12
Esa noche, a pesar de tomarse su pastillita de Somnovit, el capellán no pudo conciliar el sueño; estaba demasiado excitado para que pudiera surtir efecto. Su vida, de repente, cuando menos se lo esperaba, había dado un vuelco de 180 grados, gracias al inspector que supo engatusarle. En cuestión de horas había pasado de la rutina y el aburrimiento a la fascinante actividad investigadora. La diferencia era considerable. La ampolla desaparecida, el pasadizo secreto, el muerto y otros temas que sospechaba que vendrían detrás constituían un programa apasionante capaz de reanimar a la persona más deprimida.
A la mañana siguiente, en la misa que celebraba cada día antes de que el gallo del corral de las monjas cantase, ya notaron éstas algo extraño en su capellán. Como si leyera los textos litúrgicos más a la ligera, como si por el altar se moviese con más agilidad, con demasiada prisa; incluso se diría que había perdido aquella lánguida unción que mostraba al levantar la hostia y darles la comunión. "Pero qué prisa le ha entrado a este hombre", la hermana sacristana no encontraba otra explicación que alguna diarrea estival de las que la abadesa les había prevenido días atrás, a la hora del recreo. Pero no. Después de la misa, el capellán, como de costumbre, tomó su desayuno en la sacristía con total normalidad. Luego pidió permiso para entretenerse en los archivos del convento. Eso sí que alborotó a la comunidad.
—¿Ahora le ha dado por investigar? —le dijo la abadesa, mirándole de hito en hito, y trató de sonsacarle a qué venía ese repentino interés.
—Es por lo que ha sucedido con la reliquia de san Pantaleón —se sinceró.
—No creo que en los viejos papeles del archivo encuentre usted a los culpables.
—A veces, donde menos se espera, salta la liebre.
El monasterio nunca dispuso de una buena biblioteca. ¿Para qué la necesitaban las monjas? Les sobraba con el misal y las pláticas de su confesor. La biblioteca de ahora, después de los avatares de la guerra civil, era muy pobre. Las religiosas actuales como las de antaño no habían mostrado gran inquietud por los libros. Sólo se encontraban misales y manuales de devoción de escaso interés y, eso sí, todos los boletines del arzobispado encuadernados por años. A pesar de todo, el monasterio poseía un archivo documental bastante interesante. Si se rebuscaba con paciencia, podía tropezarse con bulas pontificias, cartas de reyes, libros de cuentas, diarios particulares, crónicas del convento... El padre capellán pasó la mañana escudriñando en los anaqueles, un poco a la buena de Dios. Encontró varias vidas de san Pantaleón.
—Por el momento no es la vida del santo lo que nos interesa —farfulló.
También, un manuscrito datado el 30 de agosto de 1729 titulado "Información sobre la licuación de la sangre del glorioso mártir san Pantaleón". Lo ojeó con curiosidad. En ese documento se recogía el proceso que el juez inquisitorial Miguel Herrero Esquera mandó abrir a la sangre de santo. Los trece teólogos, canonistas y médicos, que durante siete años consecutivos acudieron el 27 de julio al Real Convento, confesaban haberla visto líquida y fluida dicho día y condensada y dura después de la festividad; y que dicha licuación era un prodigio y maravilla y que como tal había de tenerse y venerarse.
—Poco aporta —dijo para sí y lo dejó en su sitio.
Fisgoneó luego en las carpetas donde las monjas, muy cuidadosas, guardaban desde hacía mucho tiempo retazos de artículos y otros papeles que caían en sus manos relacionados con la sangre de san Pantaleón. Encontró uno muy peregrino. Por lo visto, en 1988, un jesuita de El Escorial creyó haber encontrado en el "Tesoro de los remedios secretos" de Evonimo Philliatro, médico y naturista del siglo XVI (tratado que el mismo religioso había traducido del latín), la fórmula mágica para descifrar el secreto de la licuación. Así que, ni corto ni perezoso, puso manos a la obra, siguiendo paso a paso las indicaciones que el alquimista daba para llevar a cabo el experimento.
Se toman tres libras de sangre pura y roja de hombre bien sano o de varios, entre los veinticinco y treinta años, una libra de esperma de ballena y otro tanto de médula de buey. El aceite, así destilado, crece y crece junto con la Luna. Por lo que se denomina "aceite de santo".
El jesuita de El Escorial, moderno alquimista, consiguió una pócima viscosa parecida al chocolate que cambiaba de color. En resumidas cuentas, la prueba alquímica —según confesó el propio experimentador— fue un rotundo fracaso que se sumó a los ya existentes. El fenómeno de la licuación seguía sin descifrarse...
Pasaba el tiempo, y si bien era verdad que el capellán no encontraba nada interesante, no era menos cierto que tampoco se aburría.
—¡Cuánta fantasía alrededor de lo sobrenatural! —se quitó las gafas.
A punto de dar por finalizada su labor detectivesca de aquel día, cayó en sus manos un libro de grabados del Real Convento editado en 1745. Se entretuvo pasando las láminas. Algunas reproducían los numerosísimos relicarios del monasterio. Se sentó junto a la ventana donde corría un vientecillo fresco y tenía más luz. Se puso de nuevo las gafas. Se detuvo en un grabado que copiaba un antiguo relicario de san Pantaleón. Observó cada detalle del dibujo, realizado con buril de punta finísima. Después de la conversación con el inspector, lo veía todo con otros ojos. El relicario, especie de aguja de catedral gótica en miniatura, era, según rezaba el texto escrito a su pie, una preciosa obra de orfebrería del siglo XVII. Tenía forma piramidal y estaba hueco por dentro. En su interior llevaba una cápsula cilíndrica de vidrio cuyo extremo inferior se empotraba en un anillo metálico de manera que el recipiente quedaba fijo y enhiesto. Le resultó familiar, como que era el mismo relicario que él había colocado tantas veces en el altar. No observó nada de especial, y a punto estuvo de pasar página; pero encontraba algo que no encajaba y lo miró con mayor detenimiento.
—Es el mismo relicario de san Pantaleón que hoy utilizamos —concluyó, extrañado, hablando en voz alta—, pero veo algo raro que no me cuadra.
Al fin, cayó en la cuenta. Sorprendido de su descubrimiento, telefoneó sin demora al inspector. A Mazeres le faltó tiempo para correr al monasterio. Después de comentarle con entusiasmo las distintas pesquisas que había llevado a cabo, el capellán se detuvo en la que le había parecido más singular.
—¡Este relicario, Julián! —y le puso delante el libro de los grabados.
—¿Qué le pasa al relicario? ¿No es el mismo que profanaron los ladrones?
—No exactamente. Hay algo en él que no cuadra.
—¿Qué me quiere decir? —Mazeres seguía sin comprender.
—Fíjate bien. ¿No hay algo que llame tu atención?
El padre Méndez puso su índice en la parte del grabado dónde residía la dificultad, a la espera de que el inspector, buen observador por oficio, lo adivinase. Mazeres miró y remiró la lámina.
—La verdad es que el día del robo no me fijé con detenimiento en el relicario, así que me es difícil establecer comparaciones con el del grabado. No sabría decirle.
El capellán gozaba al ver a su amigo en aprieto. Para ayudarle a encontrar las diferencias, buscó una estampa del relicario de las que se habían repartido el día de la fiesta del santo.
—Compara el relicario de la estampita-recordatorio, que está sacada de una fotografía actual, con el relicario del grabado del siglo XVII. ¿Es o no es el mismo relicario? —y esperó, impaciente— ¿Ves alguna diferencia?
—Yo, si he de serle sincero —le respondió bastante molesto, pasando su mirada de una a otra ilustración—, no veo ninguna diferencia entre el relicario de la estampa y el del grabado. A no ser que el relicario del grabado está en blanco y negro y el de la estampa a todo color.
—La diferencia, querido amigo —el capellán quiso alargar un poco más el suspense—, no reside en el relicario propiamente dicho. ¡Fíjate bien!
La disparidad que había captado el capellán no residía en el ostensorio, que es lo que miraba Mazeres y donde se hubiese fijado cualquiera. Como lo viese perdido, intervino de nuevo el padre Mández.
—¡La ampolla de vidrio, Mazeres! —le desveló— La diferencia está en la ampolla de vidrio del interior del relicario.
El inspector comparó las dos reproducciones una y otra vez, recriminándose en su fuero interno su torpeza.
—¡Es verdad! —reconoció al fin— La cápsula del grabado de 1745 es más pequeña y estrecha. En cambio, la cápsula del relicario actual es más grande y ancha. Como si estuviese metida a presión.
—En efecto —convino el capellán—. Los ladrones tuvieron que ir con mucho cuidado al extraerla para no romperla. ¿Qué te sugiere ese hecho?
—Pues no sé. Me pone en un aprieto —le respondió y, para salir de apuros, le aduló—: Ya le decía yo que sus investigaciones iban a resultar muy valiosas. Siga por ese camino a ver si damos con una buena pista.
En aquel momento, ni uno ni otro sabían si el dato descubierto (la diferencia de tamaño entre una cápsula y otra) era relevante y qué alcance podría tener; pero al padre Méndez le llenó de satisfacción.