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El inspector Mazeres pensó que, para no preocupar al padre Mendez y a sus amigos, ni comprometerles, lo más prudente sería ocultar por el momento el chateo que había mantenido. Por otra parte, sin embargo, reconocía que solo no podía llevar a cabo la investigación cada día más y más enredada. La situación se volvía insostenible, así que, después de sopesar los pros y contras, decidió hablar. Aprovechó, pues, una tarde de relativa tranquilidad en la comisaría para salir con Jorge y Marc a una cafetería cercana y contarles lo sucedido.

—Se te ve muy afectado. ¿Amedrentado, quizá? —le dijo Jorge, después de haberle escuchado.

—¿Amedrentado, dices? ¡Asustado!, esa es la verdad —se sinceró Mazeres— Sin embargo, no estoy dispuesto a tirar la toalla.

—Vamos, hombre, no tienes por qué apocarte —le animó Marc, quitando hierro—, ya sabes lo fanfarrona que es la gente cuando se parapeta detrás del anonimato.

Marc tenía 28 años; era de estatura media y tiraba a pelirrojo. Había cursado sus estudios de bachillerato en el colegio tarraconense de Turó, regentado por gente del Opus. Su padre, hombre de negocios, no encontró mejores mentores para su hijo, y a ellos les confió su educación. Estos curas, según le habían garantizado unos supernumerarios, empresarios amigos suyos, tenían sobre los asuntos de dinero una visión aguda y moderna. "Del colegio del Opus, tu hijo saldrá hecho un hombre de provecho y con buenas amistades, muy útiles el día de mañana", le aseguraron. Marc, en efecto, salió de allí hecho un hombre, pero un hombre rebotado, harto de misas, rosarios y confesiones. Con alergia a todo lo que oliese a sotana. Nunca más volvió a pisar una iglesia. Recordaba aquellos tiempos con un punto de rencor. Sus experiencias eran muy afines a las vividas por Mazeres y ayudaron mucho a fraguar una buena amistad entre ellos.

—El neonazi del chat, que eso me pareció —expuso Mazeres las conclusiones a las que había llegado—, debe de estar al corriente del caso de la reliquia, tenía datos... Quizá intervino en el robo, quizá fue el asesino...

—Quizá todo ha sido pura casualidad —objetó Jorge.

—¿Demasiada casualidad, no crees?

—No te precipites, Julián. A veces, el miedo hace ver visiones. No es buen consejero —le amonestó Marc con afabilidad—. Hay que poner los pies en tierra y no andar con fantasías y suposiciones.

—¿Os parecen imaginaciones mías lo que os cuento?

—Pues la verdad, y sin ánimo de llevarte la contraria, yo diría que sí.

—¡Hay que hacerse con ese hijo de puta! —el exabrupto, en boca del inspector, sonaba a forzado.

—Como quieras. Si así te quedas más tranquilo —transigió Marc.

—Técnicamente no es imposible —dijo Jorge, facilitándole las cosas—. Bastará con averiguar su IP.

—¿IP? A mí háblame en cristiano.

—Para que lo entiendas —y le explicó con pocas palabras—. El IP es el carné de identidad de un ordenador. Cuando Thanatos ha entrado a ese chat, su dirección ha quedado registrada. Lo mismo ha ocurrido contigo. Las webs que albergan foros, como esa de esoterismo a la que habéis accedido, almacenan los IPs de sus usuarios. No es difícil averiguarlo. Es cuestión de tiempo y paciencia. Los servidores de la red nos pueden facilitar su dirección y teléfono personal. Ahora bien, si el tal Thanatos ha chateado desde un cibercafé o algún otro establecimiento publico similar la cosa ya es mucho más difícil, por no decirte imposible. De todos modos, se puede intentar.

—Con mucho cuidado —advirtió Marc—. Los IPs son datos protegidos por la ley y no se pueden investigar sin una orden del juez.

—Bueno, no hilemos tan fino —replicó Jorge.

Después de esta conversación teóricas, pasaron a las posibilidades reales de llevar a cabo el plan. Sus amigos le hablaron entonces de sus contactos con una tal Nieves Hidalgo de la BIT del Cuerpo Nacional de Policía, hacker de gran pericia y buena amiga.

—A Nieves le hemos echado una mano en más de una ocasión. Nos debe favores. Ya veras qué pronto nos localiza a ese hijo de puta —repitió Jorge el exabrupto.

En efecto, al cabo de unos días, Nieves Hidaldo les proporcionó la línea telefónica del ordenador desde el que Thanatos había chateado. Por suerte, la línea correspondía a un domicilio particular, una persona física.

—¿Ha sido difícil? —preguntó Mazeres sin pizca de curiosidad.

Jorge y Marc le explicaron los pasos que Nieves Hidalgo había dado y los que ellos tuvieron que dar. A Mazeres, que no estaba familiarizado con las nuevas tecnologías, le resultaba complicado y se aburría.

—En resumidas cuentas —replegó velas Jorge, al advertirlo—, tenemos el nombre y el domicilio del interfecto que es lo que tú querías.

Mazeres y sus colegas estaban reunidos en una cafetería de los alrededores de la plaza Mayor (antiguo café remodelado), que terminó convirtiéndose en sitio de sus tertulias clandestinas. Habían descubierto, al fondo del establecimiento, un rincón muy discreto. Quizá en ese mismo lugar, conspiradores del siglo pasado fraguaron algún complot. Ese día, aunque todavía era demasiado temprano, pidieron unas cañas que no venían mal para el verano que soportaban.

—¿Cómo dices que se llama nuestro hombre? —preguntó Mazeres mientras se remangaba las mangas de su camisa.

Jorge sacó un viejo ticket de consumición en el que había escrito los datos, y se lo puso delante.

—¿Federico Muño-Fierro González? —leyó el inspector e hizo un gesto de incredulidad.

—¿Lo conoces? —le preguntó Marc— ¿Te suena de algo?

El inspector se encogió de hombros. No se atrevió a aventurar la duda que le había asaltado.

—No sé, su apellido me resulta familiar —dijo al fin, sin desvelar la causa de sus sospechas.

Mazeres permaneció taciturno y habló poco en aquella reunión. Los otros, no mucho más.

—¿Qué piensas hacer? —le preguntó Jorge sin demasiado interés.

—De momento, nada. Ya veremos más adelante qué cosa se nos ocurre.

Apuraron sus cervezas casi sin saborearlas. Tenían prisa.

Al llegar a casa, ya de noche, Mazeres abrió las ventanas, se quitó la ropa, cogió la cerveza más fría que había en la nevera y se echó en el sofá. Estaba reventado, no por el trabajo sino porque le achantaba el calor sofocante.

—¿Qué tal mi amor? ¿Cómo te ha ido el día? —y a través del móvil entró en contacto con Paloma.

Su cuerpo, estresado, le pedía a gritos una buena sesión de relax como cada día al llegar esas horas. La conversación con su novia era un verdadero bálsamo. En ocasiones especiales, Paloma se valía de la webcam y ofrecía a su amigo sesiones de strip-tease que le dejaban turulato. La primera relación íntima, precisamente, la tuvieron a través de Internet, cosa que jamás hubiese pensado que fuese posible. Una "cópula cibernética" la llamaron ellos. Pero esa noche el inspector no estaba para jueguecitos eróticos. Cerró el móvil no sin echar una última mirada a Paloma que desde la pantallita le enviaba un beso, con sonrisa cómplice. Se levantó a por otra cerveza, y en el corto trayecto del sofá a la nevera, le vino a la cabeza el ticket que le había entregado Jorge.

—¡Muño-Fierro! —se sorprendió de nuevo— ¿No estará emparentado este individuo con el arzobispo facha que en 1943 era capellán de la Encarnación?

¡Casualidades!, se hubiese burlado Jorge de haber escuchado al inspector. Pero lo sorprendente, reflexionaba Mazeres, es que el mundo no funciona a base de causa-efecto sino a golpes de azar. Estaba cada vez más nervioso. Buscó una tercera cerveza. Para ayudarse a desconectar, cogió el periódico del día que no había tenido tiempo de leer y se puso a hojearlo. Llevado de su deformación profesional, fue directo a la sección de sucesos a ver qué cosas habían ocurrido en la calle. En un rincón, perdida entre otras gacetillas, se tropezó con una que con toda seguridad habría pasado desapercibida a la mayoría de la gente.

Ayer, a las 4 de la tarde, en Villa Tevere, sede romana de la Prelatura del Opus Dei, viale Bruno Buozzi, 63, se celebraron las solemnes exequias del arzobispo Jonh Sutherland.

- ¡El arzobispo John Sutherland! De modo que su cuerpo lo trasladaron a Roma ¿Cómo se las arreglarían? —se preguntó, y miró al techo como si de allí tuviera que caerle la respuesta— ¿En la valija diplomática? —se rió de su ocurrencia— ¿Por qué han insertado esta nota en un diario español, cuando el nuncio había llevado el asunto en el más absoluto de los secretos?

Releyó el breve texto varias veces por ver si contenía algún mensaje críptico. Llegó a la conclusión de que el texto, tal como estaba redactado, sólo podía interesar a alguien que anduviera en el negocio. ¿Pero qué clase de negocio? Descolgó el teléfono.

—Ahora sabré si la gacetilla es cosa de la redacción o se trata de una nota remitida.

A punto de marcar el número del periódico, se volvió atrás. Él había sido apartado del caso de la reliquia y no llevaba el del arzobispo Sutherland; esa llamada podía ser una imprudencia que le delatase. Durante unos minutos estuvo haciendo cábalas. Al fin, llamó al capellán de la Encarnación.

El padre Méndez cogió el teléfono. Mazeres advirtió en su voz que su llamada le había sobresaltado.

—Soy Mazeres. ¿Le he asustado?

—Si he de serte sincero —trató el capellán de poner una voz amable— te diré que no acostumbro a recibir llamadas a estas horas. Ya sé que no es demasiado tarde para los que vivís en el mundo, pero debes comprender que en el monasterio nos retiramos a la hora en que las gallinas suben al palo. Me alegro de escucharte. ¿Pasa algo?

—Perdone, lo que quería comentarle lo hubiese podido hacer mañana; pero no he sabido controlarme.

—Tú dirás.

El inspector cambió de parecer sobre la marcha y, en vez de comentarle la gacetilla del periódico, le contó su chateo por Internet y lo que había averiguado.

—¿Cree usted que este Federico Muño-Fierro González puede ser pariente del arzobispo castrense, el antiguo capellán de ese monasterio?

—Lo es, en efecto —le contestó sin dudar—. Sí, sí. Es sobrino del arzobispo y un buen amigo de este monasterio. Casi todas las semanas viene por aquí y pasa largos ratos en el locutorio charlando con sor Adelgard.

—¿Adelgard? Ese nombre suena a alemán.

—Es que sor Adegard lo es. Vino al monasterio con otras dos, ya fallecidas, allá por los años cuarenta.

—¿En 1943, cuando los oficiales de las SS visitaron el monasterio?

—En efecto. Veo que tienes buena memoria. Las tres vinieron con ellos y se quedaron aquí.

Mazeres frunció el ceño. Algo debió de notar el capellán a través del teléfono.

—¿Algo va mal? —preguntó.

—Nada de eso. Sólo que, a medida que pasan los días, este asunto de la reliquia se enreda más y más.

Y le contó la muerte extraña del arzobispo irlandés John Sutherland y la nota encontrada en su bolsillo y la gacetilla, no menos extraña, que acababa de leer en el periódico de ese mismo día. El capellán, siempre tan curioso, no preguntó nada.

—¿Qué tratas de insinuar? —se limitó a decir.

—Nada. Nada —Mazeres captó que estaba molestando al pobre anciano—. No sé, me parecen demasiadas casualidades. Malpensado que es uno.

—Piensa mal y acertarás —le respondió.

El padre Méndez le contestó todo el tiempo con frases breves y evasivas, señal inequívoca de que ni eran horas ni tenía ganas de conversar. Después de un rato de charla, Mazeres aún se atrevió a pedirle una vez más que continuase la investigación en los archivos del monasterio; y que con toda discreción tratase de averiguar lo que pudiera sobre la monja alemana.

—¿Insinúas que tiene algo que ver con el robo de san Pantaleón?

—No sé.

—Me parece, Julián, que estás exagerando. ¿No te habrás obsesionado y ves fantasmas donde no los hay?

El padre Méndez fue el primero en colgar.