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Mazeres era un inspector inteligente, perspicaz y de buen olfato como reconocía el personal de la comisaría, y sus corazonadas, no siempre bien recibidas, acababan dándole la razón. Lo que el inspector no podía sospechar en aquellos días era que el robo de la reliquia de san Pantaleón se había planeado años atrás y en un lugar bien lejos de Madrid. Sáenz de Olavarría, actual jefe de la Prelatura del Opus y en tiempos lejanos custos de su fundador, tampoco pudo imaginar que aquel "Emmanuel" melifluo que escuchó de boca de monseñor en la basílica de Santa Maria la Mayor iba a ser el origen de un plan estratégico de largo alcance. Como tantas veces sucede en la vida, todo fue fruto de una conjunción de casualidades. Por un lado, estaba la experimentación con células madres que, desde la clonación de la oveja Dolly en 1997, había dado lugar a una carrera imparable en la biogenética. En los laboratorios más avanzados de todo el mundo, a la luz del día o en secreto, no sólo se proseguía con la clonación de animales sino que ya se había comenzado con la de embriones humanos como era el caso del profesor Hwang Woo-suk, científico coreano, que, según él mismo afirmaba, había sido el primero en clonarlos con fines terapéuticos. En esa línea de la clonación, había aparecido en el horizonte Clonaid, dirigido por la raeliana Brigitte Boisselier, y otros laboratorios científicos o pseudocientíficos que iban más allá e intentaban la clonación humana con fines reproductivos. Las investigaciones del coreano Hwang resultaron ser un fraude y las de Clonaid, una patraña. A pesar de este severo revés a la ciencia biogenética, muchos científicos aseguraban que las técnicas de clonación estaban muy perfeccionadas y que en cualquier momento podían experimentarse con éxito en seres humanos. Por otra parte, el Opus Dei (naturalmente lejos de toda manipulación con células) había creado en su universidad de Navarra el CIMA (Centro de Investigación Médica Aplicada), un área de Terapia Celular de Hematología. En esta atmósfera clonacionista aparecieron la web Clonejesus.com, The Second Coming Project y otras páginas afines, detrás de las cuales se escondían sectas que recaudaban fondos para comprar material genético Jesús y llevar a cabo su clonación.
Este fenómeno fantasioso deslumbró a Sáenz de Olavarría, persona desconfiada de su propia razón y muy proclive a toda clase de creencias y milagrerías (quizá por haber vivido desde su más tierna edad tan de cerca de monseñor Escrivá). Ascendido a la jefatura suprema del Opus, siguió con esa obsesión, dándole vueltas sin descanso en su cabeza. Es cierto que, en público, comulgaba con la doctrina oficial del Vaticano y condenaba como nadie la clonación humana, sin hacer distingos entre clonaciones terapéuticas y clonaciones reproductivas. Sin embargo, el plan "Dios con nosotros" (la visión profética del "Emmanuel" que tuvo el Padre), por tratarse de una imperativo divino, quedaba justificado per se y por encima del magisterio de la Iglesia y de toda ley moral. La clonación de Jesús (único medio de llevar a término la visión sobrenatural de monseñor Escrivá) era, para Sáenz de Olavarría, un bien moral superior, ante el que todos los demás quedaban supeditados. Ese "Dios con nosotros", cavilaba el prelado, no podía quedarse en etéreo símbolo místico sino que tenía que concretarse en una realidad física, papable, visible. Sería la segunda encarnación del Hijo de Dios, a quien los miembros del Opus acogerían en su Obra y colaborarían en su misión de salvar al mundo de las garras diabólicas del laicismo. Pero esa clonación era una tarea formidable y muy complicada que él, por sí solo, no podía llevar a término. Tenía que pedir ayuda. Uno de sus amigos íntimos a quien hizo participe de sus inquietudes y pidió colaboración fue el arzobispo irlandés John Sutherland, a la sazón alto funcionario del dicasterio de la Doctrina de la Fe, eufemismo del tristemente célebre Santo Oficio o Tribunal de la Inquisición.
El cardenal prefecto de ese dicasterio lo había nombrado para la comisión que, en vistas a la canonización de Pío XII, estudiaba sus archivos secretos y trataba de desmontar con documentos irrefutables la leyenda negra que lo acusaba de pronazi. El trabajo resultó poco fiable, pues, según las quejas formuladas por los judíos, dicha comisión había hurtado a la luz pública muchos documentos de los archivos papales. Entre los papeles escamoteados se encontraba el dossier "Gott Mit Uns" de cuyo contenido el arzobispo Sutherland, tan pronto cayó en sus manos, quiso informar en privado al prelado del Opus. Aquella misma tarde, sin pérdida de tiempo, se desplazó a la Procura Generalizia.
Villa Tevere, como se conocía el cuartel general del Opus, estaba ubicada en Viale Bruno Buozzi, en el selecto barrio Panoli de Roma. Se trataba de un recinto amurallado que integraba ocho suntuosos edificios llenos de lujo y mármoles, de los cuales el más importante era Villa Vecchia. Antes de que los del Opus la comprasen, ya era una mansión elegantísima; después se convirtió en ostentosa, gracias a las cuantiosas divisas que le llegaron de España a través de ilegales correos, que cada semana sorteaban las fronteras con los "cilicios de dólares" adheridos a sus cuerpos. El edificio con su impresionante torreone estaba conectado con otro edificio cuya entrada daba a Via di Villa Sacchetti. Esos ocho palacios formaban un complejo tan inmenso que monseñor Escrivá solía hacer la siguiente observación: "Os aseguro que puedo tomar a un cardenal en la entrada principal, llevarle a buen paso a través de las instalaciones, pararnos media hora para comer en uno de los doce comedores que hay, seguir la visita, y dejarle salir por la puerta de atrás a la hora de la cena, sin tan siquiera haber visto ni la mitad de la casa". La Procura Generalizia era, pues, una inmensa fortaleza pero no sólo para preservarse de los enemigos del exterior sino también de los posibles traidores de dentro. La puerta principal de la casa estaba blindada y no tenía cerradura por fuera. Nadie, absolutamente nadie, podía abrirla por su cuenta y salir o entrar. En esa ciudadela inexpugnable existía una red secreta de micrófonos y cámaras instalada por todos los rincones: en las Asesorías, en los soggiornos o salas de estar, en los oratorios, en la Galleria della Madonna, en los cuartos de plancha, hasta en las camarillas de las sirvientas. Todos los miembros del Opus que allí se albergaban podían dormir tranquilos pues un ojo siempre vigilante cuidaba de ellos día y noche.
El arzobispo Sutherland traspasó el umbral y se detuvo un momento a contemplar las huellas de los pies que, décadas atrás, monseñor y su inseparable amigo Álvaro Del Portillo dejaron grabadas en el gran patio de la entrada. "Ellos nos muestran el Camino" rezaba la lápida conmemorativa. Mientras el arzobispo esperaba a que monseñor Sáenz de Olavarría le recibiese, deambuló por los jardines y las innumerables estancias, admirando los cuadros y objetos valiosos que colgaban de los muros o se guardaban en vitrinas. Quienes conocieron a monseñor Escrivá cuentan que se aburría con frecuencia y que Álvaro Del Portillo para distraerle lo sacaba a comprar objetos de anticuario para sus palacios. Uno de los caprichos de aquellos paseos romanos fue la gran sopera de plata de la escuela de Benvenuto Cellini que adquirió para que, cuando los cardenales vinieran a almorzar a su mansión, se quedasen con la boca abierta. Frente a la vitrina de la sopera estaba la de los burritos, porcelanas de mil formas y colores que sus hijos e hijas, sabedores del aprecio que el Padre sentía por este animal (el menos inteligente de la creación pero el más resistente y sufrido, según algunos), le mandaron desde todos los rincones del planeta. Sutherland dio una vuelta por la biblioteca, cuyo valor, a decir del Padre, no residía en los libros de las estanterías sino en el suelo de ónice. Por la sala de los cálices, donde se exponía una gran colección de valor incalculable. Por la capilla de las reliquias, que, entre otras insignes, guardaba en riquísimos relicarios pelos, uñas, dientes y otros objetos personales del Fundador. ¿Era aquello fetichismo? A Sutherland ni se le pasó por la cabeza. Como cualquier miembro del Opus, contempló con devoción cada una de las reliquias. El arzobispo entró luego en el oratorio del Consejo General, llamado de Pentecostés, cuyo sagrario de plata, esmaltes y piedras preciosas recordaba el templete renacentista de Bramante; se arrodilló unos instantes y repitió como plegaria el "Consumati in unum" que estaba grabado en el frontón del mismo sagrario. Unidad perfecta y sin fisuras de mente y corazón que el Padre no cejó un momento de predicar y exigir a sus seguidores. Más allá, Sutherland se detuvo (visita obligada de todo buen numerario) en el oratorio que Escrivá de Balaguer hizo fabricar para su uso exclusivo. Era de una riqueza tan abigarrada que, para algunos de sus hijos resultaba estridente y disparatada, propia de un pueblerino que ha llegado a "nuevo rico". Paredes recubiertas de placas de ónice y de escudos heráldicos, columnas de mármol africano, suelo cosmatesco con teselas de piedras semipreciosas, puertas de bronce con esmaltes y, suspendida del baldaquino de pórfido, la famosa "columba eucarística" de oro y platino, enriquecida con 3000 diamantes y un sinfín de esmeraldas, zafiros y rubíes. Treinta ángeles de Carrara revoloteaban por aquel recinto. Monseñor Sutherland se arrodilló de nuevo, esta vez junto al sitial que ocupó en vida Escrivá de Balaguer y desde donde con gran familiaridad conversaba con Dios. "Señor, José María ha hecho mucho por la Iglesia; y hará todavía mucho más". Dios, mucho más discreto que don Josemaría, jamás abrió la boca. El arzobispo sitió un escalofrío al acariciar con sus dedos la madera de caoba y le costó trabajo abandonar el oratorio. Se estaba tan bien allí, se encontraba tan cerca de Dios.
Un joven numerario, alto, rubio, impecable, le interrumpió para anunciarle que "el padre" le esperaba. Le acompañó a su despacho, suntuoso como el resto de la casa.
Monseñor Sáenz de Olavarría, el "padre" de la tercera generación, era un hombre sesentón a quien funcionarios del Vaticano habían calificado de atrabiliario e inaguantable. Otras fuentes no lo dejaban mejor parado: individuo gris, inmaduro y decepcionante, alineado con los intransigenti, clan que desde hacía décadas dominaba en el Vaticano. Para algunos, de su círculo íntimo, quizá porque lo conocían mejor o lo odiaban más, no era ni más ni menos que un scary white man.
Olavarría esperaba al arzobispo en su despacho, impaciente por escucharle pero tuvo que refrenar su curiosidad y prolongar la demora. La puntualidad era cosa de subordinados y hacerse esperar era la santa cortesía que aupaba más aún a los poderosos. Aprendió esas formalidades del propio Escrivá a cuyas faldas estuvo pegado desde su juventud. Sutherland todavía tuvo que hacer media hora más de antecámara que aprovechó gustoso para rezar uno de los tres rosarios que cada día ofrecía a la Virgen.
—Que pase —ordenó al fin monseñor Olavarría.
El prelado estaba sentado detrás de una amplia mesa de nogal sobre cuya impoluta superficie sólo se veía un crucifijo de marfil y un cubo de metacrilato que podría tomarse por pisapapeles si es que hubiese alguno encima de la mesa, pero no, era el cubo transparente dentro del cual el marqués de Peralta mandó encapsular la tesela de Santa María la Mayor. Hasta su muerte, esa tesela de oro siempre estuvo en sus aposentos privados, y los escogidos la veneraron como preciosa reliquia. Sáenz de Olavarría no se levantó cuando el otro atravesó el umbral. Se enderezó hierático, aún más, sobre el respaldo de su sillón. Con ese estiramiento creyó acrecentar su estatura moral frente al visitante a quien despreciaba por ser un arzobispo mujeriego, como otros miembros de su propia institución, pero del que no podía prescindir por su eficiencia probada. El arzobispo se inclinó como si llevase un pesado fardo a cuestas, tal como sucede cuando alguien se acerca a besar la mano del papa, y con la rodilla izquierda en el suelo besó la mano que Olavarría le ofreció displicente. Era el saludo oficial que monseñor Escrivá de Balaguer impuso para él y sus sucesores. En unas milésimas de segundo, Sutherland pudo ver los zapatos negros con hebillas de plata que llevaba el prelado. "¿Serán los zapatones del Padre?", no pudo evitar pensamiento tan inoportuno en un momento como aquél.
- Pax.
- In aeternum.
Se intercambiaron la consigna como si los dos perteneciesen a la misma logia masónica.
—Toma asiento y cuéntame —Olavarría le ordenó con tono despectivo pese a que el otro era de más edad, más inteligente y uno de sus íntimos.
—Como su excelencia ya sabe —le contestó el arzobispo con formalismo servil—, trabajo en la comisión encargada de catalogar e investigar la inmensa documentación que generó el pontificado de Pio XII.
—Resume —le interrumpió sin dejarle terminar—. Tengo la agenda repleta y no puedo dedicarte todo el tiempo.
El arzobispo Sutherland, obediente, hizo una recapitulación lo más breve que supo de lo ocurrido con los archivos secretos de Pío XII, y le entregó una fotocopia del documento "Gott Mit Uns" donde se hablaba de manera sucinta de las excavaciones arqueológicas llevadas a cabo por las SS de Himmler en Sofía y de los ungüentarios cuya enigmática inscripción griega apuntaba la posibilidad de que en su interior contuviesen auténtica sangre de Cristo.
—¡Sanguis Christi! —Olavarría echó mano del latín para darse un cierto aire de erudición como solía hacer monseñor Escrivá.
A medida que el arzobispo exponía los datos, a monseñor Olavarría se le acabaron las prisas y aumentaron las ganas de saber más y más.
—¡Gott Mit Uns! —repitió, sobrecogido, como si aquello hubiese sido una revelación— ¡Qué casualidad tan providencial! Hace muchos años el Padre ya nos habló del "Emmanuel". ¿Profetizaba este descubrimiento del que me hablas?
Sáenz de Olavarría tenía un modo de hablar blandengue y melindroso, "muy vaticano" (que en Roma sólo usan el papa, algunos cardenales y prelados de la Curia), y lo acentuaba aún más cuando trataba de cosas espirituales, como a él le pareció que era el caso. Entrecruzó los dedos de sus manos y puso los ojos en blanco en un gesto no menos mojigato.
—Para los que creemos en la divina providencia, no hay casualidades —el arzobispo irlandés, adulador, rompió su éxtasis.
—¡Gott Mit Uns! ¡Deus nobiscum! ¡Dios con nosotros! —repitió Olavarría como transportado— ¿Caes en la cuenta de lo que tu hallazgo significa para la Obra? Hay que encontrar esos frasquitos y ¡¡ clonar a Cristo!!
—¿Clonar a Cristo? —preguntó estupefacto Sutherland no porque fuese la primera vez que oía este despropósito de labios de su superior sino porque nunca creyó que iba a llevarlo a cabo.
—¿Por qué te extrañas, amigo? —dijo, melifluo, Sáenz de Olavarría— Si hemos sido capaces de influir en los cónclaves y crear vicarios de Cristo, al menos uno, que yo sepa, ¿por qué no intentarlo con Él? El Opus gobernaría la Iglesia sin intermediarios. La Iglesia entera nos pertenecería. ¡Cristo redivivo en-tre-no-so-tros, con-no-so-tros, pa-ra-no-so-tros!
Mientras hablaba, transportado, dirigió sus ojos semicerrados al cielo, tropezando con unos angelotes de escayola, y con su mano diestra acarició de modo ostensible el lignumcrucis que colgaba de su cuello, valioso talismán de energía positiva que había pertenecido a monseñor Escrivá. Abrió luego los ojos como si estuviesen hambrientos de luz o despertase de un éxtasis, y miró al otro, escrutándole el alma. Sutherland, preocupado por las reacciones tan extrañas de su superior, no sabía qué camino tomar.
—Excelencia, el documento en cuestión habla de la po-si-bi-li-dad de que las cápsulas encontradas contengan en su interior sangre de Cristo; no está claro que re-al-men-te la con-ten-gan —recalcó las palabras, silabeándolas, para ver si su superior despertaba del sueño en que se había sumido y ponía los pies en tierra—. Me parece que su excelencia se apresura a hacerse ilusiones.
—¿Ilusiones? No, amigo John, no —le habló con familiaridad—. Yo creo con toda firmeza que nuestro Padre aquel día tuvo una visión sobrenatural, como las tuvo en otras ocasiones, ¡cuatro que nos consten!, pero da la casualidad de que en ésta, yo estaba presente. Si tú hubieses visto cómo se le iluminó el rostro y hubieses escuchado de sus labios ese "Emmanuel". No me cabe la menor duda, el Padre tuvo una revelación —lo afirmó tan seguro como si el mismo papa hubiese proclamado un dogma, y siguió—. Además, tú me has hablado de un documento que lleva por nombre "Got Mit Uns", "Emmanuel", "Dios con nosotros". ¿Casualidad? ¿Crees tú en las casualidades? No, amigo mío, no hay casualidades en este mundo. Todo, todo, es providencia. En este asunto anda la mano de Dios, no me cabe la menor duda —y con voz de trascendencia trató de dar explicación al hecho sobrenatural—. Emmanuel, Got Mit Uns, Dios con nosotros, no es una metáfora más o menos mística, no; fue dicho en sentido recto: Dios en carne y hueso estará con-la-Obra, en-tre-no-so-tros, con no-so-tros. Esas ampollas de sangre hay que encontrarlas estén donde estén, y tú te encargarás de ello —hizo una larga pausa para saborear su propia embriaguez, y continuó luego—. Por si fuese poco, en Navarra contamos con laboratorios equipados con las últimas tecnologías y científicos capaces de clonar lo que sea.
—¿Pero acaso la clonación no está prohibida y condenada por la Iglesia?
—¿Quién es el hombre para poner límites o leyes a los designios de Dios? —echó un profundo suspiro.
—¿Todo está permitido?
—John, parece que te empeñas en no comprender que los caminos por donde nos lleva Dios son inextricables. Cierra los ojos, y deja que te guíe la fe —después de estas sabias amonestaciones espirituales, siguió—. Por cierto, el profesor Armando Ruibarbo de San Vicente, jefe del área de Hematología, ¿no pertenecía a la comisión pontificia que investigó las manchas de sangre descubiertas en la Sábana Santa? ¿Acaso no es esto otra circunstancia providencial? ¿Todavía tienes dudas, hombre de poca fe?
Hubo unos instantes de silencio. Parecía que uno y otro tenían más cosas que decirse pero se contuvieron. El arzobispo, al fin, se atrevió a explayarse.
—¿Ha pensado su excelencia en la cantidad de problemas y dificultades que comporta todo el proceso de la clonación de células?
Sáenz de Olavarria se extrañó de que, después de su pía disertación, le hiciese esa pregunta y se puso en guardia.
—El profesor Mengele —le contestó—, sin la ciencia y tecnología de la que hoy disponemos, se puso a experimentar con gran pasión con niños gemelos univitelinos. Con esos niños trató de desentrañar los secretos de la genética humana, con el fin de perfeccionar sus técnicas de reproducción con la secreta esperanza de crear una especie superior. Quizá, sin saberlo, fue el pionero de la clonación humana —se detuvo, entornó los ojos y se acarició la barbilla, sorprendido de la idea que se le acababa de ocurrir—. ¿No experimentaría con vistas a clonar a Cristo? ¡Ah, si nosotros tuviésemos la fe y el entusiasmo que los nazis pusieron en su causa!
John Sutherland simpatizaba con la ideología nazi sin ser consciente, como tantos otros. Se escandalizó con todo del modo caluroso con que monseñor Olavarría se había referido al doctor Josef Mengele, el "ángel de la muerte", y a sus experimentos execrables de Auschwitz. Llegó a pensar que Olavarría, embriagado con su teoría, desbarraba. Trató de desmontársela.
—No me refería a las dificultades científicas sino a los problemas éticos y teológicos —le dijo con suavidad para no enfurecerle—. Si el Vaticano condena todo tipo de clonación humana aun con fines terapéuticos, ¿cómo vamos a intentarlo nosotros con Jesús? El fin no justifica los medios.
El prelado del Opus puso su mano derecha sobre el pecho, acarició el lignumcrucis y le replicó sin dudarlo.
—¡El fin! ¡Los medios! Cuando el fin es de Dios, todos los medios que se ponen para alcanzarlo son buenos y justos —una sonrisa, ambigua y difícil de descifrar, manchó su boca—. ¿Cómo si no la Obra hubiese podido consolidarse en tan poco tiempo y estar en la cima donde está? Diligentibus Deum omnia cooperantur in bonum (A los que aman a Dios todo contribuye para bien).
La entrevista se alargó más de lo que se preveía y los dos prelados conversaron sobre el tema de los gemelos univitelinos como si fuesen científicos expertos.
—Si la naturaleza puede copiar dos veces al mismo individuo —argumentó sagazmente Olavarría— ¿por qué el hombre con toda su ciencia no va a ser capaz de lograrlo? ¿Por qué no lo vamos a lograr nosotros, si Dios está de nuestra parte? Para Dios no hay nada imposible —sentenció convencido de que Dios siempre estaba de su parte y más en aquella causa—. Al fin y al cabo, querido John, sólo es cuestión de reemplazar un espermatozoide por una célula. Se trataría de un alumbramiento virginal, sin necesidad de la repugnante cópula.
—Por obra y gracia del Espíritu Santo —le salió al otro sin darse cuenta.
Olavarría tomó en serio las palabras de su correligionario. Durante un buen rato estuvo con la vista puesta en un punto fijo del techo como si viese el cielo abierto y al Espíritu Santo, revoloteando, a punto de descender. Sutherland advirtió en sus ojos el fulgor del genio o del iluminado, más bien el brillo de la locura paranoica, y por segunda vez quiso reconvenirle pero no se atrevió.
—La fe, querido John, es capaz de mover montañas —se adelantó Olavarría que había adivinado las dudas de su amigo y, mientras con sus manos manoseaba nervioso el cubo de metacrilato con la tesela de oro dentro, agregó—. Está claro que la clonación de Jesús es un bien moral superior, ante el que todos los demás quedan supeditados.
—Pero también un asunto de laboratorio —añadió Sutherland como peligrosa dificultad.
—Eso atañe a nuestros químicos e investigadores —quiso restar importancia a esos inconvenientes—. Pero antes, amigo John —y lo taladró con mirada imperativa—, habrás de encontrarme ese sagrado material genético.
—No sólo hay que consultar a los científicos —aprovechó para puntualizar el arzobispo irlandés, que daba por supuesto que no podía negarse a la misión que en aquel mismo momento le notificaba su superior—. La clonación de Jesús se habrá de investigar también desde el punto de vista doctrinal —subrayó esa dificultad que hasta el momento se había soslayado con gran ligereza—. Estudiarla muy a fondo. Desmenuzarla. Encontrarle un consistente soporte teológico. Una acción como ésa podría resultar un acto sacrílego, una blasfemia.
Olavarría no le escuchaba o, quizá, como se decía de monseñor Escrivá de Balaguer (que confundía con frecuencia y gran facilidad el Espíritu Santo con sus propias neuronas personales), había entrado en una dimensión sobrenatural desconocida para el común de los mortales. Desde esa perspectiva, en la que tan a su gusto se sentía instalado, respondió a su súbdito.
—¡Dios y audacia!, querido John. ¡Dios y audacia!
Con esa consigna, creyó liberarle de todos sus escrúpulos.