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Tiempo atrás, Mazeres había decidido a arrojar la toalla y abandonar el laberinto inextricable en que se había convertido la trama de san Pantaleón, no fuese a morir de estrés o de un tiro, que también cabía esa posibilidad. Sin embargo, la visita a Terela puso ante sus ojos un reto fascinante, goloso, difícil de rehuir. ¿Tendría algo que ver Salvador Mira con Himmler y sus reliquias?, esa pregunta le bullía en la cabeza y, como un detonador, reavivó su pasión investigadora. Hasta ese momento, Mazeres había dado por válida la hipótesis de que los ungüentarios encontrados en Sofía (varios, según se sabía por los documentos) y custodiados en la Deutsches Ahnenerbe, desaparecieron en los avatares de la guerra. Todos, excepto uno, el que fue a parar al monasterio de Madrid. Sin embargo, el maletín de Terela la echaba por tierra.
—¿Qué tal te fue el día? —le preguntó Paloma a la mañana siguiente y dedujo por su aspecto y buen humor que había vuelto ansioso pero no angustiado— ¿Lo pasasteis bien?
Mazeres, por muy buenos propósitos que se había hecho de guardar silencio sobre el asunto del maletín, hasta tener el camino desbastado y las cosas claras, no pudo y, a la segunda vez que Paloma le tiró de la lengua, se lo contó todo sin entrar en detalles ni manifestarle sus intenciones.
—Eres incorregible —le sonrió ella que sabía leerle los pensamientos—. El caso de san Pantaleón es superior a tus propias fuerzas, te tiene absorbido el seso. Con maletín o sin él, yo sabía que no ibas a renunciar, que volverías a las andadas.
Aquella misma noche Mazeres dio un beso a Paloma y la dejó en la cama con una novela entre las manos. Ella hubiese querido hacer el amor y trató de caldear el ambiente con algo más que insinuaciones, pero fue en vano. El inspector no se dejó seducir.
—Espérame despierta que no tardaré.
Paloma no lo creyó. ¿Será posible que haya algo más fuerte y atractivo que el sexo? Tuvo que resignarse y admitir la realidad. No era la primera vez que le ocurrían estas cosas, ni sería la última.
El inspector echó el pestillo de su despacho, cosa que muy pocas veces hacía, se sentó ante su escritorio, sacó del maletín el estuche plateado, lo puso sobre la mesa y con gran cuidado lo abrió. Allí estaba, envuelta entre algodones, la enigmática ampollita. La tomó entre sus dedos. Trató de deletrear entera la inscripción
aimaioucousmurna
No le fue difícil advertir que la nueva inscripción tenía cuatro caracteres más que la inscripción a la que estaba acostumbrado; y que esos caracteres, urna, estaban añadidos, precisamente, al final de la enigmática sm, que el padre capellán nunca supo interpretar. Tomó una hoja de papel y garabateó, una debajo de la otra, la inscripción que ya conocía y la que aparecía en la frasquito del maletín:
aimaioucou sm
aimaioucou sm + urna
sm, hasta el momento, había quedado descolgado y sin ningún significado, al menos el padre Méndez no se lo había encontrado; pero si se le añadía urna, los cuatro nuevos caracteres de la última trascripción, daba como resultado smurna que bien pudiese ser un vocablo completo. ¿Qué podía significar este vocablo si es que tenía algún sentido? La palabra, que ni siquiera sabía pronunciar, le sonó como un conjuro. Dejó el papel sobre la mesa y durante largo rato contempló, fascinado, aquellos misteriosos caracteres. El frasquito de cristal tenía miles de años, como los otros que encontraron los arqueólogos nazis; de eso no tenía la menor duda. El reto, pensaba él, radicaba en descifrar la endiablada inscripción que ahora se había alargado un poco más; como si un diablillo se divirtiera haciéndoles revelaciones por entregas.
—¿Qué puede significar el vocablo smurna?
Sin embargo, el gran desafío, el reto auténtico, no consistía tan sólo en descifrar el significado de la inscripción sino en averiguar el contenido de la ampolla.
—¿El mejunje que hay dentro de esta cápsula de vidrio, pegajoso a pesar del tiempo transcurrido, será en verdad sangre de Jesús?
Esa era la verdadera cuestión. Ahora, ¡por fin!, tenía la oportunidad de verificarlo. Porque la otra ampolla, la que robaron del monasterio de la Encarnación, y que en vano buscaron y rebuscaron en la iglesia de San Juan del Hospital de Valencia, sabe Dios dónde estaría a estas horas. Lo más probable es que fuese a parar a los laboratorios del hospital que el Opus tenía en Pamplona... Sin embargo, además de esas incógnitas, sustanciales sin duda, había otras, colaterales, que también preocupaban al inspector y que tendría que despejar si de veras quería hacer un trabajo de investigación serio y cabal.
—¿Quién era el tal Fritz Hollmann, médico militar alemán? —se preguntó de nuevo, como lo hiciese en Terela— ¿A quién había pertenecido el misterioso maletín?
Luego vendrían otras cuestiones no menos rocambolescas´
—¿Qué papel jugó en todo esto la enfermera alemana, el tío de Orbea? ¿Conocían ellos (y los demás que de alguna manera estuvieron en contacto con el maletín) lo que contenía?
Mientras se hacía esas preguntas, un nombre le vino a la mente como un flash; un nombre que aparecía en las cintas que le entregó Sancristóval; un nombre que Olavarría, el prelado del Opus, había citado, quizá al azar, ¿o no había sido por azar?; un nombre que a él nunca se le hubiese ocurrido; un nombre que durante años aterrorizó a medio mundo.
—¡¡Mengele!! —exclamó y se le puso la piel de gallina.
Refiriéndose a Mengele, Olavarría se había preguntado: "¿No experimentaría con vistas a clonar a Cristo?" No hacía falta poner de nuevo la cinta. Esa frase se le había quedado bien grabada. El inspector enfebrecía por momentos. Se conectó a Internet y se puso a bucear por las páginas, infinitas, que hablaban de los nazis y de Mengele.
Josef Mengele, apodado "el ángel de la muerte", era el doctor siniestro que, cada vez que llegaba el tren de la muerte a Auschwitz, salía a los andenes a pedir a gritos ¡Gemelos! para sus experimentos. Elie Wiesel, el premio Nobel de la Paz, siendo un niño de catorce años, se lo tropezó, cuando en 1944 llegó a aquel campo de exterminio. En su libro La Noche recuerda así el encuentro. "En el centro de la encrucijada estaba el doctor Mengele, ese famoso doctor (oficial SS típico, rostro cruel, no desprovisto de inteligencia, monóculo), una varilla de director de orquesta en la mano, en medio de otros oficiales. La varilla se movía sin tregua, ya sea a la izquierda, ya sea a la derecha... Todavía no sabíamos qué dirección era la buena".
Finalizada la guerra, el doctor Mengele logró hacerse con un documento de liberación aliado expedido a favor de otro médico Fritz Ulman, nombre que él alteró cambiándolo por el de Fritz Hollmann; con esa falsa identidad vivió varios años en Alemania. En 1948, quizá ayudado por el obispo católico Alois Hudal y en vistas a su fuga a la Argentina, obtuvo un pasaporte de la Cruz Roja a nombre Helmut Gregor, identidad que siguió utilizando en sus andanzas por Latinoamérica. Un curioso y excepcional testigo confirmaba estos hechos: Perón, quien, durante sus años de exilio en Madrid, concedió una entrevista a un periodista en que afirmaba que, mientras fue presidente de Argentina, en la década de los 50, solía visitarle en su residencia de los Olivos un tal doctor Gregor, alemán, especialista en genética, que se dedicaba a la mejora del ganado mediante un método que hacía que las vacas pariesen mellizos... Sin duda, el doctor Mengele experimentaba con las vacas argentinas como antes lo había hecho con personas en Auschwitz, cuando pretendió duplicar la tasa de natalidad de los niños arios manipulando genéticamente los nacimientos de gemelos... La descripción que Perón dio del tal doctor Gregor (culto, inteligente, brillante, oficial de las SS que hablaba con un claro acento bávaro...) encajaba a la perfección con la de Mengele... El inspector tuvo que echar mano del paquete de tabaco que guardaba en su cajón para casos de extrema necesidad. Si Paloma lo hubiese visto por una rendija, hubiera dicho que Mazeres estaba a punto de llegar a un orgasmo, tal era su excitación. Fumaba compulsivamente, con unas caladas tan largas y profundas que con tres daba cuenta del pitillo. Apoyado sobre el respaldo, a la vez que disfrutaba del cigarrillo y de su descubrimiento, sacó su primera conclusión.
—Fritz Hollmann, Gregor y Mengele eran nombres de la misma persona. Luego el dueño del maletín no podía ser otro que Mengele, lo supiera el tío de Orbea, lo sospechara o se lo callase —y como corolario, le vino a la cabeza, otra pregunta—. ¿Cómo una de las ampollas de las excavaciones de Sofía había ido a parar al maletín de Mengele?
El inspector Mazeres encontró algunas pistas en Internet, aunque no eran tan rotundas y concluyentes como la de los nombres.
El alba entraba de puntillas por la ventana de su despacho cuando oyó unos suaves golpecillos en su puerta.
—¡Arrea, Paloma se habrá quedado esperándome! —se recriminó.
Se levantó y abrió la puerta.
—¿Todavía no has acabado?
—Se me ha pasado el tiempo sin darme cuenta —miró su reloj como si fuese el culpable.
—Sin darme cuenta.
La modulación de su voz y su pubis, que dejaba entrever el camisón transparente, le decían lo que, si no se daba prisa, estaba a punto de perderse. A Mazeres, su cuerpo le pedía a gritos sexo como podía pedirle pan después de cuarenta días de ayuno. Conocía muy bien esa punzada envenenada que hacía inútil cualquier treta de la razón.
—Vamos —le dijo, y, con la habilidad que tan rápido había adquirido, hizo resbalar los tirantes y su camisola se vino al suelo. La abrazó por detrás y a golpe de pelvis la condujo al dormitorio mientras le susurraba al oído las palabras que a ella tanto la excitaban.
—No empujes, no empujes —fingió quejarse una y otra vez.
Paloma había tenido una noche con momentos de duermevela y grandes subidones en los que imaginaba escenas como la que ahora vivía en la realidad. En aquel instante, lo que de veras importaba era darse un buen revolcón y dejar que las endorfinas corriesen a raudales por sus cuerpos. Ya en la cama, no se dieron ni un minuto de reposo. Después de interminables besos en que la saliva pasaba de una a otra boca, sus lenguas comenzaron a comerse in crescendo. Rodaron por el suelo y continuaron dando rienda suelta a sus fantasías. ¡Eran tantas las cosas que tenían que hacer! Enloquecieron hasta perder la cabeza y la noción de las cosas. Desde la galaxia donde ascendieron ¡qué pequeño e insustancial se veía el mundo, qué lejos quedaban el caso de San Pantaleón, Mengele y su maletín!
Durante el almuerzo, los dos se mostraron parlanchines, que es una de las secuelas que deja la euforia. Paloma, que conocía bien los puntos débiles del inspector, aprovechó la conversación para sonsacarle.
—Muchas novedades tendrás que contarme después de tu noche de vela —dejó caer con habilidad y gracia; y él no evitó picar el anzuelo.
Le refirió sus indagaciones y las conclusiones a las que había llegado acerca de la identidad de los personajes relacionados con el maletín de Terela. El resumen estaba tan bien razonado y con los cabos, al parecer, tan bien atados que Paloma lo entendió sin necesidad de mayores explicaciones. Luego pasó a hablarle del frasquito y de su sospecha de que fuese uno de los encontrados por Himmler en Sofía.
—Por lo que cuentas, idéntico al del relicario de San Pantaleón —concluyó ella.
—En efecto.
Sacó la cajita metálica, la abrió, apartó los algodones, todo en silencio y con gran misterio.
—He aquí una cápsula idéntica a la de San Pantaleón. No me cabe la menor duda. Concuerda con las estampas del relicario que me mostró el capellán de la Encarnación. Tengo la corazonada de que nos encontramos ante una de las varias reliquias de la sangre de Cristo que se encontraron en Sofía— y, con el mismo cuidado y devoción que el capellán hubiese puesto, apartó a un lado el plato vacío que tenía delante y la depositó sobre la mesa. Paloma seguía atenta el desarrollo de aquella parafernalia—. A este respecto —siguió el inspector—, sólo cuento con datos desperdigados. Piezas sueltas que bien pudieran forman parte de un mismo puzzle. Ahora nos hace falta un genio que las relacione, que las combine, que las encaje.
—Y ese genio eres tú, ¿no? —dijo ella con retintín.
—No, no. Me estaba refiriendo a ti, que tienes un buen olfato para las pistas.
Paloma no podía tomárselo en serio pues todavía le escocía el rapapolvo que tiempo atrás le había echado a propósito de Pieter Breitner y la Adoración de El Bosco.
—Déjate de chorradas y ve al grano.
Mazeres expuso las piezas de las que le hablaba. La primera se refería al profesor Josef Mengele, personaje tan siniestro como enigmático. Según el inspector, este médico había sido un gran admirador de Robert Koch, premio nobel de Medicina y Fisiología. Como Paloma le manifestase con un imperceptible movimiento de cejas que no tenía el gusto, el inspector abrió un paréntesis.
—El científico alemán Robert Koch, que recibió el nobel hace cien años —le explicó—, no sólo descubrió la causa de la tuberculosis y fue el primero en identificar los microbios del ántrax, el cólera y otras muchas cosas... sino que inventó una técnica para la clonación microbiológica, aunque entonces no se la conociese con ese nombre. Para que me entiendas, Robert Koch fue el abuelo de la clonación.
—Y tú deduces que el profesor Mengele conocía los métodos y técnica de Robert Koch —dijo Paloma y, sin prestarl más atención, se levantó— Retira la mesa mientras preparo el café.
—Exacto, exacto —obedeció el inspector, exuberante, y mientras trajinaban en la cocina, siguió—. Eso me hace pensar que Mengele, en sus experimentos con niños gemelos en los campos de concentración de Auschwitz, trató de perfeccionar las técnicas de Robert Koch, y aplicarlas a los humanos con el fin de crear una raza superior, aunque, al perder la guerra, se truncaron sus planes.
—Y más tarde, en su destierro en Argentina y el Brasil, se dedicó, como dicen algunos, a fabricar clones de Hitler... —añadió Paloma con sorna.
—No sé si será o no será verdad. Lo cierto es que, aprovechando su experiencia y sus conocimientos, los aplicó a la crianza y selección de la raza vacuna...
—De forma que, según tú, Mengele sería uno de los pioneros de la clonación...
—Bueno, ya sé que mi tesis cuesta de creer, pero no deja de ser muy verosímil.
—Si tú lo dices...
El inspector, para elaborar su propia hipótesis, se había valido de la novela The Boys from Brazil de Ira Levin, publicada hacía casi treinta años. Paloma le reprochó con dureza la nula fiabilidad de la fuente y la poca seriedad del investigador.
—Quizá no me haya expresado bien —le respondió dolido—. Quise decir que la novela me dio pie a profundizar en el Mengele como médico clonador... Por eso indagué por ese camino, y me tropecé, para sorpresa mía, con Robert Koch, el abuelo de la clonación, cuyas técnicas tanto admiraba Mengele. Yo no creo que Mengele se hubiese llevado a Sudamérica muestras de la sangre de Hitler y hubiese logrado producir 94 clones del Führer. Supongo que eso son puras fantasías.
—Déjate de novelas.
—No seas así, Paloma —quiso convencerla de la bondad de sus hipótesis—. He leído con detenimiento La auténtica Odessa, del periodista e investigador Uki Goñi que durante años ha investigado el tema de los criminales de guerra nazis que huyeron a Argentina en tiempos del peronismo. Pues bien, ahí he encontrado trazos que sirven para el cuadro que trato de dibujar.
Paloma había puesto un salvamanteles de corcho en la mesa y sobre él la cafetera grande; adivinaba que la charla se iba a alargar y Mazeres tomaría más de una taza. Como ella mostrase de nuevo sus reticencias sobre esos tema, el inspector la puso al corriente de lo que él mismo había aprendido aquella larga noche.
—Para nuestro caso —le dijo a Paloma, mientras se servía una segunda taza—, lo importante es el contenido de ese maletín. Ese maletín que hemos descubierto en casa de Orbea y que su tío trajo de Alemania. Eso no es una ficción novelística sino una realidad —con parsimonia removió el azúcar más allá de lo necesario como parte de la pausa y el suspense—. Lo que me ha interesado del periodista Uki Goñi, además de sus pesquisas sobre los nombres falsos de Mengele, ha sido las referencias que hace a un maletín —y recalcó—. Sí, el periodista también habla de un maletín, de un extraño maletín que Mengele siempre llevaba consigo.
—Mengele, el hombre del maletín. No está mal como título para una novela.
El inspector se levantó de la mesa sin decir nada, fue a su despacho y volvió con las cuartillas que había garabateado aquella noche.
—No quiero hablar de memoria —acto seguido, se puso a citar sus propias anotaciones—. 17 de enero de 1945. Mengele reúne las muestras de sangre conservadas en pequeñas placas y los registros de sus experimentos con hermanos gemelos realizados en Auschwitz, los carga en un coche e inicia su larga huida de la justicia. Otro dato: Mengele se despoja de su uniforme de las SS, se disfraza de médico militar alemán regular, se agrega a una unidad del ejército en retirada y confía sus notas y sus preparaciones a una enfermera con la que había iniciado una relación sentimental. Un dato más: En torno al mes de junio de aquel mismo año de 1945, la enfermera que guardaba todos esos documentos de Mengele es detenida, aunque pronto se la dejó en libertad —se detuvo para abrir un paréntesis en su exposición—. ¿Es éste el momento en que la enfermera entrega a Salvador Mira el maletín de marras, para poner a salvo lo más valioso de las investigaciones de Mengele? —dejó en el aire la incógnita, y siguió— Abril de 1949. Mengele (con el alias de Helmut Gregor) sale de Alemania. El 25 de Mayo, mientras en Vipiteno, población septentrional de Italia, espera el barco que ha de zarpar rumbo a la Argentina, recibe un mensajero de su padre que le entrega dinero y una valija que contenía sus notas de Auschwitz. El 22 de Junio el Nort King atraca en el puerto de Buenos Aires, después de una travesía de cuatro semanas. Los funcionarios de Migraciones quedan desconcertados al ver los documentos médicos y las preparaciones que el tal Helmut Gregor llevaba en su equipaje. Mengele contesta al interrogatorio: "Son notas biológicas". Requerido el médico del puerto, que no sabe alemán y no debería de tener grandes conocimientos de medicina, examina el contenido de la maleta y lo deja pasar. Todas esas pinceladas, por separado, no dicen nada pero, sumadas, nos dibujan un Mengele que algo tuvo que ver con Deutsches Ahnenerbe donde fueron a parar las reliquias de Himmler.
—¡Rocambolesco!
—Todo lo rocambolesco que tú quieras; pero así es la vida.
Mazeres calló por un momento con el fin de dar tiempo a que Paloma asimilase tanto dato. Se sirvió una tercera taza y ella se puso el resto de la cafetera.
—Julián, ¿a ti te consta que Mengele tuviese alguna relación con los laboratorios del Deutsches Ahnenerbe?
—No; desde luego que no. Tampoco me he dedicado a investigarlo con exhaustividad —le contestó, pero quedó pensativo durante un buen rato.
La pregunta de Paloma hizo que volviese sobre ese punto cuya importancia parecía descubrirla ahora.
—Dentro de la Ahnenerbe —recordó— había unidades de lo más increíbles. Junto a departamentos científicos había otros relacionados con el ocultismo y actividades esotéricas. Los investigadores que trabajaban allí, en su mayoría, eran científicos serios, motivados, porque podían llevar adelante sus teorías sin limitaciones ni censuras. Algunos tenían incluso la posibilidad de experimentar con material humano, tomado de los campos de concentración.
—Y, entre esos científicos, supones que estaría Mengele
—Eso es. Porque si de una u otra marea el profesor Mengele no hubiese estado relacionado con la Deutsches Ahnenerbe, ¿cómo explicarías tú que apareciese en su maletín una cápsula idéntica a las encontradas en las excavaciones búlgaras? Nos faltan datos, pero el hecho incontestable es ése —y señaló la botellita que estaba sobre la mesa—: ¡Idéntica a la robada del monasterio de la Encarnación, con la misma inscripción griega! —después de una pausa, añadió otra consideración— No vamos a pensar que Mengele la robase. Lo más probable es que se la entregaran para que experimentase con ella. Ya hemos dicho que Mengele dentro de las SS estaba considerado como un buen biólogo y, para entendernos, como un aprendiz de clonador.
Mazeres y Paloma, a continuación de aquella interminable sobremesa, lograron plasmar una teoría que incluía y explicaba la historia del maletín, a sabiendas de que no todas sus premisas poseían el mismo rigor. Según su hipótesis, las reliquias de Jesús que los hombres de Himmler encontraron en Sofía fueron a parar a los laboratorios de la Deutsches Ahnenerbe. Eso era un hecho constatado y documentado. Luego, una de aquellas ampollitas, por razones desconocidas pero que se podían adivinar, se desvió a Auschwitz, donde Mengele investigaba sobre la "clonación" de humanos en vista a la mejora de la raza aria. ¿Qué esperaba la Deutsches Ahnenerbe del doctor Mengele? Sin duda su colaboración en el gran proyecto de demostrar que Jesús era el prototipo de la raza aria. ¿Se planteó Mengele en algún momento clonar a Jesús a partir de esa reliquia? Esa pregunta quedaba en el aire, como en el aire quedaba si en Brasil intentó clonar a Hitler. La cronología parecía dar soporte a su tesis: En 1943, cuando los alemanes comenzaron a perder la guerra, la Deutsches Ahnenerbe quiso poner a buen recaudo las inestimables reliquias de Sofía. Trasladó una de ellas a Madrid por considerar que España era un país amigo y el monasterio de la Encarnación un lugar seguro. En 1945, Mengele recoge todas sus cosas del laboratorio de Auschwitz y escapa. En aquel mismo año, para poner a salvo su maletín con la reliquia de Jesús, se lo entrega a al enfermera. Ésta, quizá por las mismas razones de seguridad, se lo confió a Salvador Mira para que lo trasladara y guardase en España. Mazeres era consciente de que resultaba muy difícil recomponer el rompecabezas, por la sencilla razón de que no poseía todas las piezas ni estaba seguro de que las que tenía fuesen verdaderas y las hubiese utilizado con rigor. Así y todo, quedaba sin respuesta la relación de la enfermera de Mengele con el tío de Orbea y la de éste con los nazis que le fueron a visitar a Terela y... Y lo no menos importante: ¿sabían los actores de toda esa historia el verdadero contenido del maletín? ¿Por qué Salvador Mira lo ocultó y no lo entregó, aún sintiéndose amenazado de muerte? ¿Conocía el Vaticano o el arzobispo John Sutherland la existencia de esta otra reliquia? ¡Cuántas inquietantes incógnitas! A pesar de las muchas lagunas que presentaba tan fantástica y novelesca historia, el inspector tenía una cosa clara: la cápsula del maletín de Mengele y la del relicario de san Pantaleón tenían un mismo origen, las excavaciones de la iglesia de San Jorge de Sofía, e idéntico contenido.
—Lo que de una vez por todas hay que hacer —dijo como si la decisión estuviera de su mano—, es averiguar qué encierra esta cápsula del maletín. Si lo conseguimos, sabremos con total seguridad el contenido de la otra ampollita, la de san Pantaleón, la que, con toda probabilidad, ha ido a parar a manos del Opus. Creo, Paloma, que hemos perdido mucho tiempo siguiendo pistas falsas —se lamentó.
—Tampoco es eso —le animó ella—. Tú sabes que un porcentaje considerable del éxito de las investigaciones depende del azar. Y, en nuestro caso, pienso que el azar ha jugado un papel importante —le miró inquisitiva y añadió—. ¿Qué piensas hacer con la cápsula del maletín?
—Lo mismo que tenía pensado hacer si hubiésemos encontrado la de san Juan del Hospital. Se la mandaré a monseñor Bergonzi. En sus manos estará a buen recaudo. Además, él tiene amigos con medios para realizar esos análisis.