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Gómez de San Román, el numerario del Opus que murió en extrañas circunstancias en la Cuarta Planta de la Clínica Universitaria de Navarra, había enviado al inspector Mazeres un Last Email en el que, entre otros enigmáticos párrafos, decía: "Alguien te lo aclarará algún día". ¿Quién era esa persona y qué era lo que le tenía que comunicar? A decir verdad, el inspector pensó que el mensaje quedaba aplazado sine die; en todo caso, no esperaba que ese día llegase tan pronto. Pero así fue. Poco tiempo después del macabro correo, recibió una llamada telefónica.

—¿Don Julián Mazeres? —escuchó una voz desconocida por completo.

—Soy yo. ¿Quién llama?

Al inspector le extrañó que un desconocido conociese su teléfono particular, y, durante el instante de pausa que se tomó el intruso, estuvo haciendo un sinfín de conjeturas.

—Usted no me conoce, pero si le doy un nombre, quizá ate cabos —esperó a que el inspector dijese algo, como no resultó así, añadió—. Soy amigo de Carmelo Gómez de San Román y le llamo de su parte.

—¡Ah! —su exclamación no fue de sorpresa pero tampoco de alegría.

Mazeres en ese momento estaba solo en casa, sentado a la mesa de su despacho bajo el cono de luz que proyectaba su lámpara de brazo articulado. La llamada le cogió mientras daba vueltas, una vez más, al caso de la reliquia de san Pantaleón. Desde el primer día, le había absorbido el seso y Paloma le sugería con frecuencia que, si el caso estaba cerrado aunque fuese en falso, no tenía por qué meterse a redentor. "Lo mejor para los dos será que nos olvidemos de este asunto, pues también yo me siento involucrada hasta el punto de tener pesadillas". Quizá el anónimo comunicante no esperaba una exhalación tan desangelada y, al ver que Mazeres se había quedado con los puntos suspensivos, no supo cómo reaccionar.

—¿Cuándo quiere que nos veamos? —añadió sin esperar respuesta—: Preferiría que fuese lo antes posible. Las últimas voluntades son las últimas voluntades y hay que cumplirlas cuanto antes.

—¿De qué me está hablando?

Mazeres sospechaba que su interlocutor era ese alguien del que le habló Gómez de San Román y sentía gran curiosidad por conocer el misterioso mensaje que tenía que transmitirle; con todo, no quería descubrirle sus sentimientos.

—A ver —y se puso a pasar páginas de su agenda—. Mañana tengo un hueco después de comer, a partir de las tres y media de la tarde. Si le viene bien.

—Magnífico. Mañana a las tres y media en el parque del Buen Retiro. A los pies del Ángel caído.

Esta obra de Ricardo Bellver que coronaba la fuente del mismo nombre estaba en un extremo del parque y era un punto de encuentro sin posible pérdida.

—¿Precisamente ahí? —el inspector frunció el ceño.

—¿Acaso es un lugar de mal agüero? Si usted se siente incómodo, buscamos otro —y sin dar opción a que Mazeres formulase una propuesta, dijo— ¿Le iría bien, junto al estanque, en el paseo que va de la fuente de los Galápagos a la de la Alcachofa, frente al monumento de Alfonso XII? —como el inspector dudase, le indicó el otro— Usted entra por la puerta de España que da a la calle de Alfonso XII, sigue todo recto por el paseo de la Argentina y le llevará al estanque. Yo le esperaré allí, sentado en un banco.

—Vale —aprobó el inspector— ¿Cómo le reconoceré?

—No se preocupe, eso corre por mi cuenta.

La breve conversación telefónica con el desconocido le inquietó y mil figuraciones pasaron por su cabeza. ¿Le estaría alguien tendiendo una trampa? ¿Y si detrás de todo eso estuviera el comisario Ortiz?

Al día siguiente, Mazeres almorzó en uno de los restaurantes populares que hay por la zona del Reina Sofía. Después del almuerzo, paseando porque tenía tiempo, se dirigió al parque. No entró por la puerta de España sino por la de Felipe IV, que estaba antes. Cruzó el parterre y se desvió hacia la derecha en dirección a la fuente del Ángel caído. Se detuvo ante la estatua, única del mundo, según dicen, dedicada al diablo. Le pareció un poco extraño que, en un primer intento, el miembro del Opus le hubiese citado allí. Aunque hacía tiempo que se había desembarazado de los fantasmas que tanto le habían atemorizado en su niñez, el angélico demonio le produjo cierto repelús. El sol calentaba y le molestaba la chaqueta. La gente, escasa a esa hora, se había resguardado en los merenderos. Sólo unas cuantas parejas de jóvenes enamorados remaban por el tranquilo estanque con rumbo a ninguna parte. En su recorrido, por el paseo que arrancaba de la fuente del Ángel caído hacía las otras dos fuentes, Alcachofa y Galápagos, observó con disimulo a las personas, pocas, que estaban sentadas en los bancos. De todas, sólo una le llamó la atención: la que estaba sentada en el banco frente a frente, agua por medio, de la estatua ecuestre del rey. Por su atuendo y, sobre todo, por sus impolutos zapatos negros adivinó que era él. Cuando se percató de que el periódico que leía o fingía leer era el ABC, no le cupo la menor duda. Se acercó y se sentó en el otro extremo.

—¿Julián Mazeres? —musitó el desconocido sin apartar la vista del periódico como si ese nombre lo estuviese leyendo en la página que tenía delante.

Dobló el periódico, le miró de arriba abajo a través de sus elegantes lentes sol y no dudó de que el individuo que tenía ante sí fuese el inspector.

—Me llamo Carlos Sancristóval y Sánchez de Alva, las dos con uve —le recalcó, al tiempo que cambia las gafas de sol por otras de cristales claros con montura de titanio.

Mazeres a punto estuvo de preguntarle, curioso, si eso de descabezar las "bes" era influencia del fundador del Opus cuya debilidad por los apellidos rimbombantes conocía todo el mundo. Se mordió la lengua y le tendió la mano. Se dieron un fuerte apretón.

—Si le parece, podríamos dar un paseo —le dijo el del Opus—. Me siento más cómodo y converso más a gusto.

Tenía pose de catedrático y denotaba que estaba acostumbrado a tomar la iniciativa y fijar las pautas.

—Sin inconveniente por mi parte —accedió, cortés, el inspector.

—Como sé que dispone de poco tiempo, iré directo al grano —comenzó—. Sin embargo, permítame que, antes, le proporcione un breve currículo de mi vida. Imprescindible, por otra parte, para que comprenda el mensaje que le traigo de parte de nuestro común amigo, que en paz descanse —hechos estos preámbulos, siguió meticuloso—: Solicité el ingreso en el Opus cuando aún no había cumplido los diecisiete años, de eso, como puede imaginarse, hace ya muchísimo tiempo. El carisma de monseñor y las máximas de su Camino, si he de serle sincero, me sedujeron. A los veinticuatro, hice mis votos de "fidelidad". Debí de ser un joven muy influenciable y poco maduro. Tardé mucho en darme cuenta de que ese camino no conducía a ninguna parte. Otros, quizá más inteligentes, se percataron antes. De los treinta de mi promoción, sólo quedamos dos. Mejor dicho: uno, porque el otro, Carmelo Gómez de San Román, acaba de fallecer en la Cuarta Planta. ¿Conoce usted la página de internet opuslibros.org? —y sin esperar su respuesta, siguió— Es imprescindible para conocer la Obra por dentro. Ahí escriben miembros del Opus que abandonaron la prelatura. Testimonios desgarradores, escalofriantes... No se puede imaginar la cantidad de numerarios deprimidos o con enfermedades mentales que hay. Los crónicos, como nuestro amigo Gómez de San Román, van a parar a la Cuarta Planta. En esa web que le digo, yo escribo con frecuencia; con pseudónimo como puede suponer.

—¿Qué ha hecho usted para no deprimirse? —le interrumpió Mazeres con espontánea curiosidad, sorprendido de aquellas inesperadas confesiones.

Desde el primer momento, Sancristóval se comportó con una franqueza inusual, quizás porque la necesidad de desahogarse le fuera imprescindible para sobrevivir.

—Unos, para no deprimirse —le contestó—, se aturden con el trabajo de cada día. Ocupan, sin un hueco para sí mismos, las veinticuatro horas. Otros, aunque no esté bien que yo lo diga, se entregan a prácticas sexuales, al alcohol...

—¿Prácticas sexuales? —se asombró Mazeres.

—¿Se extraña? Mejor no entrar en ese capítulo —y siguió—. A muchos los atiborran de psicofármacos. A mí los médicos de la Obra me recetaron medicamentos que, según he leído en los prospectos, están prescritos para personas con epilepsia. El problema llega cuando uno se para a pensar, se da cuenta de que se ha equivocado y está en un callejón sin salida. Porque Dios no puede pedir cosas como mentir, pisotear a los demás, coaccionar a otros, menospreciar a los que no piensan como tú, ¿no le parece? Que Dios me perdone porque yo también fui de ésos.

Mazeres conocía algo del Opus, de sus enrevesados métodos, de su secretismo, de su hipocresía, por eso no acababa de fiarse de la desconcertante confesión del tal Sancristóval. No veía a cuenta de qué se sinceraba con él y qué perseguía con ello. Durante un buen rato, continuó escuchándole y le pareció haber leído en aquella página web, que el mismo Sancristóval le recomendaba, relatos iguales o parecidos al suyo cientos de veces. No se atrevió a interrumpirle.

—¡Qué cara me ha salido la vocación! Yo mismo firmé mi condena a ser infeliz —concluyó, al fin.

—No comprendo —Mazeres hizo el papel de abogado del diablo—. Si el Opus es tan malo como usted dice, ¿por qué sigue dentro? Me da la impresión de que la realidad no es tal como me la cuenta, o usted es un masoquista.

Sancristóval no se sintió ofendido; en todo caso, incomprendido. Qué sabrás tú, parecía decirle con la sonrisa rota con la que le respondió. Quedó un rato pensativo. Luego le contó con tristeza:

—Cuando hablé a mi director de que quería abandonar el Opus y le expresé mis motivos, pensó que debía de estar enfermo y me mandó a un médico de la Casa. Me inspeccionó los genitales.

—¿Los genitales? —De no haberse reprimido a tiempo, Mazeres se hubiese echado a reír.

—No se lo tome a risa, por favor. Sí, sí los genitales; me los exploró con detenimiento por si mi problema era una libido descontrolada. El director, confuso porque no tenía un exceso de testosterona y estaba sano, me remitió al doctor Aquilino Polaino, un prestigioso psiquiatra, numerario del Opus. ¿No ha oído hablar de él?

—Me suena su nombre.

—A su consulta se envía a los numerarios con problemas de vocación.

—¿El psiquiatra Polaino resuelve las crisis de vocación? —se hizo el ingenuo Mazeres.

—Polaino piensa que quien quiere abandonar el Opus es porque está mal de la cabeza. Y ¡hala!, pastillazos, terapias reconductivas y, en algunos casos, electroshoks.

Mazeres quedó horrorizado y sin palabras. Hacía rato que se habían detenido y seguían conversando de pie bajo la sombra de un copudo árbol del paseo. Muy cerca de ellos, una pareja de enamorados, indiferente al mundo de su entorno, retozaba sobre el césped.

—Como en el paraíso terrenal —comentó Carlos Sancristóval, mirándoles con envidia.

A esa hora, ya eran muchas más las barcas que se veían surcar el estanque. Hasta ellos llegaba una leve brisa refrescante y las risas escandalosas que quebraban el amodorrado silencio de la siesta.

—¿Por qué sigue dentro? —le volvió a preguntar Mazeres.

—¿Por qué sigo dentro? —repitió con mansedumbre Sancristóval— Esa pregunta me la he hecho yo mismo montones de veces. Desde fuera es dificilísimo comprenderlo. ¿Miedo? ¿Cobardía? ¿Santa coacción? No sé; puede que todo junto. Intentas refugiarte en tu trabajo, en mil subterfugios que tú mismo te inventas... "El Señor te prueba como oro en el crisol, ¡persevera!", te dicen. Y, con la esperanza de que las cosas cambiarán, van pasando los años. Cuando quieres reaccionar, se te ha hecho tarde. ¿Cómo empezar una nueva vida a mis años? ¿Cómo regresar al mundo que renuncié, que desconozco, que se me ha vuelto extraño? ¿Cómo pedir ayuda a mi familia, a mis amigos; si a esa familia de sangre y a esos amigos los abandoné dando un portazo? ¿Dónde y quién me daría trabajo? La mano del Opus, amigo mío, es muy larga y vengativa, y no perdona a los "traidores". Me siento solo y desvalido como uno de aquellos marineros a quienes Hernán Cortés quemó las naves. No me creo con fuerzas de escapar de la cárcel en que me metí; y he acabado yendo a mi bola. Otros han tenido peor suerte: enloquecieron o se suicidaron.

—Muy inhumano pinta el panorama —dijo Mazeres que en su fuero interno no acababa de admitir que las cosas fueran tan negras.

Sancristóval hablaba a trompicones; a veces con largas parrafadas, otras, con frases sueltas e inconexas. Hizo una larga pausa como si el alma le pesara tanto que no pudiese con su cuerpo. Buscaron un banco algo apartado y se sentaron. Luego repitió una vez más:

—¿Por qué sigo dentro? Ay, amigo mío, a estas alturas, o te vuelves cínico o sucumbes. Y he optado por sobrevivir. Quizá esa actitud me ha salvado de ansiedades y angustias innecesarias. ¡Cuántos otros han terminado atrapados en las arenas movedizas de la depresión! Los numerarios jóvenes dicen de nosotros que somos unos egoístas, que hemos perdido interés por el apostolado. Quizá no les falte razón. Pero yo me siento estafado por el Opus. Cuando nos hacemos viejos, nos arrinconan en casas rurales o nos echan a la Cuarta Planta. Es muy triste ver en qué acabamos.

Se hizo un gran silencio, denso, que Mazeres quiso interrumpir pero no sabía cómo, luego Sancristóval, obsesionado, continuó desgranando penas como cuentas de un amargo rosario.

—Yo era un tipo muy divertido, ¿sabe? ¡Ah, si me hubiese conocido en mi juventud! y mire dónde he acabado: siendo un misántropo, un pobre hombre. Actualmente tengo mis dudas sobre Dios y sobre la Iglesia y no sé muy bien si he perdido la fe.

—La fe nunca se pierde —quiso animarle el inspector—. Al menos, la de uno mismo.

—No sé a ciencia cierta quién es Jesucristo, ni Dios, ni todas esas cosas que otros aseguran saber con una claridad meridiana que sorprende. Muchos que han abandonado la Obra, también han dejado de creer en Dios y en la Iglesia, todo junto y al mismo tiempo.

Carlos Sancristóval había ido con la intención de revelarle un secreto, o eso entendió Mazeres, pero la conversación se fue por otros derroteros. Después de más de dos horas de contarle sus penas, no llevaba camino de aterrizar. El pobre hombre tenía necesidad de desfogarse, y el inspector no se atrevió ya a interrumpirle.

—Muy mal debe de encontrarse usted para abrir su alma a un desconocido —le dijo, al fin.

—Amigo mío, mejor un desconocido que un "director de confidencias" —le salió con ésa y, como Mazeres hiciese un gesto de extrañeza, Sancristóval, con ganas incontenibles de largar, aprovechó para informarle— ¿No ha oído hablar de las famosas "charlas fraternas" que se tienen en el Opus? —sin esperar respuesta, siguió— En el Opus se nos obliga a un nudismo de intimidad, como digo yo; a abrir el alma de par en par a nuestros directores.

—Eso es lo que en mi tiempo llamábamos dirección espiritual.

—Sí, pero con la diferencia de que usted elegía al director. En el Opus el director se te impone y la dirección espiritual es forzada y llena de delaciones. No sólo eso, el director puede comentar tus confidencias con otros directores, y hasta puede que las haga llegar a oídos del superior de Roma.

—¡No me diga! —se sobresaltó el inspector con aire de incredulidad—, eso es imposible, se quebrantaría el secreto profesional.

—¡Ay, amigo mío!, ya veo qué está verde —y se relamió de gusto por poderle revelar uno de los secretos de la Obra más bien guardados—. En el Opus las confidencias, las tan manidas "charlas fraternas", se consideran materia de gobierno institucional —se detuvo para que el inspector reflexionase sobre ese concepto—. Si tu director lo cree necesario, puede revelar tus confesiones a otras personas de la Obra.

—¿Sin autorización del interesado?

—En el Opus, esa autorización se presupone —después de pensar unos instantes, agregó como resumen—. La intromisión en la intimidad de las conciencias tiene carta de naturaleza. La persona, cuenta poco. El Opus es gobierno antes que dirección espiritual; para que me entienda, la dirección espiritual está al servicio de la institución.

—¿El Opus por encima de las personas? No acabo de comprender muy bien. ¿Me está diciendo que las conciencias de los miembros del Opus están supeditadas al buen funcionamiento de la Obra.

—Exacto.

—¿Y el respeto...?

—¿Respeto? En el Opus no se tiene el más mínimo respeto por las conciencias. ¿Sabe lo que me respondió mi director espiritual cuando le hice esas mismas objeciones? —Mazeres esperó impaciente— Quien se ocupa de tu alma, de tu dirección espiritual, no soy yo, una persona concreta, sino la institución misma. ¡La ins-ti-tu-ción! La dirección espiritual la lleva la Obra, de ahí que, ¡por tu bien!, el secreto de oficio pueda y deba compartirse.

—Un secreto a voces, pues.

—Un secreto a voces pero en el más estricto secretismo.

—Parece una incongruencia.

—Querido amigo, en el Opus se hace todo con gran secretismo, absolutamente todo; sin embargo no se guarda el secretum silentii como sería de esperar —Carlos de Sancristóval miró nervioso su reloj—. Se me hace tarde y tengo que regresar a mi residencia —se veía, no obstante, que no quería marcharse sin revelarle algo que pesaba sobre su conciencia, bajó la voz, aunque el lugar donde estaban sentados quedaba alejado de la gente, y le dijo— El Opus Dei, amigo mío, se sirve también de la dirección espiritual para recabar cualquier clase de información del tipo que sea que le pueda ser útil a la institución hoy o el día de mañana. Las orejas del Opus son como antenas parabólicas abiertas a todo el mundo. He ahí una de las grandes fuentes del poder que hoy tiene el Opus. ¡La información! Si usted supiera la cantidad de información que hay almacenada en los archivos secretos de Villa Tevere. Información de toda índole, incluida la vida íntima y sexual de las personas. No sólo de los miembros de la Obra sino de sacerdotes, obispos, cardenales, políticos, financieros, gente de poder... sean amigos o enemigos de la institución.

—Tal como usted lo cuenta —le contestó el inspector, sin poder disimular su escepticismo—, se diría que cada sacerdote de la Obra es un espía y que la dirección espiritual se ha montado como una tupida red internacional de espionaje.

Carlos de Sancristóval esbozó una sonrisa sardónica.

—Los sacerdotes del Opus —le expuso sus conclusiones personales— abusan del poder que le da su investidura. Algunos, incluso, se niegan a absolver a quien no les autoriza a hacer uso de lo conversado en la confesión.

—Pero eso es una monstruosidad.

—Nunca pasó por mi cabeza que un sacerdote pudiese llegar a atropellos semejantes; pero esa es la cruda realidad.

Carlos de Sancristóval se puso en pie y pisoteó fuerte sobre la gravilla con la intención de quitar el polvo que sus zapatos habían acumulado durante el largo paseo por las veredas del parque; como viese que aquello era insuficiente, sacó un pañuelo.

—En el Opus —siguió hablando, mientras desplegaba el pañuelo y sacudía sus zapatos— se confunden los abusos institucionales con la originalidad del camino de perfección que proponen.No sé si me he explicado.

—Es todo tan confuso y co mplejo...

—En el Opus confluyen las fuerzas más reaccionarias del espectro religioso y político-plegó el pañuelo con cuidado y se lo guardó—. El Opus es ante todo, un Servicio de Inteligencia, una Agencia de Información —el inspector no pudo evitar una sonrisa—. Hay que andarse con mucho cuidado; sé que a más de uno le han copiado el disco duro de su ordenador —le miró a los ojos—. La información, querido amigo, es poder.

Mazeres había oído muchas cosas sobre el Opus a lo largo de su vida, pero lo que acababa de escuchar rayaba en lo increíble. De ser ciertas las apreciaciones de Carlos de Sancristóval (y algo de cierto debía de haber pues el numerario había sido y continuaba siendo un miembro relevante dentro de la organización), la Obra era una maquinaria inventada para la conquista del poder, diseñada para actuar al modo de un poderosísimo "lobby" dentro de la Iglesia.

- ¿Qué lugar ocupa en esa compleja trama la "santificación por el trabajo"? —le preguntó Mazares con malicia.

- ¿Santificación? —repitió con retintín— So capa de santificación está la santa coacción, la santa intransigencia, la santa desvergüenza, tan inquietantes. ¿A que le suenan a eslóganes de un gremio de cartelistas? —celebró, irónico, su ocurrencia y, después de un silencio, añadió— En el Opus hay una especie de histeria en la piedad que inculcan. La vida ascética, la llamada "entrega", es extremadamente rigorista. Las personas se sientan culpables de no lograr metas de suyo inalcanzables y se autoflagelan con una dureza y severidad inhumanas. Esta frustración las llena de angustia, las aboca a la depresión y las hace agrias y feroces con los demás. No se vive en un ambiente sosegado y feliz de familia, como tanto cacarean, sino en una cruda y competitiva empresa comercial. "Expandirse o ser comidos" era la consigna del fundador, que aún sigue en vigor.

- ¿Ser comidos por quién?

Carlos de Sancristóval pasó por alto la pregunta.

- Los directivos no se privan de hacer negocios claramente inmorales o ilegales o de manipular la información. Es un sistema perverso, de una opacidad absoluta.

Al verle tan lanzado, el inspector estuvo a punto de formularle otras preguntas pero, ya en la despedida, le lanzó la que tenía en la punta de la lengua:

- ¿Y qué piensan de todo esto los supernumerarios?

- ¿Los supernumerarios? Ésos no se enteran de nada o no se quieren enterar —respondió expeditivo—. Pagan a gusto sus cuotas ¡y santas pascuas! y de ese modo tranquilizan sus conciencias y siguen con sus negocios no siempre lipios, con el blanqueo de dinero negro...

- Eso es muy fuerte —Mazeres pensó que en las confesiones de Sancristóval había resentimiento, al menos resquemor por alguna faena que le habrían hecho. Le dijo para concluir—. En resumidas cuentas, ¿qué es para usted el Opus?

Sancristóval, sin detenerse un momento a reflexionar, le soltó de sopetón:

- Una pompa de jabón que la Prelatura hincha e hincha hasta que un día explote de pura vacuidad. ¡Nada! La institución se desliza hacia el fanatismo, la mentira, la hipocresía, la nada.

- Pues para ser nada...

- Sí; pura apariencia fantasmagórica, puro espejismo. ¡Nada!

Carlos de Sancristóval miró su reloj y cortó de modo brusco y repentino la conversación.

- Se nos ha pasado el tiempo y no hemos hablado de lo principal. —se lamentó; y quedó con el inspector para el día siguiente en el mismo lugar y a la misma hora.