51

A Bernat Escartí le resultaba relativamente fácil (y, lo que era más importante, sin llamar la atención) acceder a la cripta de San Juan del Hospital desde las excavaciones que su equipo llevaba a cabo en el cementerio adyacente. Sin embargo, no quería, bajo ningún concepto, verse involucrado en un asunto en que andaba por medio el Opus Dei. Ese nombre le producía un cierto escalofrío, no sabía muy bien si era repelús o temor. Por fin, se dejó convencer y a regañadientes aceptó el encargo, si no más, para librarse de las llamadas insistentes con que su amigo le bombardeaba día sí y otro también.

Un día, a la hora en que su equipo hacía un receso y se iba al bar cercano a tomarse el bocadillo de la mañana, se despistó y bajó solo a la cripta por el mismo conducto que ya había utilizado otras veces.

La lápida de Aemilianus estaba situada en el centro de la cripta, frente a la escalera que bajaba de la iglesia, en un lugar bien visible por ser zona de paso. Escartí la reconoció en seguida.

La piedra, a simple vista, debía de pesar no menos de media tonelada y para removerla haría falta pico, pala y muchos brazos. Este dato no cuadraba con las características que, a su entender, debería de tener la entrada de una cámara secreta, pues tan importante como el disimulo de su escondite debería de ser la facilidad de su apertura. Por espacio de media hora la contempló desde todos sus ángulos, leyó en voz alta la cabecera y las letras desgastadas de la inscripción, hizo juegos con ellas sin que se le ocurriera una idea. "Si Gómez de San Román fue ingenioso para ocultar un habitáculo mediante letras, no menos hábil lo habrá sido para diseñar su apertura. Algún truco, algún disimulado resorte habrá discurrido para abrirla", se llevó la mano a la cabeza y luego se pellizco la barbilla. A pesar de los halagos que le hizo al numerario difunto, no vino éste en su ayuda. Se arrodilló junto a la losa, acarició con detenimiento las letras, apretó algunas que parecían más gastadas y hundidas, pasó la mano por los bordes que sobresalían del suelo en busca de algo, no sabía muy bien qué.

—¿Se le ha perdido alguna cosa? —le sobresaltó una voz falsamente amiga detrás de sus espaldas.

El arqueólogo se volvió entre asustado y sorprendido, encarnado al verse sorprendido y sin una razón medio convincente que darle. Se encogió de hombros por toda respuesta. El sacerdote de sotana impoluta, enjuto y alto, había bajado, sigiloso, a la cripta desde la iglesia con las precauciones que toma quien quiere coger a su presa in fraganti, y le contemplaba, inquisitivo, desde los escalones.

—Por mucho que lo intente no la va a poder remover —y añadió, sibilino—. De todos modos, está completamente vacía. Créame. Hace tiempo que se removió por orden de la Prelatura... órdenes de Roma.

—¿Vacía? —repitió el arqueólogo, sin atreverse a formular más preguntas.

Fue entonces cuando Escartí, ya de pie, vio detrás del sombrío visitante un ojo de cristal, no más grande que una lenteja, que le apuntaba, vigilante. Le vinieron a la mente las historias de cintas y cámaras de espionaje que su amigo Mazeres le había contado a propósito de las residencias del Opus; a las que él nunca había dado demasiado crédito. Proporcionó al sacerdote la mejor excusa que pudo y salió de la cripta. Le faltó tiempo para enviarle un correo electrónico a Mazeres, contándole lo sucedido con comentarios de su propia cosecha. Entre otras cosas le decía:

La cripta está vigilada por una cámara y no sé si grabaría la visita que nosotros hicimos tiempo atrás; a mí desde luego me detectó, y por eso bajó un sacerdote. ¿Qué otra explicación cabe? ¿Se tragó la excusa que le dí sobre los huesos del tal Aemilianus que buscaba? En absoluto, pero no seré yo quien vaya a preguntárselo. Por favor, no me metas en más líos.

Mazeres se sintió frustrado por el desenlace de la gestión y en un callejón sin salida. Sintió miedo por si aquella historia llegaba a oídos del comisario Ortiz. La imagen de la pistola del comisario sobre la mesa amenazándole, en el despacho de su propia casa, que con el tiempo se había desvanecido un poco, apareció de súbito en su cabeza con el realismo perturbador de la primera vez. Dio por hecho que la reliquia ya había llegado al CIMA, su destino final como se colegía de la cinta de Sancristóval. Seguir adelante suponía meterse en la boca del lobo, cuando el lobo ya estaba sobre aviso y correr el riesgo de provocar nuevas desgracias. Pensó en Paloma, a quien el comisario Ortiz había señalado aquella noche aciaga, y se le despertaron funestos presentimientos, y un temblor recorrió su cuerpo de arriba abajo como si lo hubiese partido un rayo. El caso del capellán estaba muy reciente y le pesaba en el alma más que ninguna otra muerte. Decidió olvidarse por completo del caso de san Pantaleón, echarle siete candados, y meterse de lleno en los asuntos del día a día. Con el correo de Escartí que había impreso, le contó a Paloma todo lo que hasta ese momento le había ocultado para no preocuparla. Luego la estrechó largo tiempo entre sus brazos.

- C'est fini, c'est fini —repitió una y otra vez, como si en francés su resolución resultase mucho más tajante.

Ella, por miedo de que cayera en una depresión silenciosa que son las peores, no quiso dejarlo solo y se fue a vivir con él. No era la primera vez que pasaba largas temporadas en su casa. Marc y Jorge, por su parte, no tardaron en perder el entusiasmo aventurero de los primeros tiempos, y también intentaron olvidar.

Habían transcurrido unos meses después de lo ocurrido en San Juan del Hospital, cuando, un día, subió Mazeres a casa con el correo en la mano.

—Creía que sólo los bancos se acordaban de nosotros, y hoy ha llegado una carta de un antiguo amigo, que no esperaba —le gritó desde el recibidor.

—¿De quién es? —le contestó Paloma que andaba en la cocina preparando la cena.

—Tú no lo conoces —le dio un beso, y siguió—. Es un amigo de mis tiempos de Universidad. Coincidimos dos años en el mismo Colegio Mayor, y trabamos muy buena amistad —y leyó en voz alta—: "Querido amigo..."

La carta resultó ser de Javier Orbea, amigo de la Universidad, que le invitaba a una comida de camaradería en su finca de Terela. También le decía que había invitado a otros amigos comunes, cuyos nombres omitía para mayor morbo. Mazeres recordaba muy bien las juergas que se habían corrido juntos. "¡Qué tiempos aquellos!", pensó. Desde entonces, si exceptuaba al arqueólogo Escartí a quien veía con frecuencia, con los demás sólo había mantenido contactos ocasionales. "A ver cuándo nos vemos y hablamos de los viejos tiempos", era la consigna, cargada de nostalgia, que se lanzaban al despedirse, a sabiendas de que nadie pondría demasiado empeño.

Esta vez, parecía que Orbea estaba decidido a llevar a efecto esa reunión.

—¿Qué querrá el muy cabroncete? —comentó Mazeres, dibujando la primera sonrisa en muchos días.

—¿No invita a las mujeres? —se interesó Paloma. Se quitó el delantal y se dirigió a la mesa.

—No, es una fiesta exclusiva para los amigos.

—Muy machista me está resultando ese Javier.

Al inspector le dio la impresión de que a Paloma no le había despertado ningún interés la carta de su amigo. Sin embargo, después de la cena, mientras tomaban una infusión de hierbas y veían un anodino programa televisivo, Paloma volvió al tema de la carta.

—¿Quién es ese Javier, amigo tuyo? ¿No recuerdo que me hayas hablado de él?

—Sí, mujer. Lo que pasa es que no te acuerdas —le dijo poco convincente.

Se levantó del sofá y volvió con un viejo álbum. Unos papeles finísimos de seda, interpuestos entre sus hojas de cartulina, impedían que las fotografías se estropeasen con el roce, aunque, así y todo, el tiempo ya había hecho estragos. Paloma no sentía especial curiosidad por aquellas fotografías pero, al ver el interés del inspector, se esforzó por su parte.

—¿Quiénes son ésos?

La fotografía mostraba a un grupo de muchachos entre dieciocho y veinte años, todos de chaqueta y corbata, sonrientes, abrazados por los hombros.

—¿Dónde es eso? —continuó preguntando.

—La fotografía está tomada en el hall del colegio mayor, en nuestro primer curso de carrera universitaria.

—El ambiente parece muy distinguido.

—Como que es "La Alameda", el colegio que el Opus Dei tiene en Valencia. Estaba decorado con muy buen gusto. Sobre todo, comparándolo con los otros colegios mayores de la época. Mucho arcón y muebles de anticuario...

—Me recuerda la estética de los paradores nacionales de Fraga —comentó ella y siguió—. ¿Y tú quién eres?

—¿No me digas que no me has reconocido?

Intentó fijarse bien.

—Tú debes de ser ése —y señaló al que le pareció más apuesto.

—Ése, precisamente, es Javier Orbea. Duró poco en el colegio. No sé si llegó a los dos años.

—¿Y eso?

—Javier era un buen chaval, sabía adaptarse al ambiente y hasta acudió a las charlas y excursiones que los del Opus organizaban. Pero un día le pillaron con un playboy debajo de la cama. Lo echaron a la calle a mitad de curso.

—¿Sólo por tener una revista de ésas?

—¿Te parece poco? En aquellos tiempos, la moral era muy estricta y no sólo en los colegios. Por menos podías ir a la cárcel. Recuerdo que, en un viaje que hice un verano a París, un amigo me pidió que le trajese revistas de chicas; yo sí que las compré, pero al acercarme a la frontera de Port Bou, las arrojé por la ventanilla. La pornografía estaba prohibida en España y tuve miedo a los policías de la aduana.

¿A ti también te echaron del Colegio Mayor?

—Yo duré un poco más. Tres años. Al principio, como ya te he contado, el espíritu del Opus me pareció interesante: el triunfo, el orgullo del éxito, el liderazgo, esas mandangas de "Camino". Además, si entrabas en la Obra, se te abrían las puertas, tenías tu porvenir resuelto.

—¿Por qué no seguiste?

—Había cosas que no me acababan de gustar. Cuando conoces un poco por dentro la Obra, resulta asfixiante, como una tela de araña que poco a poco te envuelve hasta que te ahoga. Aún hoy, al recordar aquellos años, se me erizan los pelos. ¡De la que me escapé!

Pasó aprisa otras fotos del colegio hasta dar con la que buscaba.

—¡Mira! Esa casa grande que ves detrás de Javier es Terela. Supongo que habrá invitado a los que ya estuvimos allí otra vez.

—Debía de hacer mucho frío —comentó Paloma.

—No lo sabes tú bien —Mazeres se animó—. Al día siguiente, amaneció nevado y con un vientecillo. ¡Qué frío pasamos! Como ves, no llevábamos ropa de abrigo. Aquella nevada nos cogió desprevenidos. La excursión la debimos de hacer en el primer año de carrera.

—¡No han pasado años, que digamos! —comentó Paloma por decir algo.

—Debió de ser antes de las fiestas de la Navidad. Javier siempre nos hablaba de Terela y de su tío Salvador. La casona era antigua y con muchas habitaciones. Cuando nosotros estuvimos, no había nadie y los muebles estaban cubiertos con sábanas. Recorrer aquellas salas por la noche, a la luz vacilante de las velas, era excitante. Supongo que ahora no tendremos ningún problema con la electricidad.

Cerró el álbum.

—¿Qué piensas hacer?

—La verdad es que no estoy para fiestas.

—Tienes que ir —se impuso Paloma—. No soporto verte con esa cara de cenizo.