56
A Monseñor Bergonzi le afectó muchísimo la muerte del padre Méndez, más aún por las sombrías circunstancias en que se había producido. Cuando el dolor por la pérdida del amigo y condiscípulo comenzaba a disiparse, recibió mediante correo certificado la cápsula de cristal encontrada en el maletín de Salvador Mira y una larga carta de Mazeres en la que le daba cuenta de las últimas novedades sobre el caso de San Pantaleón. No esperaba monseñor que la proposición que se le hacía en aquella misiva despertase tanto interés en él. Bien sea por deferencia al amigo muerto, tan involucrado en la historia que quizá le costó la vida, bien sea porque el inspector supo tocar su punto flaco, aceptó el encargo, ilusionado.
Para este trabajo, como en el caso del "secreto de Sant'Angelo" y otros muchos que había resuelto, monseñor Bergonzi pensó echar mano del profesor Caprara, arqueólogo de renombre internacional y muy amigo suyo, en quien confiaba plenamente. Así que, sin pérdida de tiempo, lo citó a su casa para mayor confidencialidad, le puso al corriente del asunto y, lo que era más importante aún, le contagió su entusiasmo. El arqueólogo, después de escuchar con atención la historia rocambolesca de la reliquia y las aventuras y desventuras que habían corrido algunos de sus actores, pasó al terreno práctico. Examinó con detenimiento la cápsula que, envuelta entre algodones y depositada en un estuche plateado, monseñor Bergonzi había recibido de Mazeres. Tal y como el inspector, a su vez, la había recibido de su amigo Orbea.
—Desde luego, así, a ojo de buen cubero, ya le puedo asegurar que se trata de un unguentario o lacrimario del primer siglo antes de Cristo. Este tipo de utensilios abundan mucho en los museos y están muy bien definidos y catalogados —y, después de una pausa, siguió—. También habrá que descifrar la inscripción griega; y, lo más importante aún, averiguar qué son esos restos que contiene.
Ambos se habían encerrado en el despacho y estaban sentados alrededor de la mesa redonda, que monseñor Bergonzi utilizaba para las reuniones con sus amigos. Resultaba más práctica y familiar.
—¿Qué es lo que sugieres? ¿Por dónde empezamos?
—Yo empezaría por lo más difícil —contestó el arqueólogo muy seguro—, y mandaría fuera a analizar su contenido...
—¿Fuera? ¿No lo puedes hacer aquí, en los laboratorios vaticanos?
—Me parece que, después de la historia que me ha contado, no sería lo más sensato. De todos modos, podemos intentarlo.
El profesor Caprara, pues, sin pérdida de tiempo llevó el ungüentario a un amigo suyo que trabajaba en los laboratorios vaticanos y, sin revelarle la sospecha que existía sobre su contenido, le pidió que, como favor personal y con gran secreto, lo analizase y enviara muestras a otros laboratorios. Aunque no era habitual, tampoco era raro que, en casos embrollados (como había sido el caso de León XIII y su doble; y el de la reliquia de Himmler podía serlo), los arqueólogos del Vaticano remitiesen muestras a laboratorios de paleopatología externos, y así poder contrastar con mayor garantía los resultados. Mientras tanto, monseñor no dejó de dar vueltas en su cabeza, tratando de descifrar la inscripción griega y encajar las otras piezas por ver si, de antemano y por su cuenta, resolvía el puzzle de san Pantaleón.
Al cabo de un cierto tiempo, fueron llegando las respuestas de los distintos laboratorios. Monseñor Bergonzi y el profesor Caprara estudiaron aquellos documentos, y dudaron si comunicárselos por escrito al inspector Mazeres o invitarle a venir a Roma para comentárselos de viva voz. Prefirieron, al fin, esta opción por parecerles la más idónea ya que el desplazamiento, dada la rapidez y bajo coste de los vuelos charter, no constituía un grave inconveniente. Monseñor le telefoneó, le expuso su plan. y extendió la invitación a su novia.
—También puede venir Paloma; no faltaba más. Los dos seréis muy bien recibidos.
Mazeres aceptó encantado, deseoso de ver el desenlace del misterioso caso. El siguiente fin de semana, pues, él y su compañera pusieron sus cosas en sus mochilas y tomaron el primer avión rumbo a Roma. En Ciampino cogieron un taxi y fueron a casa de monseñor, en piazza Navona. Giuliana, la hermana soltera de monseñor, les dio la bienvenida y los pasó al despacho, amplio y luminoso, donde ya les esperaban el bibliotecario y su amigo, el profesor Caprara. Después de las presentaciones y salutaciones de rigor y una breve conversación sobre el viaje, se sentaron los cuatro alrededor de la "tabla redonda" donde estaban desparramados los documentos.
El inspector, sin poderse aguantar, formuló una pregunta que venía rodándole desde el día que descubrió la nueva inscripción en la cápsula del maletín de Mengele.
—Monseñor, ¿ya han descifrado el significado de la endiablada palabra smurna? —y se la escribió.
El bibliotecario, sin dejar de ordenar los distintos papeles que había sobre la mesa, le respondió sin darle la menor importancia.
smurna. No ha sido difícil identificar la palabra. Esmirna. Se refiere a la ciudad turca de Esmirna. Una pequeña localidad no lejos de Éfeso, lugar en que, como asegura Eusebio de Cesarea en su Historia Eclesiástica, vivió y murió el apóstol san Juan, sacerdote portador del pétalon. Según el códice De Vita Joseph ab Arimatea del siglo VI, del que ya os hablé en Madrid, José de Arimatea vivió sus últimos años en Esmirna —añadió esa nota de erudición, que no veía muy a cuento—. Es lo que podríamos considerar una connotación locativa. Con toda probabilidad, las reliquias de la supuesta sangre de Jesús procedían de Esmirna. Luego, como ha ocurrido con la mayoría de las reliquias, viajaron de acá para allá, en periplos inimaginables y, ¡mira qué casualidad!, fueron a parar a Sofía.
—¡A manos de las SS; a las del profesor Mengele!
—Pues eso.
—Entonces, monseñor, si ya tenemos descifrados todos los caracteres griegos, ¿cuál es la lectura definitiva de la inscripción de la cápsula?
—Muy sencillo —el profesor Caprara tomó la palabra y le respondió de modo poco amable—: "sangre de Jesucristo. Esmirna". Pero no es la inscripción lo que ahora nos interesa.
—Sí, pero...
—La inscripción puede decir lo que le dé la gana —fue brusco en su respuesta—. Todos conocemos lo sufridas que son. De atenernos a ellas, encontraríamos cientos de prepucios de Nuestro Señor, y no sé cuántas gotas de leche de la Virgen. ¿Dónde iríamos a parar? Hemos de atenernos a los análisis científicos del contenido de la cápsula.
El inspector tuvo que hacer un gran esfuerzo para disimular el jarro de agua fría que le había echado encima. El desaire y tono expeditivo con que se despachó una cuestión que él creía tan importante le afectó mucho. Monseñor Bergonzi trató de suavizar el eventual incidente.
—De los cuatro laboratorios contactados —pasó a exponer el status quo de las investigaciones—, tres han respondido que la materia, quizá por estar corrompida, ha sido imposible identificar al completo. No obstante, dan una lista de probables componentes bioquímicos que la integran.
Detuvo aquí su discurso introductorio y cedió la palabra al profesor Caprara para que enumerase qué laboratorios eran los que habían participado, qué técnicas habían empleado y ampliase con mayor detalle cuáles habían sido los resultados. Terminada su pormenorizada exposición, retomó monseñor la palabra. Repitió casi lo mismo que les había dicho su amigo, para añadir lo que de veras interesaba.
—Sólo —les recalcó— los analistas del laboratorio de San Antonio de Texas (Arizona), que años atrás intervinieron en el estudio de la Sábana Santa de Turín, se han aventurado a formular una hipótesis.
—Y ésta con muchas matizaciones y reticencias —matizó el profesor Caprara.
No cabe la menor duda de que Giuliana espiaba detrás de la puerta a la espera del momento propicio, así que aprovechó la pausa que hizo su hermano e irrumpió en el despacho con una bandeja repleta de pastas y bebidas frías y calientes. Sin decir nada, la depositó sobre la misma mesa de trabajo y, tal como había entrado, se retiró.
—Podemos continuar con nuestras cosas —dijo monseñor a sus invitados y para dar ejemplo se sirvió una taza de café. Los otros le siguieron.
El profesor Caprara, que no se desenvolvía muy bien con las manos ocupadas, depositó el vaso de refresco sobre la mesa, tomó uno de los papeles que allí había y, sin más, se puso a leer:
- "No ha sido fácil separar los diversos componentes de la mixtura, y ha resultado imposible identificar con precisión cada uno de ellos. Las diferentes pruebas llevadas a cabo han resultado poco satisfactorias. Las opiniones de los químicos que han intervenido, muy dispares. No han logrado ponerse de acuerdo. Sólo han coincidido en una única cosa: que el principal ingrediente lo constituye la myrrha.
- ¡La mirra! —exclamó el inspector, sorprendido, y miró a Paloma que fue una de las que aventuró esa posibilidad.
El profesor Caparra siguió:
- La myrrha, una gomorresina que se encuentra en células especiales del parénquima cortical de la Commiphora Myrrha o Balsamodendron Myrrha. El nombre de mirra está relacionado con el árabe mur, que quiere decir amargo. En sánscrito se llama vola. En Persia y la India recibe el nombre de bol o heero-bol... Todas estas plantas, ya se críen en Arabia, Irán o en la India, reciben el nombre genérico de Commiphora Abyssinica, aunque las propiedades de la resina que destilan no sean idénticas... La mirra, empleada desde tiempo inmemorial como estupefaciente, viajó desde la Meca y otros puntos de Arabia, a través de Egipto, hasta los países mediterráneos..." —detuvo la lectura, pasó revista a los presentes y añadió por su cuenta- Como pueden comprobar, mucha literatura pero ningún resultado concluyente... —dicho lo cual, siguió leyendo el documento— "La mirra, de la que está hecha la poción contenida en la ampollita, que hemos analizado, ya aparece descrita en el papyrus de Ebers. Es una de las materias que, como el incienso, se emplearon, en siglos lejanos, en sahumerios y ungüentos. También para la confección de medicamentos y para embalsamar, como lo demostró hace tiempo Flückiger. En los recetarios de Scribonio Largo y de Alexander Tralliano, la mirra se cuenta entre los elementos más utilizados. Se trata, sin duda, de un bálsamo. Según parece, en la antigüedad se fabricaba con mirra una droga alucinógena muy apreciada cuyos efectos desconocemos. Solía administrarse a los ajusticiados para paliar sus terribles sufrimientos. Los mismos Evangelios se hacen eco de esos usos... En lo que concierne a la pócima que hemos analizado, como ya dijimos, no se ha podido identificar sus componentes ni deducir cuáles son sus propiedades".
Monseñor se había puesto de pie y, mientras escuchaba el texto que se sabía de memoria, se paseaba con el platillo en una mano y la taza de café en la otra. Se detuvo en seco y tomó la vez para insistir en el contenido del documento.
—Aseguran —dijo a la vez que movía con elegancia sus manos ocupadas— que la materia de la ampollita analizada les pareció una emulsión de la commiphora abyssinica con otros elementos. A pesar de sus esfuerzos, les fue imposible descifrar cuáles eran, así como la fórmula y los procedimientos químicos empleados para producir ese extrañísimo compuesto —bebió un pequeño sorbo de café—. Lo más sustancioso y sorprendente de su estudio ha sido el descubrimiento que nos han hecho —hizo una pausa para crear un buen suspense—. Los analistas del laboratorio de Texas, que, como ya os he dicho, en otro tiempo trabajaron con Leoncio Garza-Valdés en el estudio de la Sábana Santa de Turín, informan que la sustancia contenida en la ampollita es muy parecido (por no decir exactamente igual) a las manchas que encontraron en la Sábana Santa... —hizo otra pausa, más larga que la primera, y escrutó al inspector y a Paloma que permanecían anhelantes, pendientes de su revelación.
—¿Sangre? —se precipitó el inspector.
—No —le contestó, rotundo monseñor, y les repitió lo ya dicho—. El parecido es con las manchas del lienzo que estuvo en contacto directo con los labios y los pelos del mentón de Jesús.
—¿Dice que en la parte de la Sábana Santa que cubrió los labios y las barbas de Jesús, hallaron manchas de esa misma sustancia? —repitió Mazeres, emocionado, picado de gran curiosidad.
—Sí, sí —puntualizó monseñor—. En la parte del lienzo que estuvo en contacto con los labios y los pelos de su mentón.
—¿Y no es sangre? —insistió Mazeres, obcecado.
—No —negó de nuevo monseñor Bergonzi—. Según certifican, se trata de un brebaje embriagante, balsámico, de poderosa acción inhibidora, que solía suministrarse a los condenados para atenuar sus sufrimientos.
A aquellas horas de la mañana, por el ventanal que recaía sobre la plaza Navona se colaba un raudal de luz que iluminaba todos los rincones de la estancia. Monseñor Bergonzi depositó la taza y el platillo en la bandeja, se dejó caer en su sillón, tomó otra carilla de la carta y se puso a leer.
—"Cuando años atrás estudiamos la Sábana Santa de Turín, encontramos en la parte del lienzo que cubrió los labios y las barbas de Jesús partículas de algo muy parecido a ese "tercium quid" que hemos encontrado en la muestra remitida. Quizá algunas de las bacterias de la película bioplástica de esa parte del lienzo, según especuló en su momento el profesor Garza-Valdés, pudieran ser restos del vinagre que hicieron beber a Jesús cuando estaba en la cruz.
Monseñor detuvo la lectura y volvió a repetir la última línea que acababa de leer, silabeándola, y haciendo hincapié en la frase, "restos del vinagre" porque presentía que ahí se encerraba la clave de la gran incógnita. Miró a Paloma y a Mazeres, que le escuchaban estupefactos.
—No me va a decir que la ampollita contenía restos de vinagre —habló muy nervioso el inspector.
El doctor Leoncio Garza-Valdés —siguió monseñor con la lectura— ni se adhiere ni niega nuestra hipótesis. Pensamos, pues, con todas las reservas que hay que tomar en estos casos, que el mejunje analizado es igual a la sustancia de esas pequeñas manchas; y que ambos podrían corresponde al brebaje que preparaban las mujeres judías y ofrecían a los condenados a muerte de cruz, como queda reflejado en el texto de Marcos, 15, 23".
Monseñor depositó el folio del informe sobre la mesa y sin decir nada se levantó y fue a una de las estanterías que cubrían las paredes de su estudio. Tomó un libro pequeño y de grueso vientre y volvió a sentarse. Se trataba del Novi Testamenti Biblia Graeca et Latina.
—Tengo curiosidad por ver ese versículo que citan nuestros amigos —y se puso a buscar—. Aquí está: "Et dabant ei bibere murratum vinum" (y le daban a beber vino mirrado). Murratum vinum —repitió. Luego miró el equivalente en el texto griego y soltó un sonora exclamación— ¡¡ Esmirnisménon oinon!!
El brillo de su rostro y la solemnidad de la exclamación denotaron que acababa de hacer un gran descubrimiento aunque los otros no tuvieron el menor atisbo. Monseñor tomó un papel y con pulso nervioso copió del libro:
esmurnismenon oinon
- Esmirnisménon oinon —volvió a repetir con entusiasmo y pasó el papel con la frase griega al inspector. Éste, encogiéndose de hombros, miró a Paloma y al profesor Caprara sin saber qué pensar. Prosiguió monseñor—: Oinon significa vino. Esmirnisménon significa mirrado. ¡¡Vino mirrado!! ¡La de veces que he leído la inscripción de la cápsula que me mandaste, y no había caído en la cuenta!
Tomó el papel y debajo del versículo del Evangelio que había copiado, escribió la inscripción griega que había aparecido en la ampollita del maletín de Mengele. Se lo pasó de nuevo para que les fuera más fácil descifrar el misterio:
esmurnismenon oinon
aima ioucou smurna
—El quid de la cuestión reside en esas dos palabras: smurna (esmirna) y esmurnismenon (esmirnisménon) —y se las señalo—. Las dos tienen la misma raíz y significan lo mismo: mirra —se detuvo unos instantes y pensó que sería mejor explicarlo de otro modo—. El versículo del Evangelio dice literalmente que a Jesús le dieron a beber "vino mirrado", y en la inscripción de los relicarios leíamos: "sangre de Jesucristo Esmirna"... Como si smurna (esmirna) fuese un locativo, el nombre de la ciudad, cuando debimos leer "vino mirrado de Jesucristo"... —como viese monseñor que ninguno de los tres captaba su gran descubrimiento, siguió con la explicación— El padre Méndez, en paz descanse, ya sospechó, con criterio acertadísimo, que aima, cuya acepción primera es sangre, bien podía traducirse por vino. Y así, desde el principio, debió de haberse traducido y aplicado a nuestro caso —se detuvo para tomar oxígeno pues de tanta emoción se diría que no aspiraba lo suficiente; ya recuperado, prosiguió en tono solemne, casi como si estuviese definiendo un dogma—. Las inscripciones incompletas de los documentos vaticanos y la cincelada en la abrazadera del relicario del monasterio de la Encarnación nos han llevado a la confusión. Ni " aima" significaba sangre, ni " esmirna" se refería a la ciudad turca... En la cápsula de Terela las cosas quedan patentes. Su inscripción griega no hace referencia a la sangre de Jesucristo sino al vino mirrado que le dieron a beber en la cruz. ¿Caéis en la cuenta?
Mazeres, quizá porque el desenlace resultaba demasiado simple para un caso tan complejo y endiablado, quizá porque de modo inconsciente se había creado falsas expectativas que aquel final echaba por los suelos, no parecía estar dispuesto a dar crédito a lo que oía y a aceptar el vuelco radical que tomaba el caso de san Pantaleón.
smurna (esmirna) —repitió, desconcertado, casi negando la evidencia — no se refiere a la ciudad turca de Esmirna.
—¡Claro que no! Ahí estuvo mi confusión —se reprochó una vez más monseñor—. smurna, en nuestro caso, no debí traducirla por Esmirna sino como mirra, esa resina gomosa... ¡Mira que no darme cuenta...! —y se golpeaba la frente.
Mazeres, tiempo atrás, había reprochado a Paloma su interpretación de la tabla de la Adoración de los Reyes de El Bosco. También la había regañado por había defendido la pista del holandés que apuntaba hacia una exégesis distinta de la sangre.
—Ya te decía yo que la leyenda del Grial de José de Arimatea podía interpretarse de distinta manera. Y que la copa que allí aparece pudiera contener el vino con mirra que le dieron a beber a Jesús, y no su sangre, como os empeñabais... —le dijo en un aparte.
Paloma, ahora, hubiese podido muy bien restregárselo por la cara. En cambio, se contuvo de recriminárselo. El profesor Caprara tomó la palabra e insistió una vez más por su cuenta:
—Los análisis exhaustivos llevados a cabo en los cuatro laboratorios demuestran sin el menor resquicio de duda que la cápsula que usted nos envió —se refería a la botellita de Terela que el inspector les había remitido— no contenía sangre humana ni siquiera sangre animal sino un compuesto de mirra. A ese respecto, no hay vuelta de hoja. Por lo que las palabras aima y smurna de las inscripciones se tradujeron mal desde un principio.
—En el caso concreto de la reliquia de san Pantaleón —insistió monseñor—, aima debía de haberse traducido por vino y no por sangre; y smurna, por mirra y no por Esmirna. Un fallo inconcebible; pero ha sucedido así.
—El capellán del monasterio ya debió de atisbar algo y apuntó esa posibilidad —se lamentó el inspector—; pero nosotros no le hicimos caso.
aima smurna (esmirna)... —añadió por enésima vez monseñor— significan vino mirrado. El evangelista Marcos habla de ese bebedizo cuando relata la crucifixión de Jesús. Los científicos del laboratorio de San Antonio de Texas que analizaron la sábana santa de Turín encontraron restos de ese mismo brebaje, como ya he dicho, en la comisura de los labios de Jesús. Y, según sus análisis, la muestra que nosotros les enviamos coincide con esos restos.
—Luego es falsa la antiquísima leyenda según la cual José de Arimatea habría recogido en un cáliz la sangre derramada de Jesús —recalcó Paloma con mucho interés, y mirando a Mazeres, añadió con intención de mortificarle un poco.
Monseñor Bergonzi quedó largo rato pensativo y, al final, para satisfacer la sugerencia de Paloma, hizo la siguiente declaración:
—Ese cáliz, que la tradición identifica con el santo Grial, jamás contuvo sangre de Cristo; en todo caso, vino mirrado del que le dieron a beber en la cruz, como los análisis han confirmado. Así, pues, la lectura correcta de la inscripción grabada en la abrazadera de la reliquia de san Pantaleón y que aparece escrita en otras partes es "vino mirrado de Jesucristo".
—Vino mirrado de Jesucristo —repitió Mazeres que no parecía compartir el entusiasmo de monseñor—. A decir verdad, no eran ésos los resultados que yo esperaba... Ni lo que buscaban otros...
—¿Te refieres a las excavaciones nazis de Bulgaria? —le dijo monseñor—. Desde luego, ellos, al igual que los del Opus Dei, iban en busca de la sangre de Jesús... Pero los análisis no parecen tener vuelta de hoja. A mayor abundamiento, coinciden con lo que decían las inscripciones; de haberlas leído correctamente.
—Si esa hipótesis es definitiva... —comenzó a hablar Mazeres.
—¿Lo duda? —le interrumpió el profesor Caprara.
—...la investigación que hemos llevado a cabo —siguió el inspector—, ha sido errónea e inútil. Equivocamos el camino desde el principio y hemos corrido tras pistas falsas —después de unos breves momentos en que su rostro cambió de aspecto, añadió con aire alborozado—: Nosotros hemos dado palos de ciego, pero menudo batacazo se va a llevar el prelado del Opus. ¡Un batacazo morrocotudo!
—¿Cómo dices? —preguntó monseñor, a quien la expresión del inspector le había causado mucha gracia.
—¡Batacazo morrocotudo! —repitió con mayor énfasis; y explicó a los italianos el sentido de la frase.
A renglón seguido, más distendido, hizo un resumen de las investigaciones paralelas que llevaron a cabo gente del Opus. Sin duda, pensando que el profesor Caprara no estaría al corriente. Habló del plan que había concebido Olavarría para clonar a Cristo. De cómo este prelado llegó al conocimiento de las reliquias de Himmler y encargó al arzobispo irlandés Jonh Sutherland que se hiciese con ellas. Habló de la Cuarta Planta, de los numerarios que le pusieron al corriente y de sus muertes bajo sospecha. De la iglesia de San Juan del Hospital y del Centro de investigaciones de Navarra. De la visión sobrenatural que, según Olavarría, tuvo Escrivá de Balaguer en Santa María la Mayor... Monseñor Bergonzi ya conocía algunas de aquellas cosas, pero el profesor Caprara no daba abasto para asimilar datos tan numerosos y estrambóticos.
—Todo lo que cuentas me reafirma en la opinión que yo tengo de Olavarría —dijo monseñor Bergonzi—. Siempre me pareció un individuo crédulo, de pocas luces —se sonrió y siguió con sorna—. Claro que no es el único, basta con darse una vuelta por el Vaticano. Juan Pablo II tenía pánico de los que pensaban por su cuenta, de los inteligentes, y nombró para los altos cargos a gente incompetente o mal preparada. De mucha fe, eso sí.
—O de mucha mala fe —apostilló el arqueólogo Caprara.
—¿No exageran un poco? Me parece que se les ha ido la mano... —les regañó con sonrisa socarrona el inspector.
—¿Qué se me ha ido la mano? —fingió molestarse monseñor. Se levantó de nuevo, fue presto a la estantería de libros y en un instante localizó el opúsculo del Elogio de la locura de Erasmo. Lo blandió solemne y, mientras buscaba la cita en aquellas páginas que tenía tan leídas y releídas, repitió—: ¿Qué se me ha ido la mano? Escuchad a este hombre que no tenía pelos en la lengua —y leyó con voz pausada el breve texto—: ¡Como si los impíos pontífices no fueran los peores enemigos de la Iglesia que, con su silencio, dejan que Cristo quede desfigurado, que lo maniatan con sus leyes de mercenarios, lo adulteran con interpretaciones forzadas y lo yugulan con su vida nauseabunda! —cerró el librito, lo dejó sobre la mesa con el respeto que un discípulo maneja un tratado de su maestro y, sin comentario alguno, añadió—. Esa dura crítica no ha perdido validez, Julián. Mira tú mismo qué obispos y cardenales tenéis en España. Ni en las peores épocas hubo tanta mediocridad.
—¡Aurea mediocritas!
—Nada de aurea mediocritas. Mediocridad a secas...
Mazeres no supo explicarse por qué extraña concomitancia aquello de la aurea mediocritas le trajo a su cabeza una frase de Juan José Millás que había leído por aquellos días en el periódico: "Subes a un roedor a un rascacielos y continúa viendo el mundo desde la perspectiva de una rata". A punto estuvo de soltar la ingeniosa frase, pero se contuvo por no dar pábulo a monseñor que ya iba embalado.
—Sin embargo —prosiguió monseñor, después de aquellos puntos suspensivos—, no es eso de lo que yo quería hablaros —y cambió de rumbo—. Clonar a Cristo, manipular sus genes y producir una marioneta humana que hablase y actuase como la gente del Opus, es un plan descabellado que sólo se le puede ocurrir a una mente enfermiza. Quizá Olavarría se entretiene con comics de ciencia ficción en vez de leer a teólogos serios. ¡Pero, claro, ésos están apartados de sus cátedras o están excomulgados! A mi modo de ver, cari amici, lo gravísimo no es ese proyecto absurdo de clonar a Jesús, sino la manipulación real, día a día, que el Opus hace del Evangelio. Tergiversar la doctrina de Jesús, hacerle decir lo que nunca dijo, eso es muchísimo más grave que intentar clonar sus genes.
—Manipular el Evangelio en el sentido que usted dice —le interrumpió Mazeres—, no es cosa de hoy y sólo del Opus. Acabamos de escuchar a Erasmo acusar a los papas de adulterar el Evangelio con interpretaciones forzadas.
—Basta con leer la Historia de la Iglesia —terció tímidamente Paloma— para darse cuenta de las veces que los papas dieron y siguen dando gato por liebre.
Paloma miró su reloj de manera maquinal, quizá con la intención inconsciente de poner punto final a una charla que se enredaba por momentos. A monseñor Bergonzi no le pasó desapercibido el gesto.
—¡Es hora de comer! —dijo, y con euforia infantil continuó— ¡Hemos de celebrar el desenlace del caso san Pantaleón!
—El almuerzo corre por mi cuenta —se apresuró el inspector.
—Invito yo, y no admito desafíos —saltó monseñor—. Vamos al Trastevere que Antonella nos está esperando.
Antonella era una trattoria de ambiente familiar que monseñor y su hermana frecuentaban con cierta asiduidad. Cuando entraron, mamma Antonella salió a su encuentro y les hizo unos saludos aparatosos, como si los recién llegados fuesen cardenales.
—¿Donde siempre, monseñor?
Asintió, y los condujo a un comedor privado. Mama Antonella conocía los gustos de monseñor pero, como venía acompañado de desconocidos, les presentó la carta.
- Spaghetti a la cardinale, y el vino de siempre —ordenó monseñor sin dar pie a que nadie la consultase, y se anudó la servilleta al cuello.
Durante el almuerzo, tan pronto como el buen vino derribó las barreras y desató las lenguas, la conversación recayó de nuevo sobre el Opus, por el que monseñor mostró poco aprecio. Sus críticas, socarronas las más de las veces, mordaces otras, siempre muy bien fundamentadas y sin resentimiento, alcanzaron también a los círculos papales. A Paloma, curada de espanto, no le escandalizaban las historias y anécdotas que refería, pero sí le extrañaba que las contase con aquella franqueza y sin tapujos, poniendo nombres y apellidos a papas y cardenales.
—Monseñor —le interrumpió en una ocasión—, al escucharle, saco la conclusión de que para usted los jerarcas del Vaticano actúan como si no tuviesen fe.
El bibliotecario se puso serio, dejó los cubiertos en el plato y sus manos sobre el mantel y la miró con rostro perplejo.
—¿Sabes —se decidió al fin— cuál fue el consejo que me dio mi obispo, uno de los pocos eclesiásticos honrados que he conocido, cuando me envió a estudiar a Roma? "Giuseppe, me dijo, no seas ingenuo y no intentes allá convencer de nada a nadie. A los cardenales de la Curia no les interesa lo que tú pienses sino que la maquinaria funcione. Di lo que quieren que digas y haz lo que te dicen; y punto. Olvida tus ideas por muy brillantes que sean; y olvida lo que aprendiste del Evangelio si quieres hacer carrera. No entres en discusiones; te pulverizarán. En tu fuero interno, piensa lo que quieras". ¿Con esto he contestado tu pregunta?
—Un consejo muy práctico, el de su señor obispo; pero de un escepticismo demoledor —respondió Paloma.
—Muy duro. Certo —y, a continuación, midió muy bien sus palabras—. Paloma, en Roma a nadie le interesa ni le importa lo que tú creas. El Vaticano es un engranaje y lo primordial es que la máquina funcione in aeternum. Lo sé por propia experiencia. Fe, lo que se dice fe, habrá alguno que la tenga, no lo dudo. Por desgracia, pocos, muy pocos; créeme.
Terminado el almuerzo y larga sobremesa, los cuatro tomaron un taxi con la intención de regresar a piazza Navona pues Mazeres y Paloma tenían que recoger sus cosas y la documentación de los laboratorios que había quedado en casa de monseñor. De camino, dejaron al profesor Caprara, y monseñor cambió de opinión.
—Aún tenemos tiempo antes de que salga vuestro avión —y les propuso visitar la basílica de la Santa Maria Maggiore—. Tengo curiosidad por ver el lugar en que Escrivá tuvo la revelación del Emmanuel de la que me habéis hablado y que ha sido el detonante de esta fantástica historia. A quien se lo cuente, no se lo va a creer, por muchos juramentos que le eche.
—¡San Josemaría!, monseñor, san Josemaría! —le corrigió Paloma con una pizca de malicia.
—No me tires de la lengua, no me tires de la lengua.
Detuvieron el taxi en la amplia y luminosa plaza del Esquilino en cuyo centro se alzaba el obelisco del mausoleo de Augusto, colocado allí por voluntad del papa Sixto V, y entraron a la basílica que a aquellas horas contaba con pocos turistas. El papa Liberio la edificó a principios del siglo IV en honor de la Santísima Virgen quien le había manifestado en sueños ese deseo. Por lo visto, uno de los hobbys de María, la madre de Jesús, debía de ser la arquitectura. En realidad, fue Sixto III quien la levantó después del concilio de Éfeso. Su interior conservaba la solemne linealidad de las basílicas romanas. Dos filas de robustas columnas lisas separaban la nave central de las laterales. El artesonado, decorado con lujo, se atribuía a Giuliano de Sangallo. El magnífico pavimento a recuadros de mármol era del siglo XII. La mezcla y superposición de estilos y las numerosas remodelaciones sufridas a través de los siglos habían conferido al templo una belleza y originalidad que Paloma y Mazeres, embebidos en otros menesteres, apenas pudieron disfrutar.
Mientras se adentraban en el templo y avanzaban hacia el baldaquín que coronaba el altar mayor, el inspector refirió una vez más el relato de Gómez de San Román con mayores detalles.
—Aquí debió de suceder —se detuvo en seco, junto al altar mayor—. De ese arco triunfal que cierra el ábside se desprendió la tesela. ¡Una tesela de oro! —señaló la arcada en cuestión, decorada con bellísimos mosaicos que representaban escenas de la vida de Jesús, y todos miraron hacia arriba—. La tesela que le cayó a Escrivá de Balaguer, y que él, milagrero, tomó como signo divino, debió de desprenderse de ese mosaico de la Adoración de los Reyes.
—Milagro fue que no le diera en la cabeza —comentó irónico monseñor Bergonzi.
El mosaico de Santa María la Mayor, del siglo V, estaba inspirado, sin duda alguna, en el Evangelio armenio de la Infancia y representaba al Niño Jesús ya crecidito, sentado en un trono y recibiendo a tres personajes, ataviados con trajes persas, que le entregaban unos manuscritos en vez de los dones tradicionales de oro, incienso y mirra. A Paloma le sorprendió mucho esa insólita iconografía y pidió a monseñor que se la explicara.
—La verdad es que no sé muy bien la historia —se excusó, sin dejar de mirar a lo alto—. Creo recordar que, según el Codex Orientalis de la Biblioteca Laurenziana de Florencia —siguió monseñor estrujándose la cabeza—, los Magos, que reinaban sobre los persas, se pusieron en camino siguiendo una profecía de Zoroastro y, cuando llegaron a Belén, le entregaron al Niño el libro del Testamento de Adán que conservaban como legado precioso de sus antepasados. Al parecer, este mosaico representa esa escena —hizo una pausa—. ¿Sabíais que al menos el rey Baltasar, uno de los magos de Belén, pertenecía al clan sacerdotal de los Asclepíades?
—¿Asclepíades? ¿Quiénes eran esos sacerdotes? —inquirió Paloma.
—¿Y que los Asclepíades —siguió monseñor sin contestarle— practicaban una medicina que obraba prodigios? En el Libro del Rey Baltasar se cuenta que este sabio entregó al Niño dos cosas: un mejunje de mirra y la fórmula secreta para confeccionarlo.
—¿Sería ese brebaje el que debió de utilizar Jesús en muchas de sus curaciones espectaculares y del que él mismo bebió en la cruz? —se preguntó Paloma.
—Esa es una cuestión para la que no tenemos respuesta, yo al menos —dijo el bibliotecario y siguió—. La mirra de la que el rey Baltasar habla en su libro era una droga alucinógena. El mago la habría heredado de los Asclepíades, esos sacerdotes persas que os digo.
En un instante, Paloma relacionó todo lo que monseñor les contaba con sus particulares hipótesis que, desde el verano de París, venía sustentando.
—¿Está insinuando —le dijo, entusiasmada— que los ungüentarios descubiertos por los alemanes en Sofía contenían ese brebaje fabricado según la fórmula secreta de los Magos de Belén?
—Amiga mía —le contestó monseñor, desplazándose unos pasos, no fuese a desprenderse otra tesela del arco triunfal con menor fortuna para él de la que tuvo el fundador del Opus—, quizá tengamos que mirar hacia Oriente si queremos encontrar la clave para descifrar el enigma de la mirra que ha aparecido en la reliquia de san Pantaleón. Al menos, a eso apuntan los resultados científicos de los laboratorios consultados.
—¡Fascinante! Yo también tenía esa corazonada —exclamó encantada Paloma y miró a su novio con cierto revanchismo.
Desde que relacionó el caso de san Pantaleón con la Epifanía de El Bosco (que el holandés Breitner interpretaba en clave Adamita), Paloma no había cejado de apostar por esa pista, por más que Mazeres considerase que era una pista equivocada. Lo cierto era que los resultados de los análisis acababan de darle la razón: la reliquia no era otra cosa que mirra. Durante unos instantes permaneció absorta. Al fin, añadió:
—Al hilo de todo esto, no me cabe la menor duda de que el cuarto rey que El Bosco pintó en su tríptico de la Epifanía era una alusión encubierta a la estirpe sacerdotal de los Asclepíades, de la que usted habla. ¿No sería esa mirra lo que buscaba el arzobispo Sutherland?
—No. De ningún modo —contestó rotundo el inspector, levantando la voz sin querer.
Mazeres había seguido en silencio, molesto y casi avergonzado, las explicaciones que se daban Paloma y monseñor, y de buen grado hubiese querido rebatirlas, pues le dolía dar su brazo a torcer y admitir mirra y vino mirrado donde él, contra la lógica de los acontecimientos, aún se aferraba a la sangre. Sin embrago, los datos, la correcta interpretación de la inscripción y los resultados de los análisis echaban por tierra sus pistas y elucubraciones y cerraban de una vez por todas esa posibilidad.
—El arzobispo Sutherland no buscaba mirra ni vino mirrado —moderó su voz y siguió con tono discreto—. Los documentos nazis encontrados en los archivos secretos de Pío XII hablan clarísimamente de sangre de Cristo. Así los interpretó todo el mundo —y miró a monseñor que asintió con su cabeza—. El Vaticano y el Opus, aunque con intenciones y objetivos diametralmente distintos, buscaban la sangre de Cristo y estaban convencidos de esa realidad. El Vaticano encargó al arzobispo Sutherland la requisa de las reliquias de Himmler para destruirlas, antes de que cayesen en manos de alguna secta desaprensiva y las aprovechase para clonar a Jesús... La Prelatura del Opus encomendó al arzobispo Sutherland, miembro de su institución, misión bien diferente. Mientras el Vaticano buscaba las reliquias para destruirlas e impedir de ese modo que Jesús reviviera, Sáenz de Olavarría las quería para clonarlo y utilizarlo para sus fines.
—Así lo veo yo también —le interrumpió monseñor y se enzarzó en una enrevesada disertación—. El Vaticano tiene un miedo atroz del Jesús del Evangelio, de ese Jesús que combatió con dureza la ortodoxia judía, el Templo, a los sumos sacerdotes... El Vaticano sabe que esa actitud de Jesús y sus reproches continúan vigentes hoy y se le pueden aplicar. Nunca les ha gustado el Jesús humano y su faceta revolucionaria; por eso manipulan sus enseñanzas y las acomodan a sus intereses. Una supuesta clonación —miró a Mazeres y siguió con su discurso muy afín al del inspector—, podía revivir el Cristo verdadero y poner en un aprieto muy embarazoso a la Iglesia oficial. El Vaticano —insistió reiterativo— pudo ver en esa hipotética clonación una amenaza al imperio religioso que ha levantado sobre un Jesús falsificado, por eso decidió destruir las reliquias de su sangre. Sáenz de Olavarría, por el contrario, tenía un punto de vista muy diferente —hizo una pausa al darse cuenta de que se estaba repitiendo, así y todo optó por seguir—. Como sabéis, todo clon humano es una persona que nace sin memoria y sin experiencias, una especie de continente vacío que con el tiempo se le llena y configura. Ahí es donde el crédulo de Olavarría tenía pensado jugar su carta. Vio en la clonación de Jesús la posibilidad de manipularlo a su gusto. Una vez obtenido el clon de Jesús, el Opus lo hubiese educado en su propio "seno social", en su ambiente, moldeándolo según propia mentalidad y atiborrándolo de "Camino" —detuvo por un instante su discurso, abrió los ojos con exageración como si hubiese encontrado a última hora la idea que podía ilustrar lo que les estaba diciendo, y añadió con cierto misterio— ¿Habéis oído hablar alguna vez del programa nazi "Lebensborn"? —como Paloma y Mazeres se mirasen sorprendidos, cosa que monseñor ya había dado por segura, siguió— "Lebensborn" fue una de las operaciones nazis más siniestra. Se llevó a cabo en el más riguroso secreto tras la invasión de Polonia. El "Lebensborn", fruto del delirio filogenético de los nazis, fue concebido por Heinrich Himmler y consistía en un programa educativo cuyo objetivo era conseguir miembros "puros" que engrosaran las filas del Tercer Reich. A partir de 1939, las SS organizaron raptos de niños polacos que pudieran pasar por seres de raza aria: de buena constitución física, saludables, de piel clara, pelo rubio y ojos azules (ideal estético de los nazis). Los niños así seleccionados eran enviados a familias leales y fieles al Führer, para que les instruyesen en el idioma alemán y creciesen en la más pura atmósfera nacionalsocialista.
—Un proyecto de germanización —interpretó Mazeres.
—Un proyecto nazi de lavado de cerebro, más bien —puntualizó monseñor y continuó—. Se calcula que las criaturas arrebatadas a sus padres para ser germanizadas ascendieron a unas doscientas mil sólo en Polonia, y la mayoría de ellas jamás volvieron a ver a sus familiares... En la preselección, los niños eran sometidos a un baremo físico de 62 parámetros. Según los resultados obtenidos, eran clasificados en dos grupos: los "racialmente valiosos" y los inútiles. La suerte de estos últimos ya os la podéis imaginar: campos de concentración, trabajos forzados y el exterminio. Los que habían superado la primera etapa debían someterse a un examen de cociente intelectual; de no alcanzarlo, eran devueltos a sus casas, enviados a campos de trabajo o, en el peor de los casos, exterminados en Auschwitz.
—¡Terrible! —exclamó Paloma muy afectada.
—El abominable programa —finalizó monseñor— logró algunos éxitos parciales pero nunca el triunfo de amplio alcance que sus creadores habían esperado.
Durante unos instantes, ninguno de los tres dijo nada como si, de común acuerdo, hubiesen decidido guardar un minuto de silencio. Paloma fue la que lo rompió.
—¿Insinúa que el obispo Sáenz de Olavarría era pronazi?
—Nada de eso —contestó rotundo monseñor—. No me interpretes mal. Se me había ocurrido pensar que tal vez ese programa nazi del "Lebensborn hubiese inspirado al padre Olavarría para su "Opusdeiexperiment".
—¿Opusdeiexperiment? No está mal —repitió el inspector, acompañando sus palabras con afirmativos movimientos de cabeza—. Es un título de lo más acertado para el caso que nos ocupa.
—Es decir —continuó Paloma con tono irónico tratando de sacar consecuencias—, el Opusdeiexperiment, como usted lo acaba de apodar, tendría como objetivo fabricar un Jesús clónico que luego sería llevado a Villa Tevere para ser educado con rigor en la ideología del Opus hasta conseguir de él un Jesús a su imagen y semejanza.
—"A su imagen y semejanza", nunca mejor dicho —remachó el inspector.
De nuevo se hizo el silencio.
—Dios creó al hombre a su imagen y semejanza —se le ocurrió a monseñor una última reflexión— y Olavarría pretendía crear un Jesús a imagen y semejanza de Escrivá de Balaguer. ¡Qué necedad!, ¿verdad? Al verdadero Jesús sólo se le encuentra en los pobres de este mundo y en ninguna otra parte. Buscarlo en los ritos y ceremonias de la Iglesia de Roma o en esa esperpéntica clonación es una pérdida de tiempo.
Paloma y Mazeres se le quedaron mirando sin osar replicar a lo que a todas luces era una convicción a la que el anciano bibliotecario habría llegado después de dolorosísimas dudas y decepciones.
—Ha sido el azar —rompió el inspector el denso silencio y volvió al hilo del primer discurso—, como tantas veces ocurre en la vida, el que cruzó los caminos. Buscando la sanguis Christi, Sutherland se tropezó con el vinum myrrhatum. El arzobispo murió sin saberlo. No hace falta que les recuerde cada una de las muchas peripecias que nos han conducido hasta aquí.
De esa manera tan poco épica Mazeres y sus amigos cerraban el caso de la reliquia de san Pantaleón, recién denominado Opusdeiexperiment. Mientras se dirigían a la salida del templo, el inspector, cabizbajo, tal vez desencantado, se hizo unas preguntas alzando un poco la voz para que monseñor y Paloma las oyeran:
—¿Cuál será la versión oficial del caso, si es que se da alguna? ¿Qué papeles encontrará el investigador curioso que, al cabo de unos años, siglos quizá, se interese por el sumario del caso de san Pantaleón y cómo recompondrá esta historia?
Los otros no le respondieron. En silencio abandonaron la basílica por la puerta que se abría en la parte derecha del transepto y le dieron la vuelta por el exterior del ábside hasta desembocar en la plaza. Ya en la calle, monseñor tomó por el brazo a Paloma y Mazeres y se pusieron a caminar hacia una parada de taxis. Mazeres miró una vez más la fachada porticada de Santa María y su campanario, el más alto de Roma.
—¡Qué fiasco se habrá llevado monseñor Olavarría cuando le hayan dado los resultados! —exclamó el bibliotecario con complacencia— ¿Cómo decías tú? Se habrá dado...
—Se habrá dado un batacazo morrocotudo —repitió sin énfasis el inspector.
—¡Eso!
Valencia, 2 de marzo del 2007