18

Mazeres y sus colegas eran conscientes del lío en que se habían metido y que cada minuto que pasaban en aquella casa agravaba más la situación. Decidieron, pues, abandonarla. Ya en la calle, respiraron hondo.

—Esperemos que este material arroje alguna luz —dijo Marc y señaló su bolsillo donde había guardado un CD que había sustraído. El inspector no se atrevió a reprochárselo.

A toda prisa, Marc había cogido un CD virgen de los que guardaba Muño-Fierro en un cajón y había copiado de su ordenador personal la libreta de direcciones, algunos correos electrónicos, enviados y recibidos, así como carpetas de documentos que le parecieron interesantes. Entraron en el primer bar que les vino a mano a apagar la sed generada por tanto estrés. Al inspector le había enganchado aquel caso como ningún otro de su ya larga vida profesional y parecía haber contagiado a sus amigos de su propia fiebre. Por eso aceptaron sin poner pegas, casi entusiasmados, cuando Mazeres les propuso encerrarse ese fin de semana en su casita de la sierra para reflexionar sobre el cada vez más complejo caso de la reliquia.

—Sólo nosotros, sin mujeres —precisó para que no hubiese malentendidos—. Se trata de una reunión de trabajo, ¿está claro?

—¿Tienes ordenador allí? —se interesó Marc— Lo digo porque así podíamos estudiar con tranquilidad el CD; si no llevo mi portátil.

—Tengo de todo.

El viernes por la tarde, desde la misma comisaría emprendieron viaje hacia la sierra tan pronto como finalizaron su jornada. Jorge, que sentía una verdadera pasión por los coches, conducía el Citroën 4 de cuatro puertas de Mazeres que, por el contrario, prefería que lo llevasen. La tensión emocional vivida en el domicilio de Muño-Fierro y su impaciencia por desentrañar el contenido de del CD eran tan grandes que, durante el trayecto no hicieron otra cosa que hablar —fantasear más bien— sobre ello. Ya en el pueblo, entraron en un bar y, para no perder tiempo en sentarse a una mesa y cenar, tomaron unos bocadillos y unas cervezas de pie en la barra. La casita de Mazeres era un adosado de pocos metros cuadrados con un insignificante jardín en la parte trasera. Se diría que arquitecto y constructor se habían inspirado en los dibujos animados de los pitufos para levantar aquella colonia. Abrieron de par en par las ventanas del salón que daban a la sierra y en pocos minutos aquel airecillo puro renovó la atmósfera mohosa de casa cerrada. Marc fue el primero en tomar la palabra.

—Antes de comenzar —habló sobre todo para Mazeres—, quiero que sepas dónde encontré estos documentos. Pienso, y Jorge estará conmigo, que esa circunstancia puede ser muy esclarecedora.

La temperatura a esas horas de la noche había descendido y el vientecillo que corría era muy agradable. Lejos quedaba el calor sofocante de Madrid. Mazeres encendió el ordenador que tenía en el mismo salón y Marc introdujo el CD.

—La carpeta "Mis archivos recibidos" —continuó Marc su exposición mientras los demás tenían sus ojos fijos en la pantalla— la localicé en la papelera de reciclaje.

—¡Que no es. por supuesto. el lugar más idóneo para guardar información valiosa —añadió Jorge.

—¿Qué quieres decir con eso? —Mazeres hizo la pregunta que el otro esperaba.

—La papelera —tomó la palabra Marc—, como su propio nombre indica, es el lugar de los desechos, donde se tiran aquellos documentos que ya no sirven —hecha esta elemental aclaración, prosiguió—. Se me ocurren dos hipótesis para explicar por qué aparecen ahí ciertos documentos que, a mi entender son importantes. Primera: Muño-Fierro pensó que si alguien hurgaba en su ordenador o quería robarle información no iba a buscarla allí. Segunda: que, en caso de apuro, podía hacerla desaparecer con sólo darle a una tecla.

—De todo eso se deduce —le cortó Jorge, nervioso por hablar— que Muño-Fierro era un inexperto en informática; existen otros sistemas más prácticos y seguros. Pero no vamos a discutir ahora sobre sus conocimientos en ese campo.

—Desde luego, no era un hacker como tampoco quien lo mató —retomó Marc su exposición—. El asesino rebuscó por la casa pero no prestó atención alguna a la computadora.

—Quizá lo que buscaba no era información escrita sino otra cosa —conjeturó el inspector.

—¿Qué cosa?

—La cápsula de san Pantaleón —dijo—. No olvidéis que todo este enrevesado caso gira alrededor de esa reliquia. Puede que Muño-Fierro asesinara a Pieter Breitner, el holandés del tatuaje de la mosca, su compinche en el robo, para quedarse con ella —como viera que los otros se mostraban escépticos, agregó— Bueno, bueno, no os alborotéis; es una mera hipótesis

—Es una hipótesis verosímil, pero bueno, pudiera ser —concedió Jorge.

—Es más que verosímil —le cortó el inspector.

—Déjame hablar —siguió Jorge— Si Muño-Fierro mató a ese tal Pieter, el joven de la esvástica, ¿quién le mató a él? ¿Quién asesinó a Muño-Fierro?

—He ahí otra incógnita.

Mazeres advirtió que se desviaban del asunto del CD, objetivo inicial, y quiso aprovechar la digresión abierta para hablarles de sor Adelgard, la monja alemana, y de la visita que las SS hicieron al monasterio en el pasado, datos y circunstancias relacionados con la reliquia.

—Todos esos datos también habrá que tomarlos en cuenta —concluyó.

—Bueno, bueno, bueno —fue Marc quien manifestó sorpresa y no supo atar todos los cabos—. Tantas pistas me sobrepasan. La monja alemana Adelgard... Las SS... Éste Muño-Fierro y su tío el arzobispo castrense... Pieter el de la mosca... ¡Qué lío nos estamos montando con esto de la reliquia! No sé si no sería lo más prudente salirnos de en este berenjenal... —acto seguido, manipuló en el CD. Mientras esperaba que su contenido apareciese en pantalla, siguió—: La carpeta de "Mis archivos recibidos" contiene varios documentos. Los he ojeado con mucha rapidez, antes de venir, pero no tanta para no darme cuenta de que están relacionados con el mismo asunto. Uno, sobre todo, me impactó por su título: "EN BUSCA DE LA SANGRE DERRAMADA". Convendréis conmigo que es un buen título para una novela policíaca —los otros no reaccionaron como él había previsto—. El texto, según se hace constar en el preámbulo, es la traducción fidedigna de un documento original que, con ese mismo nombre, existió en los archivos secretos del Himmler...

—¿En los archivos de Himmler? Esto sí que se pone bueno —exclamó Jorge.

Mazeres y Jorge renunciaron a leer el texto de letra pequeña y amazacotada de la pantalla y prefirieron escuchar un resumen de boca de Marc. Así se lo hicieron saber.

—Narra la expedición de un grupo de oficiales de las SS a Bulgaria —dijo Marc, hizo una pausa, corrigió el rumbo de su exposición y comenzó a contar la historia desde el principio—. Unos arqueólogos alemanes, pertenecientes a la Deutsches Ahnenerbe...

—¿Qué es la Deutsches Ahnenerbe? —le interrumpió Mazeres.

—Si me interrumpís a cada paso... —y, sin haber satisfecho su curiosidad, siguió— Esos arqueólogos de la Ahnenerbe fueron enviados a Bulgaria. Ya sabéis que los nazis estaban muy interesados por descubrir los orígenes de la raza aria. Para ello utilizaron todos los medios científicos que tenían a su alcance; entre otros, la arqueología. En el transcurso de las excavaciones que llevaban a cabo en el subsuelo de la iglesia circular de san Jorge, en Sofía, encontraron unas extrañas reliquias, unas ampollas de vidrio que, de inmediato, con todo secreto y celeridad, las trasladaron a suelo alemán.

—No me digas que las reliquias encontradas en Sofía tienen algo que ver con la de San Pantaelón —se adelantó Mazeres, sospechando que por ahí iban los tiros.

—Sí y no —le replicó Marc—. No me interrumpas y deja que acabe. Con la llegada de Constantino al poder, se despertó en el mundo cristiano un gran entusiasmo por las reliquias de Jesús...

—¿No te remontas demasiado atrás? —ahora le interrumpía Jorge con una pizca de mala leche. Marc lo atravesó con su mirada.

—Trato de contextualizar esa expedición nazi, ignorantes... —dijo, echando a buena parte las interrupciones de sus amigos— Helena, la madre del emperador, por ejemplo, ordenó excavaciones en Jerusalén y descubrió el santo sepulcro y encontró los maderos de la cruz y los clavos con que le crucificaron.

—Sigo pensando que te vas por las ramas —de nuevo interrumpió Jorge.

—Hablas tú o hablo yo —se molestó Marc.

—Sigue, sigue contando —le respondió Jorge, impaciente al igual que Mazeres, por conocer el desenlace de la historia.

—Por lo que dice este documento —señaló Marc el texto que aparecía en el monitor—, la iglesia de San Jorge de Sofía la edificó Constantino sobre un templo pagano. ¿Os enteráis por qué me he remontado tanto? Según los informes arqueológicos, las ampollas de vidrio encontradas en esa iglesia procedían de las fábricas de Alejandría, como lo ponían de manifiesto el material empleado en su confección y las características de su modelado. Según la opinión unánime de los arqueólogos nazis, esas ampollas eran las típicas que utilizaban las matronas para sus afeites y podían encontrarse en cualquier museo arqueológico de la cuenca mediterránea.

—¿Qué contenían esos frasquitos? —le interrumpió Mazeres, nervioso.

—No te impacientes. Ya llegará. Los arqueólogos tampoco tuvieron duda alguna en cuanto a su datación: primer siglo de nuestra era o puede que un poco antes. Y, ahora, damos un salto en el tiempo. Esos diminutos ungüentarios fueron enterrados, metidos dentro de una cajita de cedro, a finales del siglo XIV cuando la invasión de los turcos...

—Frasquitos de los primeros siglos de nuestra Era... Enterrados a finales del XIV, cuando la invasión de los turcos... Y en el siglo XX, descubiertos por unos arqueólogos nazis... —dijo el inspector, haciendo una breve recapitulación para no perderse.

—Así es. Has hecho un buen resumen.

—¿Cuántos frasquitos encontraron? —quiso saber Jorge.

—El documento —le contestó Marc— no especifica el número. Sí dice que se conservaban en muy buen estado —hizo una pausa, sin duda para aumentar el suspense, y siguió—. Con toda probabilidad, esas botellitas hubiesen sido catalogadas como pomos egipcios de perfumes sin más, a no ser por las inscripciones griegas que les acompañaban —y señaló en la pantalla del ordenador la palabra que no supo pronunciar aimaioucousm — Con toda probabilidad (al menos eso es lo que se deduce del documento encontrado en CD de Muño-Fierro) esas botellitas contenían sangre de Cristo.

—¡Arrea, sangre de Cristo! —exclamó Jorge— ¡Lo que nos faltaba!

Marc, si hacer caso a sus aspavientos de incredulidad, siguió con el relato:

—Los científicos alemanes no tuvieron tiempo de llevar a cabo los análisis pertinentes y verificarlo.

Mazeres tampoco dio crédito a la explicación de la sangre que había hecho Marc pero quedó atónito al ver los caracteres en el monitor.

—¿No son esos signos los mismos que tú —le dijo a Jorge— encontraste en el bolsillo del arzobispo Jonh Sutherland?

Jorge se fijó.

—Si no son los mismos, al menos se le parecen —le contestó sin salir de su asombro—. ¿Qué vinculación puede haber entre el arzobispo y estos descubrimientos nazis?

—No lo sé —añadió el inspector—. Pero no sólo eso. ¿Qué relación existe entre el arzobispo Jonh Sutherland y Muño-Fierro?

—Al menos, ese papelito con la inscripción griega los relaciona, digo yo —avanzó Marc.

Asombrados o más bien superados por los acontecimientos que iban apareciendo, los tres se dedicaron a vagas elucubraciones.

—No olvidemos —apuntó Mazeres que aún tenía muy fresco su participación en el chat esotérico— que Himmler era un fanático del ocultismo... En los tiempos de Hitler, los científicos, antes que científicos eran alemanes y nazis. En Alemania, todo el mundo vivía inmerso en esa ideología; y se tomaban muy en serio lo que sus jefes se tomaban en serio. No razonaban; tenían fe ciega. Aquello fue como una nueva religión que deslumbró a todos.

—Puede que por ahí vayan los tiros —dijo Marc y más que comentar, elucubró sobre el texto—. Según deduzco de este documento, los arqueólogos alemanes excavaban, desde hacía años, por toda Bulgaria en busca de vestigios que demostrasen el origen de la raza aria. Y buscando, buscando, tropezaron con esas botellitas. Quizá pensaron que el contenido de esas extrañas ampollitas podía confirmar la teoría sostenida por Henrich Himmler: lo del santo Grial y todo ese rollo. De ahí su interés por trasladarlas con rapidez a la Deutsches Ahnenerbe para someterlas a toda clase de pruebas.

La exposición de Marc había contagiado a sus colegas.

—¿Qué teoría defendía Himmler? —preguntó Jorge.

—Que el santo Grial existía realmente y que el que lo poseyera podía dominar el mundo —Marc se detuvo un momento y agregó—. Bueno, no sé si era exactamente eso.

—¿Qué esperaba que contuviesen esas ampollitas para que se tomasen tantas precauciones?

—Pues, hombre, si resultaba que esas ampollas contenían la sangre sagrada de Cristo...

Se estaban armando un buen lío. Ninguno estaba en condiciones de responder.

—La pregunta de Jorge es muy interesante —dijo Mazeres, y a continuación hizo una reflexión de tipo práctico—; pero, por mucho tiempo que dedicásemos a las teorías de Himmler, no haríamos sino divagar. En cualquier otro momento podemos debatir sobre eso. Pero vengamos a nuestro caso. Por lo que intuyo (y eso es lo que a nosotros realmente nos importa ahora), una de esas cápsulas procedentes de las excavaciones búlgaras (contengan o no la sangre de Cristo), vino a parar a Madrid el año 1943. Ya os he referido que en ese año unos oficiales de las SS visitaron el monasterio de la Encarnación. Tengo la corazonada de que esa ampollita nazi, y no la de san Pantaleón, es la que había en el relicario el día del robo.

—¿Eso era lo que buscaba el enviado del Vaticano o quienes fueran —preguntó Marc.

—Das por supuesto —interpretó Jorge las palabras de Mazeres— de que el Vaticano, o quien fuese, estaba al tanto de todos esos tejemanejes nazis y andaba en busca de la supuesta sangre de Cristo.

—No afirmo nada. Digo que es una suposición.

Marc y Jorge torcieron el gesto.

—No hagáis esas muecas. Toda investigación se mueve y avanza a base de suposiciones, ¿es así o no?

Se encogieron de hombros sin responderle.

—¿Cómo podía saber el Vaticano que la reliquia que los nazis encontraron estaba en Madrid y que había sustituido a la de san Pantaleón? —insistió Jorge con clarividencia— Además, ¿Qué interés podía tener el Vaticano por una reliquia más? ¿Para qué la querría?

—Hombre, si se trataba de la sangre de Cristo... —deslizó Marc.

—No lo sé. No lo sé. Ahí está el intríngulis —se apresuró Mazeres y añadió, sombrío—. Lo cierto es que al día de hoy ya llevamos dos muertos a causa de una reliquia, sea lo que fuere; y el misterio está sin resolver.

—Tres muertos, si en este asunto incluimos al arzobispo ese que murió en el burdel —precisó Jorge.

—Quizá Muño-Fierro tenía la reliquia y lo mataron porque se negó a entregarla —supuso Marc.

—¿Quién lo mató? —preguntó Jorge como si alguien pudiera responderle.

—No lo sé —le contestó el inspector—, pero cuando nosotros irrumpimos en el piso, alguien estaba buscando la reliquia. O eso creo.

—Imaginación no te falta —le espetó Jorge.

—Puede que aún no se haya hecho con ella —insistió el inspector.

—¿Qué estás tramando? —le apuró Marc, adivinándole el pensamiento.

—Si queremos apoderarnos de esa reliquia, debemos actuar con rapidez. Antes de que el asesino vuelva a la casa y nos la levante.

—Se diría que en ello te va la vida —le paró los pies Marc— ¿Qué pretendes, que a estas horas de la noche volvamos a Madrid?

—Tú lo has dicho. El otro día, con el miedo de ser sorprendidos, dejamos las cosas a medias. Hay que hacerse con esa reliquia antes que otros se la lleven. Es preciso actuar rápido. Con este calor el cuerpo puede descomponerse y algún vecino dé la voz de alarma; y entren en acción los nuestros.

Serían las tres de la mañana o más cuando cogieron el coche y regresaron a Madrid. En el maletero aún estaban las capuchas que habían utilizado.