23
Paloma, la compañera sentimental del inspector, era delgada, no muy alta, risueña, ojos color miel, chispeantes, pelo cortado a lo chico, pechos a la justa medida de la mano del inspector y un trasero de esos que hacen que los hombres se vuelvan. Vestía muy juvenil para su edad sin caer por ello en lo grotesco. Tenía un olor personal que la hacía reconocible aún en medio de una multitud. Y, lo más sobresaliente, era muy inteligente. Trece años más joven que Mazeres, representaba muchos menos de los que tenía en realidad. Para unos, era la novia del inspector; para otros, su pareja de hecho. La verdad es que los interesados no se habían planteado qué eran el uno para el otro.
—Nos queremos y punto —Esa era la respuesta que siempre daba Mazeres a las preguntas curiosas de sus compañeros.
Se conocieron por casualidad hacía apenas un año o poco menos en el museo del Prado, para ser más exactos en la sala dedicada a El Bosco. Ella trabajaba en la biblioteca del centro como documentalista. Aquella mañana, recién abiertas las puertas al público, el cuidador de la sala de El Bosco se dio cuenta, horrorizado, de un hecho muy extraño: El Jardín de las delicias había amanecido pintarrajeado con una esvástica. Alarmado, fue pregonando el suceso camino del despacho del director. Cuando éste llegó al lugar de los hechos, otros funcionarios ya habían acudido y contemplaban estupefactos el estrago.
—Esto es un crimen contra la cultura. ¿Quién y por qué habrá cometido semejante salvajada? —se preguntó el director, despavorido.
La misma pregunta se hacía el resto del personal apelotonado delante del tríptico, en cuya tabla central el descerebrado había pintado con spray rojo una gruesa cruz gamada. El comisario de policía envió a Mazeres, especialista en satanismo y sectas destructivas, pues, tal como le habían descrito el panorama, pensó que por ahí debían de andar los tiros. El tríptico en cuestión se encontraba en el centro de una sala no muy espaciosa que albergaba otras tablas del mismo pintor. Entre los expertos del museo que fueron convocados para esclarecer el significado de la pintada se hallaba Paloma, una erudita de la pintura de El Bosco. Al inspector le sorprendió por su sencillez y la seguridad e inteligencia con que opinaba, y no le pasó desapercibido que el staff del museo escuchaba con mucho interés lo que ella decía. Además de esas cualidades, lo que reclamó su atención fue el caminar. Nunca había visto (o no se había fijado) unas caderas que se movieran con tanta gracia y marcasen con semejante sensualidad el surco divisorio de los dos hemisferios. Esa raya más aún que el canalillo de sus pechos le encandilaron. Los ojos, la mirada, los labios, que sin ser carnosos eran sensuales e incitaban al beso, vendrían después. El inspector había oído decir que el olor corporal era lo primero que despertaba la atracción sexual, pero en su caso no fue el olfato. En aquel momento recordó el axioma que, entre bromas, repetía hasta la saciedad uno de sus colegas de comisaría y que él nunca había tomado en serio: "La parte más hermosa de la mujer es su culo, al menos la más sabrosa", y tuvo que darle la razón. Aquella parte del cuerpo de Paloma era lo que le había provocado una aceleración de su ritmo cardíaco... Así que tenía razones más que suficientes para juzgar que la bibliotecaria era la persona más idónea para hacerle unas cuantas preguntas.
—Me gustaría charlar con usted sobre este desagradable acontecimiento —el inspector se esforzó en dar a sus palabras un tono neutro y profesional.
—Por favor, tutéame —le contestó; y Mazeres creyó ver un signo de buen augurio.
Paloma lo subió a su despacho donde mantuvieron una larga conversación que desbordó con creces el interrogatorio rutinario. La juventud y frescura de alma y cuerpo de Paloma fascinó al inspector y, a medida que hablaban, éste se sentía rejuvenecer. Sus pensamientos, sus gustos, su concepción de la vida siempre habían sido los de un espíritu joven y por ello se encontraba más a gusto entre gente joven (Marc y Jorge, pongamos por caso) que con las personas de su misma edad. Congeniaron desde el primer momento, se cayeron bien y entre ellos fluyó una corriente especial (feeling lo llaman otros), que se traslucía en la iluminación de sus rostros.
Al salir de este primer encuentro, Mazeres, que siempre se había negado a admitir la teoría del flechazo, comprobó que la saeta de cupido o lo que fuese había dado de lleno en su corazón. Paloma se le había metido muy adentro, incrustado en el alma, hasta el punto de pensar en ella a cada instante. Soñaba con ella despierto y dormido, en casa y en su despacho, y en las situaciones más dispares. Imaginaba historias románticas, casi a cámara lenta. Diseccionaba en secuencias interminables el beso, desde que sus labios rozaban las comisuras de los labios de Paloma hasta que sus lenguas, babeantes de pasión, se enzarzaban en enmarañada lucha. Las fantasías románticas acababan, indefectiblemente, en cuentos obscenos. Pensó que esta emoción sentimental sería pasajera y que, como un espejismo, desaparecía a los pocos días, pero no fue así. Con sólo recordarla, su sexualidad se revolvía como no recordaba haber experimentado ni en sus años de juventud. ¿Era normal que a sus años se masturbase todos los días pensando en ella? Intentó olvidarla aplicando la medicina que para estos casos prescribían los expertos curas del Opus, pero el remedio resultaba peor que la enfermedad. ¿Cómo era posible que a sus años esa mujer, apenas conocida, se hubiese convertido en lo más importante de su vida? No era fácil desembarazarse de ella y tuvo que rendirse a la evidencia: Eros había llamado a su puerta. A un mes escaso de su casual encuentro, la telefoneó con un pretexto fútil acerca de la pintada de El Bosco. A partir de ahí, comenzaron a salir juntos.
Mucho antes de aquel 25 de julio, en que tuvo lugar el misterioso robo de la reliquia de san Pantaleón, Paloma y el inspector, saltándose etapas intermedias, habían casi consolidado su vida sentimental. Algunas noches dormían juntos pero no se habían planteado abandonar sus pisos de soltero. No obstante, cada vez con mayor frecuencia, Paloma pasaba los fines de semana en casa del inspector. También mucho antes de aquel 25 de julio ya habían planeado aprovechar sus vacaciones de verano y viajar a Paris a pasar una alocada luna de miel. La hermana del inspector les había ofrecido su apartamento y no era cuestión de desaprovechar la oportunidad. Paloma estaba entusiasmada pero él, a medida que se acercaba el día de la partida sin tener resuelto el caso, dudaba.
—O san Pantaleón o yo —le dijo ella, tajante. El inspector sabía que Paloma no se dejaba manipular y que aquella disyuntiva había que tomársela en serio.
—Planteadas así las cosas, no hay vuelta de hoja. El affaire de San Pantaleón tendrá que esperar. Si París, bien vale una misa; Tú y París juntos valéis muchísimo más.
El apartamento de la hermana de Mazeres formaba parte de un bloque de viviendas modestas del XVIIIe. arrondissement, boulevard de la Chapelle, en las faldas mismas de Montmartre. Los balcones daban justo sobre la estación del metro Barbès-Rochechouart, una de las más bulliciosas y variopintas de la banlieu de París. En frente, tejados grises de cinc y pizarra y el Louxor-Palais du cinema, del que sólo quedaba su rimbombante nombre. Desde el balcón, a la izquierda, se divisaba el campanil del Hôpital Lariboisiere y un poco más allá la gran techumbre de la Gare du Nord, por donde habían llegado. Si se dejaba caer la vista sobre el bulevar, se veía la gente siempre apresurada que a cualquier hora del día entraba, salía, subía y bajaba por las escaleras mecánicas de la estación. Los miércoles y sábados, días de mercadillo, aumentaba el bullicio a causa del gentío que acudía a los tenderetes ubicados bajo el puente de hierro de la línea 2. Al anochecer, Mazeres se entretenía escudriñando las buhardillas y ventanas del otro lado de la calle. En cada uno de esos rectángulos de luz, recortados en la noche, podía contemplar secuencias diferentes con las que, a partir de lo que veía, urdía tramas de historias rocambolescas. Aunque no tenía la pierna escayolada como James Stewart en La ventana indiscreta, sentía su misma fascinación. Siempre le habían atraído las ventanas abiertas. ¿Simple pasatiempo? ¿Curiosidad morbosa? ¿Quizá un instinto inconfesable de voyeur?
En ese mismo distrito 18 vivió Henri Charrière, el autor de Papillon. El barrio de ahora quizá no difiriera mucho del que él conoció. Las aceras de Rochechouart y de la Chapelle llenas de pequeños comercios y bazares, el mercadillo junto a la boca del metro con sus tenderetes, las aglomeraciones, su colorido y gritos reproducían la atmósfera de un zoco árabe. A Paloma y Mazeres les divertía comprar allí y también en el Marché de Jean donde encontraban frutas y verduras a buen precio.
Paloma fue a París dispuesta a que sus noches resultasen memorables. Desde el primer momento que se conocieron, adivinó ella que Mazeres, a causa de sus fantasmas y represiones, vivía encorsetado y a penas había disfrutado del sexo a pleno pulmón. París, con su erotismo y el aire de permisividad que transmitía, era el lugar más apropiado para hacerle superar la mojigatería que arrastraba. Algunas veces, después de cenar (la iniciativa siempre partió de ella) bajaban a Pigalle, que les quedaba tan a mano, y entraban al azar en alguna de tantas salas dedicadas al sexo y sus picarescas. A la vuelta, prendían palitos de incienso, encendían velas olorosas y a su luz se sumergían en la bañera. Entre susurros se confesaban sus apetencias más secretas. Mazeres alucinaba. Nunca se hubiese imaginado que sería capaz de hablar con alguien de sus intimidades sexuales y de realizar algún día sus sueños y fantasías; y ahí estaba Paloma, esa mujer osada y sin complejos, que le escuchaba entusiasmada, sin echarse las manos a la cabeza, dispuesta a complacerle y compartirlos. Nunca sospechó que la pasión, noche tras noche, pudiera alargarse hasta el alba.
—Desde que leí que la Inquisición condenaba a la hoguera a los que practicaban el osculum nigrum, he pensado que debe de ser un bocado exquisito cuando lo castigaba con tanta saña. Me ha obsesionado, pero nunca me he atrevido —le confesó Mazeres, sonrojándose—. Cuando esta noche he visto con mis propios ojos cómo aquellas parejas se abrían las carnes y se lamían... La boca se me hacía agua.
Sus palabras evocaban la orgía que recién habían presenciado en un club privado donde chicos y chicas de hermosos cuerpos y sexos en flor montaron espectaculares números circenses que ellos nunca hubiesen podido imaginar, y que los espejos de techo y paredes multiplicaban hasta el infinito, creando un voluptuoso paraíso en que todos los espectadores estaban sumergidos. Muchos, estimulados por el champán que corría a mares y arropados por la penumbra que se fue creando, no necesitaron ser alentados por los strippers para quitarse la ropa y participar con entusiasmo en aquella loca bacanal. Paloma y Mazeres estuvieron en un tris de despendolarse, pero el champán no fue suficiente para vencer su timidez; al fin, prefirieron ir a casa y ensayar en la intimidad algunas de aquellas escenas.
—¡Placer de dioses! —exclamó satisfecho y feliz el inspector al probar el beso negro por primera vez — Tenía razón mi colega cuando decía que el culo de la mujer es su parte más sabrosa.
—No sólo el de la mujer —se rió ella.
Hacía un buen rato que la gata Flor les observaba curiosa desde la puerta y con discretos maullidos para no ser impertinente reclamaba su comida. A Mazeres no le gustaban los animales pero Flor lo ganó pronto con sus zalamerías. Cada noche se metía en la habitación de ellos, y si encontraba la puerta cerrada, la arañaba hasta que se la abrían, saltaba sobre la cama y dormía a sus pies; otras veces, más fresca, se arrellanaba en la almohada. Desde el primer día, formaron un ménage à trois.
—¿Qué pensará este animalito al vernos hacer el amor? ¿Te has fijado? No nos quieta el ojo de encima —dijo Paloma, mientras fumaba con deleite su cigarrillo.
—No sé qué pasará por su cabeza; pero sí sé lo que pensaría Escrivá de Balaguer.
—¿Cómo se te ocurre ahora pensar en ese hombre?
—Pues ya ves. Jugadas del subconsciente. Me han venido a la mente unas frases suyas que se me quedaron grabadas y que durante mucho tiempo, años, me han estado amargando la vida. "Entre los lujuriosos dominan los tímidos, egoístas, falsarios y crueles, que son características de poca virilidad".
—¿Qué dices? —contestó ella, estupefacta, y, después de aspirar profundamente, echó sobre su cara una larga bocanada de humo.
—¿Soy yo falso, egoísta y cruel? —prosiguió Mazeres y, sin esperar a que le respondiese, dijo con sonrisa de complicidad—: Porque lujurioso, reconozco que lo soy.
—Eres una persona normal. Quizá el que no lo fuese tanto fuese él. ¿A qué viene todo eso?
—A veces, sin saber porqué y en los momentos más inoportunos, ocurren estas cosas. Desconozco los intrincados mecanismos del subconsciente —le quitó de la boca el cigarrillo y echó una calada—. Ahí verás lo hondo que calaron los sermones con que a toda hora nos bombardeaban en el Opus. Para Escrivá de Balaguer, los que disfrutan de los placeres carnales son pobres desgraciados, aquejados de una triste enfermedad. Esa gente le daba asco y tanta lástima como la que le producía un niño deforme con la cabeza gorda, gorda, de un metro de perímetro.
Paloma no pudo reprimir una sonora carcajada.
—¡Ese tío estaba pirado!
—No te rías. Lo que te digo es real. No me he inventado nada. Son palabras suyas textuales.
—¡Dios mío, ese hombre era un reprimido! —dijo ella y, acto seguido, se sumergió en el agua tibia.
—Un reprimido y un represor —se dejó hacer—. Y, ahora, nos lo colocan en los altares como si fuera un santo. ¡Menudo modelo de santidad!
Paloma sacó la cabeza, peinó sus chorreantes cabellos con las manos y se acarició los senos para provocarle.
—¡Los que lo han canonizado, vaya ojo clínico que han tenido! —se abrazó a Mazeres, y, sin dejar por un momento de jugar, añadió mordaz— Estoy hasta el moño de la moral estrecha de la Iglesia, de las monjas y sus ñoñeces, de esos viejos carcamales lascivos que en privado se relamen de gusto y en público condenan a todo quisque... Ven y mete tu diablo en mi infierno que no hay modo más excelente de servir a Dios... —le recordó el cuento de Boccaccio acerca del monje Rústico, mientras con gran maestría se sentaba a horcajadas sobre él— Carpe diem, Julián! ¿Qué mejor cosa podemos hacer en este valle de lágrimas?
Miau gruñó la gata por enésima vez. "¿Qué harán estos dos tanto tiempo metidos en el agua?", debió de preguntarse Flor, que nunca conocería los goces del amor porque su dueña la había esterilizado.
Un día, mientras almorzaban en casa cara a la televisión, escucharon el siguiente titular: "Hallan un cine-restaurante secreto en el subsuelo de París". La noticia les pareció pintoresca.
—¿Un cine-restaurante secreto en el subsuelo de París?
—Puede que los informativos de aquí también echen mano de esa clase de acontecimientos para cubrir la escasez de noticias del verano —se le ocurrió a Mazeres.
Por la tarde, en el café cercano que solía frecuentar, el inspector se sentó en la mesa de costumbre y hojeó la prensa. La noticia que había escuchado en la televisión encabezaba la página de sucesos. Leyó con atención el texto y le pareció que el hecho tenía mucho mayor calado.
La policía de París ha encontrado por casualidad la sede de una supuesta sociedad clandestina en una enorme caverna inexplorada que se encuentra en el selecto distrito 16e. Los agentes policiales ignoran quiénes la han construido o utilizado, lo que constituye uno de los más enigmáticos descubrimientos que se han producido recientemente. "Hay cruces gamadas pintadas en el techo. Quizá se trate de alguna sociedad secreta; pero no tenemos ni la más remota idea", declaró ayer un portavoz.
—Cruces gamadas pintadas en el techo —repitió y, sin pretenderlo, recordó la escena de Pieter, muerto en el monasterio de la Encarnación, con su esvástica tatuada en el brazo.
A renglón seguido el periódico daba cuenta de cómo se había descubierto el hecho:
Miembros de la brigada responsable de la vigilancia de los túneles, cuevas, galerías y catacumbas que hay en París se toparon por casualidad con ese complejo subterráneo cuando efectuaban un registro rutinario bajo el Palacio de Chaillot. Después de entrar en la red de cavernas a través del sumidero que hay junto a Trocadero, los agentes vieron una lona que decía: "Obras. Prohibido el paso". Detrás de la lona había un túnel, y en él descubrieron una cámara de televisión de circuito cerrado. El mecanismo también activaba una cinta grabada con ladridos de perros, cuyo objetivo era ahuyentar a los intrusos.
Más adelante, el túnel desembocaba en una especie de anfiteatro excavado en la roca de unos 400 metros cuadrados y situado a 18 metros de profundidad. La policía encontró aquí una gran pantalla, equipos de proyección y cintas de video.
Una cueva contigua de menores dimensiones la habían convertido en un restaurante-bar. Había mesas, sillas y botellas de güisqui y de otras clases de bebida detrás de la barra. "Todos los equipos funcionaban gracias a un sistema eléctrico instalado por profesionales. También había, al menos, tres líneas telefónicas", dijo el portavoz.
Tres días más tarde, cuando la policía regresó al lugar acompañada por expertos de la compañía de electricidad de Francia para comprobar de dónde provenía el suministro eléctrico, encontraron que tanto las líneas telefónicas como los cables eléctricos habían sido cortados; y en el suelo una nota que decía: "No intentéis encontrarnos".
Mazeres encontró sumamente interesante la noticia, y se llevó a casa el recorte del periódico para comentarlo con Paloma. Se lo leyó en voz alta, mientras ella trajinaba en la cocina.
—Supongo que ese "no intentéis encontrarnos" es un desafío lanzado a la policía. ¿Cómo se lo habrá tomado? —dijo el inspector
—¿Un desafío o una amenaza? —le contestó Paloma y se dio cuenta de que Mazeres no la estaba escuchando— ¿En qué piensas? ¿Qué estás tramando?
—Esta tarde podíamos ir a visitar les Catacombes —y se justificó—. Por unas galerías semejantes a ésas se han desarrollado los hechos que denuncia el periódico.
—Me lo temía —a Paloma no le entusiasmó demasiado la idea—. Estás pensando en el caso de la Encarnación.
—Puede que sea deformación profesional, pero eso de que hayan aparecido esvásticas pintadas...
—Te recuerdo que no estamos en Madrid ni tú estás de servicio.
—Lo sé, lo sé —se disculpó sin convencimiento alguno ni dar su brazo a torcer.
La visita a las catacumbas de París, como le recordó Paloma, no la habían incluido en sus planes porque no veían qué atractivo podían encerrar. Las de Roma, relacionadas con las persecuciones de los cristianos, poseían un interés histórico, pero éstas eran tan sólo un simple osario. Sin embargo, ahora, después de la noticia, despertaron la curiosidad del inspector. Una curiosidad irreductible.
A la puerta de casa, tomaron la línea 4, dirección Porte d'Orleans, y bajaron en Denfert-Rochereau. En el número 1 de la plaza que lleva ese mismo nombre se encontraba la entrada de les Catacombes. Bajaron la fría escalera helicoidal de estrechos peldaños que parecía no tener fin (20 metros bajo tierra, les advirtieron en la entrada), luego siguieron por un túnel en penumbra, de techo bajo y suelo embarrado en algunos puntos, que, en la soledad que lo recorrieron, se hacía interminable. Por fin llegaron a una especie de plazoleta donde partía el cementerio propiamente dicho.
—Nunca antes —dijo en voz baja Paloma, respirando hondo—, ni cuando descendí a una cámara mortuoria de una pirámide de Egipto, había sentido tanta claustrofobia. No se ve ni un alma.
—¿Quieres que volvamos atrás? —deseó que dijera sí.
De haberlo dicho, Mazeres no hubiese puesto el menor inconveniente.
En el dintel que debían atravesar para adentrarse en los pasadizos mortuorios, se tropezaron con un rótulo imperativo: "Arrête, c'est l'empire de la Mort". Esta bienvenida siniestra les resultó de poco consuelo y no hizo sino aumentar el desasosiego que traían. Sus ánimos estaban bajo mínimos. Paloma se agarró con fuerza del brazo de su compañero y comenzaron el recorrido, sin apenas dirigirse la palabra, ni tan siquiera bajito, no fuese que el más imperceptible eco produjese un cataclismo y las miles de toneladas de piedras que tenían sobre sus cabezas se les viniesen encima. La idea de morir sepultados les cortaba el aliento. Mazeres había leído en el folleto divulgativo que a finales del siglo XVIII se clausuraron los grandes cementerios intra muros de París por razones de salubridad pública. En el des Saints Innocents, por ejemplo, sus gigantescas fosas comunes llegaron a alcanzar dos metros y medio sobre el nivel de la calle. El olor pestilente de los cadáveres resultaba insoportable y los médicos de la Sorbona alertaron sobre los riesgos de una epidemia. Así que en 1780 el Ayuntamiento decidió trasladar los despojos de este cementerio y de otros muchos a las antiguas canteras de la Tombe-Issoire que Paloma y Mazeres se disponían a recorrer aquella tarde. El inmenso osario municipal de kilómetro y medio de longitud se creó aislando parte de unas galerías del subsuelo de París. A uno y otro lado de esos pasadizos, se acumulaban los más de seis millones de esqueletos ordenados en pilas de macabra estética que, en algunos lugares, alcanzaban los treinta metros de altura. En aquel extraño cementerio apenas encontraron símbolos religiosos a no ser ciertas cruces hechas con los mismos cráneos. Hubo algunos lugares curiosos, como la Crypta du Sacellum con el autel des Obélisques, de inspiración masónica. La Crypte de la Lampe sépulcrale, así denominada por la hoguera que en otro tiempo ardió para activar la circulación del aire en el subsuelo. La Crypte de la Passion, en recuerdo del concierto clandestino que en 1897 dieron allí 45 miembros de la Ópera.
El paseo resultó macabro y desagradable, y sirvió poco para que Mazeres se hiciese una idea de la cantera subterránea a la que aludían los periódicos.
—¿Por qué no telefoneas a Claud? —le sugirió Paloma, al ver el interés que aquel acontecimiento había despertado en él— Lo más seguro es que él haya intervenido en ese caso.
Claud Mansart, policía de Paris, y el inspector Mazeres habían coincidido en algunas convenciones internacionales sobre sectas dañinas; y la amistad entre ambos iba más allá de la pura relación profesional. En el último simposio, celebrado en Canadá, Paloma acompañó a su novio y fue allí donde conoció a Claud, recién divorciado, que se les pegó como una lapa. Paloma lo arropó mucho y formaron un trío muy bien avenido.
—Lo había pensado, pero me da reparos.
—¿Reparos? —dijo ella— Si se entera de que estamos aquí y no le hemos llamado se va a enfadar. Se alegrará mucho de vernos.
El argumento de Paloma era irrebatible. Mazeres telefoneó a Mansart, concertó un encuentro y quedaron en verse al día siguiente y almorzar los tres en el Centre Georges-Pompidou. "Allí, le dijo su amigo, sin necesidad de entrar en el museo ni en ninguna de las salas, podemos comer en el restaurante con la mejor vista sobre París".
Como era de esperar, la conversación pronto derivó hacia asuntos de su trabajo y los dos policías intercambiaron impresiones. Mazeres le contó, a grandes pinceladas, el rocambolesco caso de la reliquia de san Pantaleón. Apenas nombrarle al santo, Mansart le interrumpió:
—Por si puede servirte de algo, te diré que en Chartres hay una hermosa vidriera de san Pantaleón. De todos modos, no dejéis de visitar la catedral, no está lejos de París. Vale la pena.
El caso de San Pantaleón con tantas incógnitas sin cerrar interesó mucho a Mansart y le hizo al inspector un sinfín de preguntas y consideraciones hasta el punto de casi olvidarse del suculento magret de canard aux pommes que él mismo les había recomendado. En ese clima de animada conversación, al que ayudó mucho las dos botellas de champán que se bebieron, no resultó difícil a Mazeres colar el caso de las catacumbas que tan intrigado lo tenía.
—¿Qué hay de ese restaurante clandestino que habéis encontrado en el subsuelo del 16e. arrondissement, cerca de la plaza del Trocadero? —le preguntó— ¿Guarda relación con alguna secta satánica?
—¡Qué pronto te has enterado! Debes de tener hipertrofiado el olfato —se rió Mansart.
—Pura casualidad. Escuchamos la noticia en la televisión.
Desde la terraza, donde almorzaban, tenían una espléndida vista de los tejados de París. A lo lejos, sobre la colina de Montmartre, la basílica del Sacré-Coeur; más hacia la izquierda, la torre Eiffel y la de Montparnasse; más cerca, la iglesia de St-Eustache. La camarera retiró el servicio y les tomó nota para los postres.
—El asunto es de lo más chocante —le dijo el policía francés—, pero no creo que sea éste el momento más oportuno para hablar de estas cuestiones. Estamos aburriendo a Paloma.
—No, no. En absoluto —le replicó ella, complaciente.
—Si sentís curiosidad por este asunto —y miró a Paloma— lo mejor será que mañana vengáis a mi despacho. Allí tengo los planos de la galería, fotografías de la cueva, vídeos y algunos extraños documentos que hemos encontrado. Siempre será más cómodo verlo en mi despacho que verlo in situ. Bajar a las galerías subterráneas y transitar por ellas, algunas muy angostas y llenas de barro, no es una excursión agradable.
—Y que lo digas —le respondió Mazeres, a la par que estrechaba la mano de Paloma que tenía posada sobre la mesa—. Algo de eso ya sabemos. Hemos bajado a las catacumbas.
—Vaya sitio para llevar a una dama —Mansart no perdía ocasión para mirar a Paloma; continuó—. Como puedes suponer, hay mucho más de lo que hemos declarado a la prensa. Por no alarmar...
—Claro, claro. Me lo imaginaba —dijo Mazeres y le ofreció su ayuda—: Si puedo echarte una mano... Ya sabes que soy un experto en sectas y satanismo. Al menos así lo acreditan los diplomas que poseo —se rió, burlón.
—Nunca vendrá mal tu opinión. Tus consejos me pueden ser útiles —y con una chispa de deseo, quizá el champán le había ayudado a desinhibirse, miró casi con descaro a Paloma que le recompensó con una sonrisa—, pero no me había atrevido a pedírtelo por no arruinaros las vacaciones.
—Por mí no hay inconveniente —contestó ella y besó a Mazeres en la boca—. Desde que conocí a Julián, me he integrado tanto en su trabajo que casi me siento una más del cuerpo de policía.
Se rieron. Los tres estaban un poco achispados y tenían la risa floja. Tomaron sus postres y sus cafés. Mansard y Mazeres discutieron por la addition, que pagó aquél a pesar de las vivas protestas de éste. Descendieron luego por la escalera mecánica de la gran tubería de cristal y, ya en la plaza, se volvieron a echar otra mirada al museo.
—Tiene todo el aspecto de una refinería —comentó Mazeres.
—Nos hicieron creer que el centro Georges Pompidou aumentaría el nivel y la calidad de la producción cultural, pero fue puro engaño...
—¡Los políticos con sus mentiras y su grandeur! —dijo Paloma en voz casi inaudible.
—La realidad es que, después de treinta años, este artefacto cultural, feo e improductivo, resulta ruinoso y nadie sabe cómo deshacerse de él. Igual un día de estos lo transforman en una gran fábrica de charcutería. "Embutidos Georges Pompidou" —dijo Mansart mientras con un gesto admirativo señalaba la iglesia de estilo gótico flamígero de St-Merri que tenían enfrente, para que establecieran comparaciones. Creyó que sus amigos aplaudirían la gracia, pero se limitaron a callar.
Dejando a sus espaldas el Georges Pompidou, se dirigieron hacia la plaza de Stravinsky, un remanso de paz. El estanque de aguas claras y tranquilas con las esculturas móviles y coloristas que evocan las obras del gran compositor, en movimiento a aquella hora, también contrastaba con la seriedad de Saint Merri.
—A Paloma le encanta este tipo de cosas —dijo Mazeres, y el francés pensó que se refería a los móviles de la fuente que ella contemplaba— No, no, me refiero a las aventuras policiales. Mañana la llevaré conmigo.
—Estupendo —contestó Mansart y se dirigió a Paloma—: ¿Estás fuerte en la pintura de El Bosco? —y, sin esperar respuesta, añadió— Puede que también haya trabajo para ti.
La propuesta la sorprendió. Miró con complicidad a Mazeres, que la llevaba ceñida por la cintura, y metió su mano juguetona en el bolsillo trasero de los jeans de él.
—¿El Bosco? —exclamó alborotada, sin saber a qué venía esa pregunta— Es uno de mis pintores favoritos.
—Precisamente en la sala de El Bosco fue donde nos conocimos —la interrumpió Mazeres.
—Bueno, no es que sea una experta —confesó Paloma con falsa humildad— pero estoy familiarizada con sus tablas. Es un pintor fascinante.
—¡Fas-ci-nan-te! —repitió el policía francés.
A Paloma no se le escapó el énfasis con que Mansart había repetido su adjetivo.