39
El Opus contaba con avispados banqueros y astutos ingenieros de las finanzas capaces de convertir en oro todo lo que tocaban y, lo que era un milagro no menor, ponerlo a buen recaudo. También, con buenos especialistas de Derecho Canónico imprescindibles para desenvolverse con éxito por los vericuetos y meandros del poder eclesiástico. Sin embargo, carecía de buenos filósofos y teólogos. Ninguno de ellos tenía peso en el mundo académico internacional. Según se rumoreaba por los claustros universitarios, sus teólogos eran bastante mediocres; como prueba de ello se señalaba a Álvaro Del Portillo, consultor del Santo Oficio durante veinte años, de quien el cardenal Seper dijo: "Oyendo a Del Portillo, se siente algo parecido al tufo de un armario que ha estado cerrado por espacio de medio siglo". Los teólogos de la Obra, pues, habían quedado anclados, como Del Portillo, en el Concilio de Trento, o quizá más atrás. Sentían la necesidad de aferrarse al pasado por miedo de que el futuro preñado de novedades, que despuntaba por el horizonte, los atropellase. Estudiaban con tesón las doctrinas de Trento, y con reverencia filial los escritos de Escrivá, cuajados de ideas apolilladas, aún más rancias y retrógradas.
Días después de la entrevista, Sáenz de Olavarría, como le había sugerido su amigo el arzobispo irlandés, echó mano de los teólogos de la Pontificia Universitá Della Santa Croce, conocida también como de Sant'Apollinare, y nombró de inmediato una comisión. La integraban: Paul Cohalan, Valerio De Sanctis y Benedeto Messina. Estos tres teólogos, los más conspicuos que encontró, se habían formado "ad mentem Patris et Conditoris" (según la mente del Padre y Fundador) en el Colegio Romano de la Santa Croce, en Cavabianca, verdadero corazón del Opus Dei. Después de hacerles jurar sobre los Santos Evangelios que guardarían el más absoluto secreto, Olavarría les puso al corriente de sus planes sobre la Clonatio Christi. En un primer momento, los teólogos quedaron horrorizados y se echaron las manos a la cabeza pensando que la clonación humana, fuera del tipo que fuese, había sido condenada reiteradas veces por la Santa Madre Iglesia, con mayor motivo aquélla diabólica que él les proponía. El prelado aguantó con paciencia sus argumentos e impertinencias porque sabía que la batalla la tenía ganada de ante mano y al final se saldría con la suya. No en vano los miembros del Opus habían sido educados en la férrea disciplina de la obediencia como virtud suprema. "Serviam" era la primera jaculatoria que estos soldados de la milicia opusiana pronunciaban cada día al despertarse, postrados de rodillas y besando con humildad el suelo. "Serviam" (serviré como un esclavo) era tanto un juramento como un grito de guerra.
—No hay barreras morales ni de cualquier otra clase que puedan entorpecer la Obra de Dios —les dijo con aplomo y trató de persuadirles—: Ver blanco lo que es negro porque así lo afirma el superior jerárquico es la regla de oro de los que tienen "buen espíritu".
Aún no había transcurrido un mes, cuando los tres de Sant'Apollinare se reunieron en una sala reservadísima del hermético palacio de Villa Tevere para tener su primera sesión. El aposento lo presidía un retrato de Escrivá con gafas anticuadas a pesar de que en aquel cuadro de grandes dimensiones lucía unas mucho más modernas que le regaló su íntimo amigo y sucesor Álvaro Del Portillo. Otro retrato, más pequeño, representaba al papa Juan Pablo II, munificente benefactor de la Casa.
—Si los científicos llegasen a clonar un ser humano, ¿clonarían también su alma? —con esa pregunta abrió la sesión el padre Cohalan, decano de la Facultad de Teología que en aquel conciliábulo llevaría la voz cantante.
—Ardua y peliaguda cuestión —contestó uno de los presentes.
Los otros colegas se sumieron en una reflexión trascendente, repasando la historia de la Filosofía desde Platón a Santo Tomás de Aquino, como si su respuesta fuese a revolucionar la Antropología actual, tan alejada ya de la dicotomía alma-cuerpo de Aristóteles.
—Nadie puede clonar un alma y menos crearla, sino sólo Dios. Si es a eso a lo que te refieres —contestó taxativo De Sanctis, sorprendido de que el decano hubiese formulado una pregunta de catecismo. Tomó el Enchiridion symbolorum (compendio de todos los dogmas de la Iglesia) que estaba sobre la mesa ovalada alrededor de la cual se sentaban, buscó el texto conveniente y leyó—: Anima humana, rationabilis et intellectualis, creatur a Deo ex nihilo, non generatur a parentibus, est in singulis una, iam ante partum infusa, unitur cum corpore non accidentaliter sed est corporis forma vere per se et essentialiter (El alma humana, racional e intelectual, es creada por Dios de la nada, no la engendran los padres, es única para cada uno, infundida antes del parto, se une con el cuerpo no de modo accidental sino de manera esencial como verdadera forma del cuerpo).
De Sanctis, que ni por un momento creyó que se pudiese bromear con cosas tan serias, citó concilios y santos padres para responder de manera rotunda a la proposición del decano. Éste, sin embargo, le escuchaba con una sonrisa benévola y burlona.
—Entonces —insistió el decano—, si conseguimos clonar a Jesús a partir de su sangre, que es lo que monseñor Olavarría pretende, ¿qué es lo que en realidad clonaríamos? ¿Un cuerpo sin alma?
Se hizo un pesado silencio. La cuestión que debatían era mucho más ardua que ninguna de las que se plantearon los teólogos de la Edad Media. No se trataba de dilucidar cuántos ángeles cabían en la punta de una aguja, ni cómo entender el misterio de la transubstanciación o el de la virginidad de María, pongamos por caso, sino cómo explicar la clonación de Jesús.
El decano, sin esperar la respuesta a la cuestión que él mismo había planteado, enumeró a continuación otras dificultades teológicas que el caso le sugería.
—Porque si para ese clon, Dios crea un alma que por definición es única e irrepetible, singulis in una, la persona resultante no sería un verdadero clon de Jesús de Nazaret ya que poseería un alma nueva y distinta.
Sus colegas se miraron unos a otros, sorprendidos, afrentados, como si el decano les hubiese tendido adrede una trampa y ellos, como inexpertos pardillos, hubiesen caído en ella.
—La pregunta que os hecho —y se dirigió a De Sanctis en concreto— no es tan baladí como juzgasteis a primera vista.
Desde que la clonación humana apareció en el horizonte, no sólo los valores éticos vigentes se vieron sacudidos en sus cimientos sino que los dogmas de la Iglesia Católica, tan firmes e incontestados durante siglos, se sintieron gravemente amenazados. En el caso del alma, la Iglesia defendía que era "única e indivisible" y que Dios la insuflaba en el embrión humano en el instante mismo de su concepción. Pero muchos científicos defendían que el alma era una entelequia, y de existir, el embrión la recibiría como mínimo 14 días después de la concepción. Antes de ese tiempo, afirmaban, el embrión humano era sólo un grupo de células que ni tenía cerebro ni era "único e indivisible", condición indispensable y sustancial para ser considerado "ser humano".
—Los gemelos univitelinos —retomó Cohalan, muy a pesar suyo, el papel de abogado del diablo— ponen en entredicho el dogma de la Iglesia.
—¿Cómoooo? —los otros lo fulminaron con sus miradas.
—En el caso de los univitelinos —siguió con su exposición—, el óvulo fecundado se divide tiempo después de su concepción lo cual plantea un dilema abstruso: o bien el alma indivisible por naturaleza se dividiría en dos (cosa que va contra el dogma), o bien Dios no crea el alma en el instante mismo de la concepción, como los obispos no se cansan de predicar, sino mucho después. En cualquier de los dos supuestos, la Iglesia yerra.
—La Iglesia es infalible y no puede errar; y punto —afirmó Benedeto Messina en un acto gratuito de puro voluntarismo y dio un soberbio puñetazo sobre la mesa como único argumento—. Si acaso, será la ciencia la que yerra.
Los teólogos del Opus pusieron cara de circunstancias y bien les hubiese gustado recriminar al decano que se obstinaba en colocar palos a las ruedas del propio carricoche. Sin embargo, no eran tan torpes como para no darse cuenta de que la fe no era razonable ni la ciencia y la fe, reconciliables como quisieran. Sin embargo con total normalidad optaron por cerrar los ojos y ver blanco lo que era negro porque así lo enseñaba la Iglesia.
—La clonación humana es un intento de burlar la ley de Dios —concluyó De Sanctis que veía que se habían metido en un avispero—. Cualquier acción que se oponga al plan divino es mala y debe evitarse, cuanto más en este intento de la clonación de Cristo.
—Nos estamos ahogando en generalidades teológicas —intervino Benedeto Messina, temeroso de profundizar en cuestiones tremendamente espinosas—. Lo que se nos ha pedido es un dictamen sobre un caso concreto: la clonación de Jesús.
—Pero él es Dios y hombre verdadero, ¿no habéis caído en la cuenta? —expuso De Sanctis —. Si clonar su humanidad es imposible, por las insalvables dificultades teológicas que ya hemos visto. ¿Cómo nos atreveremos a plantear la posibilidad de clonar su divinidad? —calló y todo el mundo quedó tremendamente consternado—. Ésa es para mí la verdadera cuestión. ¡El caballo de batalla! La clonación de cualquier ser humano, es, según la doctrina de la Iglesia, una acción aberrante, inmoral y teológicamente condenable. El caso de la clonación de Jesús, con mayor motivo. Sería un pecado gravísimo de sacrilegio. Teológicamente absurdo, impensable.
De Sanctis acababa de presentar una dificultad infinitamente mayor que quizá nadie de los presentes había reparado o no se había atrevido a formular.
—Has puesto el dedo en la llaga —reconoció el decano—. Si la clonación humana de por sí ya plantea a la Teología dificultades imposibles, casi insalvables, de resolver, cuántos más en el caso de Jesús que es Dios y hombre a la vez.
—Me parece —tomó la palabra Messina—. que el método que empleamos no es el correcto. No debemos partir de la ciencia como si ella tuviese la última palabra, sino de la las enseñanzas de la Iglesia, que, desde siempre, consideró a la ciencia ancilla Theologiae (criada de la Teología) y no al revés.
—Explícate —le pidió Paul Cohalan un tanto contrariado por no habérsele ocurrido a él ese procedimiento.
—Veamos —y adoptó una pose profesoral que aún molestó más al decano—. La Iglesia, a través de los siglos, ha enseñado de manera unánime que en Cristo se distinguen dos naturalezas, la humana y la divina, unidas de tal manera que no se pueden separar ni dividir porque constituyen una sola y única persona.
Echó mano del Enchiridion, como antes hiciese De Sanctis, y se dispuso a buscar los concilios y lugares donde se había tratado y definido ese tema.
—No hace falta que busques —le interrumpió el decano— La "unión hipostática" fue definida en el Concilio de Calcedonia.
—¿La "unión hipostática" no os dice nada? —replicó Benedeto Messina y miró a sus colegas que tenía enfrente para ver si de dicha doctrina sacaban alguna aplicación práctica para el caso de la clonación de Cristo.
—¿Adónde quieres ir a parar? —preguntó nervioso Valerio De Sanctis— Parece que en vez de estudiar con seriedad la cuestión que aquí nos ha reunido, estamos jugando a acertijos.
—Nada de acertijos. Estoy tratando de llegar al meollo de la clonatio Christi, y el quid de la cuestión está en la "unión hipostática" —como los otros continuasen sin comprender, se dispuso a explicarles—. Pensemos por un momento que la clonación de Jesús es científicamente posible. Que contamos con las técnicas adecuadas para clonarlo desde una gota de su sangre encontrada en alguna de las infinitas reliquias suyas que hay por ahí. ¿De acuerdo? —todos dieron su consentimiento— Si clonamos a Jesús a partir de una gota de su sangre, clonaremos también su divinidad en virtud de esa "unión hipostática", porque en él son inseparables humanidad y divinidad. ¿Es así o no?
- Ex unicitate personae sequitur communicatio idiomatum (De la unicidad de la persona se deriva la participación recíproca de las propiedades) —citó Paul Cohalan.
La "communicatio idiomatum" a la que había aludido el decano era una enmarañada doctrina que se habían inventado los teólogos griegos del siglo V para definir la misteriosa persona de Jesucristo. Como verdadero Dios, tenía como propia la naturaleza humana con todas sus particulares. Como verdadero hombre, tenía como propia la naturaleza divina con todos sus atributos.
—En efecto —repitió complacido Messina—. En virtud de la communicatio idiomatum, si clonamos el cuerpo humano de Jesús clonaríamos de facto su divinidad.
—¿Estás diciendo que se puede clonar a Dios? —se estremeció Valerio De Sanctis, echándose las manos a la cabeza— ¿Que los científicos, aplicando técnicas humanas de laboratorio, pueden clonar la divinidad de Jesús?
—De eso, querido Valerio, es de lo que estamos tratando —le respondió Messina—. Sé que puede sonar a herejía o blasfemia. Pero esa sería la conclusión si aceptamos a rajatabla el dogma católico. En buena lógica escolástica, si aplicamos a esa clonación de Jesús los principios dogmáticos de la doctrina de la Iglesia, no puede extraerse otra conclusión.
Los tres teólogos de Sant'Apollinare quedaron mudos durante un largo espacio de tiempo. Aterrorizados de las terribles conclusiones que se seguían de aplicar a pie de letra las doctrinas contenidas en sus manuales.
—A medida que intentamos penetrar en los inescrutables misterios de Dios —tomó la palabra Paul Cohalan, el decano—, uno queda sobrecogido. La teología, la luz que nos alumbra en esa búsqueda, asusta, nos estremece, nos llena de pavor. ¿Cómo es posible esto o aquello?, nos preguntamos. Ahora mismo nos estamos planteando al clonatio Christi y, sin pretenderlo, llegamos a conclusiones aterradoras que nos sobrepasan.
—Como los alquimistas de la antigüedad transmutaban los metales, nosotros somos capaces de transmutar a Dios.
—¡Hasta qué punto Dios omnipotente se entrega dócil, sumiso, obediente, a merced de sus criaturas!
—Esa son las verdades contenidas en nuestros dogmas.
—Si Él lo ha dispuesto así, ¿quienes somos nosotros, pobres criaturas, imperfectas y limitadas, para pedirle explicaciones y enmendarle la plana?
—¡Dios está en nuestras manos! Esa es la terrible grandeza de nuestra fe.
—¡¡Dios está en nuestras manos!! —repitió el decano embelesado y como en éxtasis.
Durante un largo lapso de tiempo, agotados de gimnasia teológica tan abrumadora, permanecieron en silencio y, en vez de echar mano de su razón para salir de semejante embrollo místicoide, se entregaron a esas consideraciones piadosas y, como se dice de la avestruz, escondieron la cabeza bajo el ala. Luego, con mayor serenidad y cuidado, volvieron a repasar los pasos por si alguno lo habían dado en falso y encontraron que su planteamiento había sido impecable.
El decano Paul Cohalan presidía la reunión y llevaba la voz cantante, pero era Benedeto Messina, sin lugar a dudas, quien más a fondo había estudiado la cuestión y se esforzaba por hacerles ver que la "clonatio Christi" no era el único prodigio que debería causarles tanta estupefacción.
—No sé por qué os maravilláis con la "clonatio Christi" —les dijo, reprendiéndoles por su fe tan precaria—. Cada día, en todos los rincones del mundo, se dicen miles y miles de misas. En este mismo momento, algún sacerdote, en alguna parte, la estará celebrando. Cada vez que un sacerdote pronuncia las palabras de la consagración se produce un milagro no menos portentoso que éste de la clonación. Si nosotros, sacerdotes, transustanciamos el pan y el vino en el cuerpo, sangre, alma y divinidad de Cristo de modo que, al mandato de nuestra voz, lo hacemos bajar del cielo a nuestros altares, ¿por qué no va a ser posible su clonación divina?
Valerio De Sanctis alucinaba. Incluso en su cuerpo podían apreciarse, reflejados, los esfuerzos mentales que hacía por comprender esos razonamientos.
—¿Pero es que nos hemos vuelto locos? ¿Estamos discutiendo la posibilidad de clonar la divinidad de Jesús? —preguntó de nuevo porque no acababa de comprenderlo por muchos concilios y argumentos teológicos que los otros aducían— ¿Hablamos de que unos científicos, hombres pecadores aunque pertenezcan a la Obra, son capaces de clonar la divinidad de Jesús a partir de una gota de su sangre?
—La cuestión de clonar la divinidad de Cristo puede que te parezca descabellada, pero no es imposible, hombre de poca fe —insistió Benedeto Messina—. No es a la luz de la razón sino de la fe donde debes examinar el tema. Clonar a Dios es un escolio que se deduce de nuestros propios dogmas. Valerio, si admites como premisa mayor, como así lo espero, que los dogmas son verdades infalibles e inmutables, no puedes negar con todas sus consecuencias la "clonatio Christi", conclusión que se deriva de ese silogismo.
—Tu planteamiento teológico es impecable —reconoció el decano—. Desde el punto de vista del Dogma, la clonación humana de Cristo comportaría por fuerza su clonación divina, como causa concomitante. Ahora habrá que averiguar si ese material genético de verdad existe y es el suyo.
—Todo esto me parece una locura —se reafirmó Valerio De Sanctis—. Hablamos de teología y bla, bla, bla. Me veo metido en un pozo tenebroso, siniestro. Parecemos personajes del delirante gabinete del doctor Caligari.