prestado atención. Monocromas, de frío y turbador color metálico, representaban combates de ángeles con demonios de abiertas fauces que vomitaban fuego, símbolo del proceso creador, tan del gusto de El Bosco.
—Estas grisallas de ángeles y demonios, como los infiernos incandescentes de sus otros cuadros, ¿no aludirán de manera velada a los hornos de los alquimistas? —se dijo entre dientes y se puso a rumiar.
Dio unos pasos atrás. Otra vez Ismaíl Kadaré.
—El cuadro de El jinete con halcón llevaba oculto en el interior de la misma pintura el mensaje de una muerte futura que, procedente de la Edad Media, debería cumplirse en la actualidad —recordó el argumento con cierta confusión y estableció comparaciones—. La restauración de estas tablas de El Bosco, ¿no habrá liberado también alguna antigua energía demoníaca oculta durante siglos bajo las gruesas capas de barnices oxidados, ceras y repintes? ¿Esa mosca no estaría atiborrada de esa energía maléfica y, al tatuársela Pieter, selló su propia muerte?
Las pisadas de Ana que venía para llevársela resonaron fuertes y apresuradas sobre el parquet y la sacaron de su ensimismamiento.
—Si te parece, para no perder tiempo, almorzaremos aquí mismo.
La cafetería era pequeña y, aunque estaba abierta al público, la utilizaba casi en exclusiva el personal del museo. Ana había reservado una mesa junto a la cristalera que daba al patio interior. Enfrente, encastrada en la pared, tenían una fuente de Benlliure, de cuya taza resbalaba de continuo una sonora lámina de agua. Charlaron de muchas cosas, pero Pieter y El Bosco fueron el centro de su conversación.
—El café —le anunció Ana, cuando llegaron a los postres— lo tomaremos en casa de Joan Fabregat. Vive muy cerca de aquí, a la otra parte del río, como te dije.
El puente de la Trinidad que atravesaron tenía dos esculturas barrocas: una representaba al arzobispo Tomás de Villanueva y la otra, a san Luis Beltrán. Ambas sin los casalicios de que gozaban otros santos colocados en otros puentes de la ciudad. Paloma se detuvo un instante para mirar a santo Tomás.
—¿Mira dónde han ido a construir su nido esos gorriones? —dijo— Con tantos árboles como hay en el río, han elegido las manos de piedra del santo.
—Saben lo que se hacen. Ahí se sentirán más protegidos. Tomás de Villanueva fue un santo de verdad, no de ésos de tres al cuarto que ahora se hacen.
—Mucho marketing hay en eso de fabricar santos.
—Y que lo digas.
Pasado el puente, enfilaron por la calle del Salvador. En una finca antigua, que pedía a gritos rehabilitación, tenía Joan Fabregat su vivienda. Llamaron al timbre, subieron una empinada escalera de estrechos e incómodos escalones y, en el rellano del tercer piso, les esperaba él. Allí mismo se hicieron las presentaciones.
—¿Quién es este clérigo que nos da la bienvenida? — preguntó en voz baja Paloma a su amiga al entrar en el recibidor.
El retrato que tenían delante lo representaba sentado a una mesa recubierta de terciopelo, con una pluma en la mano y un cuaderno abierto sobre el que escribía hasta el momento mismo en que un visitante inoportuno lo había distraído y había levantado la vista a ver quién era.
—Fue un amigo de la familia —explicó Fabregat antes de que se lo preguntasen.
El canónigo con sotana roja y muceta de armiño miraba sorprendido hacia el espectador. Sobre la mesa tenía unos de libros de pergamino. También había un reloj cuyas agujas marcaban indefectiblemente las tres menos cuarto. Este reloj y el tríptico que se adivinaba al fondo del cuadro, los vería luego Paloma en el salón comedor donde Fabregat las condujo. Si algo de este retrato llamó su atención fue la mosca posada sobre el cuaderno abierto. Los renglones del cuaderno, dada la perspectiva, eran ilegibles, sin embargo la mosca había sido pintada con la minuciosidad de un iluminador de códices.
—¿Qué hace esa mosca ahí? ¿Tiene algún significado especial? —preguntó Paloma sin poder reprimir su curiosidad.
—Debió de ser el propio canónigo quien sugirió al pintor ese detalle. Desconozco si tiene algún significado especial —les dijo Fabregat y, al percatarse del interés con que miraban el retrato, siguió—: Este canónigo vivía con nosotros. En tiempos pasados hubo mucho movimiento en esta casa. Me crié entre faldas y sotanas.
—Un ambiente muy peculiar —se le ocurrió a Paloma.
En el salón comedor estaba la madre de Fabregat sentada a la mesa camilla, abrigada con una toquilla sobre las espaldas, a pesar de la altar temperatura que marcaba el termómetro. Tejía con grandes agujas. Se alegró mucho de verlas.
—Saca el café y las pastas —dijo con autoridad y una gran sonrisa.
Mientras lo tomaban en la misma mesa camilla, Paloma escuchó muchas anécdotas sobre Pieter, el holandés, muy estimado por Fabregat y su madre, que nada sustancial añadían a lo que ya sabía. Los personajes de aquella casa, los muebles de aluvión, las mismas paredes creaban una atmósfera extraña.
—¿Cómo es que tenéis aquí esta reproducción de El Jardín de las delicias? —preguntó Paloma intrigada, señalando la tabla a tamaño natural que colgaba de la pared.
—Perteneció a nuestro canónigo —contestó la madre de Fabregat que tan pronto estaba lúcida como desbarraba—. Se lo regaló doña Giselda, una señora muy amiga suya, que lo tenía en el salón de su casa. Yo trabajé muchos años en casa de doña Giselda —sus ojos se llenaron de nostalgia— Me quería como a una hija. Fue en su casa donde yo conocí al canónigo. Hicimos mucha amistad. Nos tratábamos como si fuésemos de la familia. Trajo esta tabla con otras pertenencias suyas cuando se vino a vivir con nosotros.
Paloma, curiosa, se levantó para contemplar más de cerca la tabla y cuál no sería su sorpresa al ver una mosca, igual que la que había visto en el tríptico de La Pasión. En la reproducción de El Jardín de las Delicias que tenía delante estaba pintada en el andrógino sumergido que sostiene una descomunal frambuesa entre sus piernas separadas en forma de "Y". Se fijó muy bien.
—Esa mosca no aparece en El Jardín de las Delicias del museo del Prado —comentó, dirigiéndose a su colega—. Lo tengo muy bien estudiado.
Ana se limitó a encogerse de hombres.
—Otra rareza de esta copia que llama mi atención es que el hombre sumergido de aquí —y señaló al hombre "Y" de la frambuesa— lleva pintada la pequeña mosca en el mismo lugar que Pieter Breitner se la hizo tatuar —esta vez miró a Joan Fabregat que no se inmutó lo más mínimo.
Al no mostrar extrañeza de lo que le decía, coligió Paloma que debía de estar al corriente del extravagante tatuaje del holandés.
—Nunca había reparado en esa particularidad —dijo o mintió él con total naturalidad.
—¡Qué coincidencias tan extrañas! —insistió Paloma— La mosca del Tríptico de La Pasión se repite en el retrato del canónigo de la entrada, en esta copia de El Jardín de las delicias y en el tatuaje de Pieter.
Fabregat y su madre se miraron, sorprendidos, sin entender los comentarios de Paloma Ya en la calle, Ana referiría a Paloma los rumores que corrían sobre aquella extraña familia: Que el padre de Fabregat había sido dorador de oficio y que, por razón de su oficio, pasaba largas temporadas fuera de casa, trabajando en iglesias. Que Joan Fabregat no era hijo del dorador sino del canónigo.
—¡Tenía esa corazonada! No hay más que ver el parecido que tiene con el cura del cuadro —convino Paloma.
—Y que en casa de la tal Giselda —finalizó Ana— se reunía gente muy extraña.
—¿Una secta, quizá?
—No sabría decirte. Se habla de orgías y promiscuidad. Rumores de otra época.
—¿Y Pieter y Fabregat? —preguntó Paloma.
—¿También tú lo has notado? En el museo se decía que sus relaciones iban más allá de la simple amistad? Sí. Eran relaciones muy extrañas como todo en esta historia.
Paloma, de regreso a Madrid, dedicó las tres horas largas de tren a hacer un balance de su visita y tuvo que admitir que había sido un fiasco. ¿Perteneció el joven holandés a la secta de los Adamitas de El Bosco como había sugerido el tatuador o a una sociedad críptica dedicada a orgías y obscenidades como insinuó Ana? ¿La restauración de El Tríptico de La Pasión había sido la coartada para otros planes? ¿Buscaba Pieter la reliquia? ¿Para quién y con qué fin? Las preguntas decisivas para la resolución del caso continuaban sin esclarecer, quedaban en el aire, como siempre.