35

Gómez de San Román ocupaba una habitación espaciosa con vistas al vasto campus de la Universidad, blanca e higienizada como todo en aquella Cuarta Planta. Tenía, a un lado, la cama articulada con mando eléctrico y más allá dos silloncitos y un velador. En las paredes, desnudas de todo adorno, un retrato a todo color del fundador del Opus (orondo y bonachón) y una cruz de palo, severa, que advertía con elocuencia escalofriante el espíritu ascético que debían abrazar los hijos de monseñor. En un primer momento Mazeres no reconoció a su amigo, bien porque hacía muchos años que no se veían o, lo más seguro, porque la persona que tenía delante estaba físicamente muy deteriorada.

—¿Cómo has logrado localizarme? —exclamó, casi con júbilo, Gómez de San Román que desde el primer momento reconoció a su viejo amigo y se le echó al cuello en un interminable abrazo que no había modo de deshacer.

—La verdad es que no me ha sido fácil —respondió Mazeres con ironía.

Después de los saludos y de conversar sobre los viejos tiempos, el inspector pasó a interesarse por su salud, motivo del viaje.

—Estoy bien y mis hermanos me atienden con cariño, me miman —le dijo con la mentira típica con que suelen engañarse las personas de religiosidad excesiva—. En esta planta, vivimos aislados, lejos del mundanal ruido como en una casa de ejercicios espirituales. La enfermedad, Julián, es una gracia de Dios, aunque cueste aceptarlo.

—¡Pues vaya gracia, por mí que se la guarde! —trató de bromear— ¿Tus familiares, tus amigos, no vienen a verte?

—Ellos quisieran hacerlo, pero a los médicos no les parece conveniente. A mi madre, por ejemplo, le han aconsejado que espacie las visitas, y alguna vez se la han negado, y eso que la pobre viene desde Valencia —y añadió convencido—. Julián, mi enfermedad es de mucho reposo y tranquilidad. Y las visitas, quieras que no, te estresan.

—Pero la familia siempre ayuda, es un apoyo.

—La familia, la familia. El Opus es mi familia sobrenatural, de vínculos más fuertes que los de la sangre; yo no tengo otra.

El énfasis que había puesto al pronunciar esa palabra hizo caer en la cuenta al inspector de que ambos la estaban utilizando de manera muy distinta. Los miembros del Opus hablaban hasta la saciedad de que ellos eran una familia. En el fondo, pensó dubitativo Mazeres, ¿no están reconociendo que su familia tiene una estructura mafiosa en la que el "padre", como il padrone siciliano, tiene la última palabra? Esa distracción momentánea no le impidió volver al hilo de la conversación.

—Cuando me han traído a esta clínica, la mejor de España, (cada día cuesta un pastón, ¿sabes?) será porque es bueno para mí, ¿no crees? —decía con la fe de un converso y, a renglón seguido, desgranó una serie de reflexiones que a Mazeres le parecieron extemporáneas— El diablo, Julián, nos ataca en la enfermedad, que es cuando estamos más débiles física y psíquicamente. Su táctica consiste en fomentar una especie de psicosis que nos aparte de Dios. El diablo quiere destruirnos por todos los medios y arrebatarnos ese tesoro de méritos que se alcanza cuando se sobrelleva el dolor con optimismo sobrenatural.

—¿Optimismo sobrenatural?

—Hemos de aceptar la enfermedad y el dolor como señal de que Dios nos ha elegido, nos considera maduros para la Cruz —y levantó sus ojos casi en blanco hacia la de palo que tenía enfrente.

El inspector quedó aterrorizado del lavado del cerebro que le habían hecho, pero son se atrevía a decírselo. Su discurso, opusiano por los cuatro costados, le sacaba de sus casillas. No sabía cómo actuar. Haga lo que haga, pensó, será inútil por completo y contraproducente. A pesar de todo, saltó.

—Carmelo, déjate de monsergas. Ni el dolor santifica, ni las enfermedades son pruebas que nos envía Dios. Es mucho más simple: las enfermedades están ahí y hay que combatirlas por todos los medios. Si te resignas, "hágase Tu voluntad", tienes la batalla perdida.

—No hables así, Julián. No tienes "visión sobrenatural".

—¡Visión sobrenatural! —repitió Mazeres con desespero— ¡Cuánto tiempo hacía que no escuchaba yo esa frase! ¿Sabías que, según un estudio científico llevado a cabo en Estados Unidos, rezar por los enfermos tiene efectos contraproducentes? —se sonrió con ironía— Los que confían en Dios, se despreocupan y duran menos. No hay que abandonarse a su voluntad sino luchar, sacar fuerzas de las propias entrañas.

—Julián, Julián, has perdido la fe. Te falta "visión sobrenatural" de la vida.

Bajo esa fórmula mágica de visión sobrenatural, de tener o no tener il buono spirito, como se decía en villa Tevere, los numerarios del Opus debían plegarse al juicio de su director y obedecerle aunque advirtieran, a todas luces, que era erróneo. Durante la conversación, Gómez de San Román le argumentó:

—¿Te imaginas, Julián, el peligro que para la salud general del cuerpo supondría si cada miembro actuara por su cuenta? San Josemaría nos decía: si se da libertad a la mano, al cerebro o al pie, van irremediablemente a la corrupción, a la muerte; se pudren.

—Dios mío —musitó—. ¡El cuerpo místico de Cristo!

En el tiempo que duró la visita, Gómez de San Román repetiría con frecuencia sentencias concernientes a la santa obediencia, al amor al superior, y otras que Mazeres recordaba muy bien de tanto haberlas escuchado en charlas y retiros espirituales a los que había asistido en sus años del Opus, palabras que hoy encontraba sumamente sospechosas, muy peligrosas. Comprendió que la enfermedad de su amigo era propia de los "neuróticos escrupulosos", que nada tenía que ver con la de los "neuróticos rebeldes". El atiborramiento de fármacos y buenos consejos al que los médicos del Opus lo sometían estaban surtiendo un efecto devastador.

—Debemos ser como borricos de noria: Humildes, obedientes, duros para el trabajo, perseverantes y agradecidos al amo —parloteaba el enfermo—. Aunque los burritos no lo sepan, sacan agua y otros riegan los campos. ¡Qué suerte no ser listo! La gente que piensa se complica la vida. Lo mejor es limitarse a hacer lo que te dicen. Julián, quien obedece nunca se equivoca.

—¡Borricos de noria! —repitió Mazeres con rabia mal reprimida y le habló con la mayor serenidad que pudo— Carmelo, ¿te has preguntado alguna vez para quién trabaja duro y sin descanso el pobre animal? ¿Quién es el amo al que tiene que estar agradecido? Esta espiritualidad infantiloide del Opus, ¿qué quieres que te diga? Cuanto menos, me parece enfermiza y muy peligrosa.

—"Siervos, obedeced en todo a vuestros amos" —le replicó el otro—. ¿Ya te has olvidado? Lo enseñó san Pablo. Es palabra de Dios.

¿Qué antídoto haría falta para curar a tantos que, como mi amigo, sufrían de fanatismo crónico?, se preguntó impotente el inspector. Gómez de San Román era un robot parlante: hablaba, hablaba y repetía sin parar frases que no eran suyas. No se podía razonar con él. Para cada pregunta ya tenía preparada la respuesta, sacada sin duda de un catecismo que el Opus había confeccionado ad hoc. El inspector decidió seguirle la corriente y no discutir; era inútil.

—Ingresé en la Obra muy joven —Gómez de San Román, con rostro trasmutado, comenzó a contarle su vida sin que viniese a cuento—; no había cumplido aún los dieciocho años. No lo digo por nada, pero te acordarás que era un chico bien parecido. A monseñor le gustaba rodearse de gente joven y guapa, y si procedían de familias aristocráticas o adineradas, mucho mejor. Le caí bien y me llamó a Roma. Me hizo su "custos". ¡Ah, qué tiempos aquellos!

—¿Que te hizo qué?

- Custos o custode. ¿Cómo te lo explicaría? Una especie de paje de compañía.

—¡Paje de compañía! Claro, como monseñor era marqués —ironizó Mazeres a quien ese cargo le pareció un poco raro.

—Monseñor tenía dos custodios cuya misión era mirar por su bien espiritual y material, como la del ángel de la guarda.

—O sea que tú eras para él una especie de ángel de la guarda.

—Algo así. Por razón de mi cargo —continuó, sin hacer caso a los alfilerazos del inspector—, yo convivía con monseñor y lo acompañaba a todas partes como si fuera su misma sombra. Le despertaba por las mañanas, le llevaba el café a la cama, le ponía y quitaba las pantuflas, el calzado, le suministraba sus medicamentos.

—¡Qué ángel tan servicial! Lástima no tener yo uno así.

—El Padre ¡era tan sensible! Como custos estaba encargado también de hacerle la corrección fraterna.

—¿Corregirle los defectos? —precisó el inspector— ¿Te atreviste a hacerlo?

—Bueno, en los arrebatos súbitos y enfados tremendos que cogía, cualquiera le hubiese dicho nada —y prosiguió—. Lo cierto es que en una libretita yo tomaba nota de sus buenas obras, de las frases célebres que pronunciaba, de los raptos espirituales que muy a menudo le sobrevenían.

—¿Raptos espirituales? A monseñor le pirraba toda esa parafernalia —se burló Mazeres— ¿Y él te permitía que le hicieses correcciones?

—A menudo me tomaba la libretita y si no le gustaba lo que había anotado me lo rectificaba. Si, por ejemplo, yo escribía "El Padre se ha enfadado hoy o ha lanzado una bronca a fulanito". El me hacía escribir: "El Padre nos enseñó hoy tal o cual cosa". Un día, no se me olvidará mientras viva, tomó mi bloc de notas. Yo veía que, a medida que leía, fruncía el ceño hasta que al fin montó en cólera. "¿Éste soy yo?", me gritó fuera de sí, arrancó con rabia las cuatro páginas que llevaba leídas, las hizo añicos y me las arrojó a la cara— "El custos debe practicar la corrección fraterna, no la difamación. ¿Qué pensará de mí la posteridad si lee tus notas?"

—¿Y tú cómo reaccionaste?

—Me arrojé a sus pies, temblando y llorando a lágrima viva, y le pedí perdón. Él, que era un santo, me levantó, me abrazó y me amonestó con cariño: Carmelo, Carmelo, "facientes veritatem in caritate" Hay que decir la verdad sin faltar a la caridad.

Mazeres prefirió guardarse el comentario que le venía a la boca.

—¿Ya en vida del fundador —dijo—, recogíais todas sus palabras, sus pensamientos, sus anécdotas? ¿De quién partió idea tan peregrina?

—No sé si la idea partió del mismo Padre. Álvaro Del Portillo me dijo que había que recoger todo el material posible.

—Para la canonización, supongo.

—Para la canonización. Todos sabíamos que el Padre estaba predestinado a los altares.

—¿A cuántos has contado todos esos chismes? —cortó Mazeres porque presintió que aquella historia empalagosa sería interminable.

La conversación de Gómez de San Román era monotemática, como un cuento memorizado que, una vez comenzado, se recita de carrerilla hasta el final. El inspector por mucho que lo intentó no consiguió desviarle un ápice de su camino.

—Un veinticinco de marzo —continuó con su relato—, fiesta de la Anunciación de la Santísima Virgen María, monseñor tuvo el antojo de visitar la basílica de Santa María la Mayor. Eran las cinco de la tarde de un mes de marzo frío y destemplado como no se había conocido otro. Llamé al chofer y allá que nos fuimos en el mercedes. Nos acompañó Sáenz de Olavarría, el otro custos, que en la actualidad está al frente de la Prelatura. A esa hora no había un alma en la plaza.

—¿Sáenz de Olavarría también fue ángel de la guarda de monseñor? —le cortó Mazeres y siguió— ¿Qué le apremiaba tanto? ¿Por qué no se retiró a su oratorio privado a rezar y dejó para otro día más apacible la visita a la basílica?

—Eso mismo pensé yo —y siguió con la historia—. Como tú sabes, monseñor era un gran devoto de la Virgen, cada vez que pasaba por delante una imagen o cuadro suyo, la saludaba con una gran reverencia.

—¡Teatro, puro teatro! —murmuró el inspector, pero su amigo no se enteró.

—Como le había ocurrido otras veces, el Padre sintió ese día un impulso sobrenatural irrefrenable que le incitaba a visitar la basílica —y añadió muy convencido—. Quizá su ángel de la guarda lo empujaba hacia allí.

—Cuál de los dos: tú o Olavarría.

—Te lo estás tomando todo a chacota y estas cosas que te cuento son muy serias.

—Perdona —se excusó el inspector con sorna disimulada—. ¿Y qué pasó?

—Entramos en la basílica. No sé si tú la conoces. Espaciosa, resplandeciente; es una maravilla. El oro del artesonado, según dicen, lo donó Isabel la Católica del primero que vino de América —después de este inciso, siguió—. Nosotros pensábamos que el Padre iría, como otras veces, a la capilla Borghese, a orar ante el icono de la "Salus Populi Romani" que unos ángeles de bronce, sonrientes, de una belleza impresionante, sostienen con sus alas desplegadas. Al Padre, de gustos tan refinados, le encantaba esa capilla, le tenía mucho cariño, no sé si por los ángeles que él adoraba, o porque ese icono lo pintó san Lucas —Mazeres tuvo que morderse la lengua para no soltar alguna impertinencia de las que se ocurrían—. Pero, no, fue directamente al altar mayor coronado por un gran baldaquino, y con la elegancia de un cardenal se arrodilló ante la cuna de Niño Jesús que se venera en la cripta. Olavarría y yo lo imitamos. Estando así recogidos, sucedió que del mosaico del arco triunfal que cierra el ábside se desprendió una tesela. ¡Una tesela de oro! —al decir eso, Gómez de San Román miró hacia arriba y puso los ojos en blanco, reproduciendo quizá la misma expresión que puso el día de autos—. No le dio en la cabeza, porque la tenía ladeada hacia el hombro derecho. Tampoco se hizo polvo la piedrecilla porque cayó sobre la mullida alfombra. ¡Fue un verdadero milagro! El Padre me mandó buscar la tesela; la encontré, se la di, la besó con gran fervor y, sin decir nada, se la guardó en el bolsillo... "Ecce virgo pariet filium et nomen eius Emmanuel" (he aquí que una virgen parirá un hijo y su nombre será Emmanuel), recitó ese texto del profeta Isaías como quien revela un misterio, y, acto seguido, repitió: Emmanuel, Dios con nosotros, Gott Mit Uns.

—¿Tradujo monseñor el "Emmanuel" al alemán? —preguntó el inspector sorprendido— Parece muy extraño, ¿no crees?

—Extrañísimo, porque monseñor no hablaba alemán y, a decir verdad, yo no lo escuché, pero Sáenz de Olavarría, que, como te he dicho, era entonces el otro custos, al referir hace poco este mismo hecho así lo ha contado.

—¡Gott Mit Uns! —repitió el inspector sin salir de su asombro. Le recordó de inmediato el documento del que les había hablado monseñor Bergonzi, encontrado entre los que el Vaticano escamoteó a la opinión pública. Dicho documento refería las excavaciones llevadas a término por las SS en Sofía y el itinerario que recorrieron las reliquias allí encontradas hasta llegar a Alemania.

—Tiempo después —prosiguió Gómez de San Román—, cuál no sería mi sorpresa al descubrir sobre la mesa de monseñor la tesela encapsulada en un precioso cubo de metacrilato con la inscripción "Emmanuel". Hasta su muerte, ese cubito siempre estuvo en sus aposentos privados. Veneraba la tesela como una reliquia preciosa.

Los dos amigos estaban sentados junto al veladorcito, delante de la ventana. En ese momento, una auxiliar de enfermería entró a cambiar el agua a las flores del búcaro. ¿A cambiar el agua o a espiar? El inspector se quedó con esa duda. Gómez de San Román siguió en silencio los movimientos de la numeraria auxiliar hasta que, terminado su trajín, se despidió y entornó la puerta.

—Según refiere Sáenz de Olavarría en una carta confidencial —insistió el enfermo—, el Padre vio en la tesela que cayó a sus pies la prenda sobrenatural de que Dios siempre estaría con nosotros.

—Con la Obra —puntualizó el inspector.

—Con la Obra, naturalmente.

—Monseñor veía señales divinas, por todas partes —farfulló con incredulidad el inspector—. El 2 de octubre de 1928 recibió una inspiración de Dios que le iluminó con toda claridad sobre la fundación del Opus...

—En efecto —se apresuró a precisar el enfermo con total convencimiento—. Eso sucedió en la Residencia de los misioneros de San Vicente de Paúl, en Madrid, durante unos ejercicios espirituales —y, embelesado, recitó de memoria las palabras del escrito en que Escrivá de Balaguer daba cuenta del hecho—:"Recibí la iluminación sobre toda la Obra, mientras leía aquellos papeles. Conmovido, me arrodillé y di gracias al Señor"

—Escriva de Balaguer fue un hombre de Dios —convino, irónico, el inspector.

De sus años pasados bajo el influjo opusiano, Mazeres recordaba, por haberlas oído tantas veces, las tres fechas claves del Opus, que marcaban otras tantas iluminaciones divinas de Escrivá de Balaguer: la del año 1928, fundación de la rama masculina del Opus; la del 14 de febrero de 1930, fundación de la rama femenina y la del 14 de febrero de 1943, fundación de la "Societas Sacerdotalis Sanctae Crucis", la rama sacerdotal. Esta tercera iluminación, en la que Dios nuestro Señor mostró a Escrivá de Balaguer incluso el escudo o distintivo que debían utilizar, tuvo lugar mientras celebraba misa en el chalet de las "chicas", como las llamaba cariñosamente el Padre, en la madrileña calle Jorge Manrique, cerca de la plaza República Argentina.

El numerario Gómez de San Román, sin perder tiempo en convencer al otro de la veracidad de todos esos signos divinos que en la Obra nadie se atrevió a cuestionar jamás, volvió al caso de la tesela.

—Esa tesela, y el mensaje divino que pudiese encerrar, fue la obsesión del Padre hasta su muerte. Desde que Monseñor Saenz de Olavarría, que al igual que yo presenció ese portento, ascendió a la prelatura ha dado nuevo impulso a descifrar ese misterio.

—¡Gott Mit Uns! —repitió el inspector, cuando se despidió de su amigo.

Ya en Madrid y con más serenidad, Mazeres hizo balance de su viaje a Pamplona. ¿Su visita había sido beneficiosa para su amigo? No supo qué responderse. ¿Estaba desequilibrado? A primera vista, eso le pareció. Lo cierto era que la historia de Santa María la Mayor, que Gómez de San Román le había contado, resultaba muy extraña e inquietante.