7

 

EL hermano parecía incómodo. Malinalli se preguntó si no tendría la intención de pasar la noche con ellos para traducirle las palabras amorosas de su nuevo marido mientras la penetraba.
—Dile que soy virgen.
Aguilar la miró con una expresión de sorpresa y placer.
—¿Es cierto? ¿Todavía conservas la virtud?
—No, pero díselo de todas maneras. Le gustará saberlo.
La llama de la vela se movió con la brisa nocturna. Las velas eran otra maravilla. La cera caliente formaba un pequeño charco en la mesa, y las sombras bailaban en las paredes.
Aguilar sujetó el libro de horas con fuerza, como si fuese un talismán.
—Quiere saber si hay algo que quieras preguntarle.
—Me gustaría saber s\} nombre.
—Se llama Alonso. Alonso Portocarrero —contestó Aguilar—. Es español y un caballero cristiano de muy buena familia.
Malinalli pronunció el nombre. Lo repitió varias veces. El resto de la jerigonza de Aguilar, una mezcla de palabras mayas y castellanas, no significaba nada para ella.
—¿Hay algo más que quieras saber? —insistió el fraile.
—¿Puedes preguntarle si es un dios?
—Hay un único Dios —contestó Aguilar, con las mejillas encendidas—. Todos los mortales nacemos en pecado. Tienes que olvidarte de esas pamplinas.
«Un único dios.» Se refería a Cortés, por supuesto. Asintió.
Aguilar sudaba a mares. Se levantó dispuesto a marcharse.
—Si te pide que hagas algo contranatura no tienes por qué acceder —manifestó.
Malinalli le miró con una expresión entre divertida y asombrada. Cualquier mención a la cueva del placer parecía molestarle profundamente.
—Haré con mucho gusto cualquier cosa que me pida respondió.
El fraile se marchó corriendo.

 

Aguilar avanzó a trompicones en la oscuridad. Esos hombres, la mayoría de los hombres, eran como las bestias. Sin embargo, los necesitaba si quería hacer la obra de Dios en aquel país de salvajes.
Desconfiaba de la tal Malinalli. A algunas de las otras mujeres indias: las gordas, las feas, las bizcas, podía atribuirles un alma necesitada de redención. Pero no era el caso de Malinalli. En aquellos ojos negros e insondables se ocultaba el diablo.
Estaba seguro de que nada bueno surgiría de todo aquello.

 

Portocarrero se sentó junto a ella en la estera de juncos. La muchacha lo observó con atención a la luz de la vela. Tendió una mano para tocarle el extraño pelo rubio; la barba era dura pero en cambio el pelo era sedoso.
—Querida —susurró Alonso.
Malinalli pasó la mano suavemente por el vello rubio de los brazos. A pesar de sus esfuerzos, estaba un tanto asustada.
Portocarrero pareció notar su temor. La ayudó a tenderse con mucha ternura, le acarició el pelo, murmurándole palabras en su idioma, palabras que ella no comprendía. Pero el suave timbre de su voz la tranquilizó.
El cuerpo del español le producía una fascinación no exenta de miedo. Forcejeó con las extrañas hebillas de sus prendas. Su torso no era suave, como el de las personas; tenía el pecho, el vientre y los muslos cubiertos de vello rubio y rizado, mucho más fino que la barba, pero en cuanto se acostumbró a su tacto, decidió que no era del todo desagradable. Sintió un profundo alivio al comprobar que las más macabras predicciones de Flor de Lluvia estaban equivocadas; su macuáhuitl no tenía garras. Era muy grande cuando estaba erecto; quizá porque los españoles eran tan grandes.
Alonso se tomó tiempo, algo que Labio de Tigre nunca había hecho. El la montó de cara, y no por la espalda como era la costumbre indígena. Después de las primeras dilataciones de la entrada no experimentó ninguna otra sensación física. El miedo y la impresión le impidieron experimentar placer alguno.
Muy pronto, le sintió estremecerse mientras derramaba la simiente en «u interior. Desde aquel momento, comprendió que su vida había cambiado irrevocablemente; el río había dejado de discurrir mansamente por los meandros para lanzarse como un torrente por encima de los acantilados hacia el océano, hacia un mar llamado Cortés.

 

Tenochtitlan

 

Los tres hombres avanzaron a gatas por el salón del trono, iban descalzos y vestían unos sencillos taparrabos blancos.
—Señor, mi señor, mi gran señor —murmuró uno de ellos con una voz aguda y quebrada.
Moctezuma los recibió ataviado con sus vestiduras regias. Una joya de oro con la forma de un águila brillaba en su labio inferior; en las orejas llevaba pendientes de turquesa. Su tilmatli, la túnica roja, estaba hecha de piel de coyote y plumas de quetzal, con vivos bordados que reproducían un dibujo de figuras geométricas.
Miró a los tres hombres postrados con una expresión de disgusto. Se volvió para decirle algo a su consejero, Cihuacóatl.
—El Adorado Portavoz desea saber qué habéis visto que os ha hecho venir a su palacio.
Se produjo un breve silencio mientras los tres pescadores esperaban, cada uno de ellos con la esperanza de que alguno de sus compañeros fuera el primero en hablar. Por fin, el mayor decidió tomar la palabra.
—Venimos de la aldea de Coatzacoalcos, en Tehuantepec. Hace sólo cuatro días, unas canoas enormes sin remos aparecieron en nuestra bahía. Llevaban con ellas el viento, envuelto en paquetes de tela, y grandes banderas con cruces rojas. Al día siguiente vimos criaturas con barbas y cascos de oro que brillaban con el sol. Bajaron a tierra y pidieron agua fresca y comida. Les dimos todo lo que teníamos, unos cuantos pavos y maíz. Se quedaron dos días y después se marcharon en sus canoas hacia las tierras del este.
La expresión de Moctezuma habría aterrorizado a los tres pescadores si se hubieran atrevido a mirarle a la cara, algo que tenían prohibido y que les habría valido la muerte si lo hacían. Así que esperaron de rodillas sin saber el efecto que sus palabras habían provocado en el gran tlatoani. Moctezuma recuperó el control de sus emociones y le susurró otra pregunta a Cihuacóatl.
—¿Os dejaron algo a cambio? —preguntó éste.
El hombre se arrastró con un trozo de galleta en la mano. Lo dejó en el suelo de mármol a los pies del trono de Moctezuma.
—Dijeron que era su comida.
A un gesto de Moctezuma, Cihuacóatl recogió el trozo de galleta y se la dio. El emperador lo sopesó en la palma de la mano. La comida de los dioses tenía el peso y la consistencia de un trozo de roca volcánica. Mordió el trozo y no consiguió partirlo. Se volvió una vez más para susurrarle al consejero.
—El Adorado Portavoz quiere saber si esas criaturas os dijeron algo más.
—Nos dijeron que no debíamos hacer más sacrificios humanos a los dioses —respondió el hombre en voz baja—. De lo contrario, regresarían para castigamos.
Moctezuma soltó una exclamación. En la enorme sala de audiencias sonó como el siseo de una serpiente. No había error posible. Quetzalcóatl había regresado, tal como anunciara la profecía.
Apretó el trozo de galleta en el puño. Murmuró sus órdenes al oído de Cihuacóatl.
—Debéis esperar en el patio hasta que el Adorado Portavoz ordene que os marchéis. No debéis hablar con nadie de todo esto bajo pena de muerte.
Satisfechos de que la audiencia hubiera concluido sin más consecuencias. los hombres retrocedieron hacia la puerta, sin volverle la espalda al trono ni una sola vez.
En cuanto se marcharon, Moctezuma se dirigió otra vez a su consejero.
—Entregadlos a los sacerdotes para el sacrificio. Nadie debe saber ni una palabra de todo esto.
—Así se hará.
El gran tlatoani contempló el alimento divino que apretaba en el puño.
—¿Qué opináis de su. relato?
—Sólo son unos pobres pescadores. ¿Cómo podemos fiarnos de los relatos de unos ignorantes? Quizá los extranjeros no sean dioses, sino embajadores de algún lugar muy lejano.
—¿Cómo podría ser eso posible? Tenochtitlan es el centro del único mundo. No hay nada más allá del mar, excepto el cielo. —Moctezuma negó con la cabeza—. Es Quetzalcóatl. La cruz roja es su estandarte. Ha venido del este, hacia donde había partido con el alba. Además, trae el viento, su viento, atado a su canoa. ¡También habló de los sacrificios humanos! ¿Cómo podría ser algún otro?
Cihuacóatl no respondió.
«Estoy condenado desde que asumí el trono —pensó Moctezuma—. Ahora que ha llegado el momento casi siento alivio. Se acabó vivir con miedo a lo que traerá el futuro.» Miró el trozo de galleta durante unos segundos antes de dárselo a su consejero.
—Manda que lo coloquen en una urna de oro. Lo llevaremos al templo de Quetzalcóatl en Tollan. Si viene a buscarlo, verá que hemos tratado a su propiedad con el debido respeto.
—Sí, mi señor.
Cihuacóatl marchó a cumplir las órdenes del gran tlatoani, y Moctezuma se quedó solo en la sala de audiencias. El puñal del miedo hurgaba en su corazón.
Echó la cabeza hacia atrás y soltó un grito como un animal herido. Putunchan

 

Putunchan

 

La muchacha echó la cabeza hacia atrás y soltó un grito como un animal herido.
«Por los cojones de Satanás —pensó Benítez—. Una virgen.»
Estar encamado con una salvaje le espantaba, pero al mismo tiempo, le provocaba una excitación tremenda. Una vez, oyó a los marineros hablar de la cópula con animales y entonces, le hubiera parecido lo de ahora algo sólo un poco mejor que aquello. Sin embargo, tenía que admitir que la muchacha era limpia, y su olor, aunque extraño, no era desagradable. Calculó que no tendría más de dieciséis años. La idea de que alguna vez podría acostarse con una virgen de dieciséis años era un recuerdo del pasado. Se le ocurrió que muchos hombres podrían considerarlo afortunado. No obstante, cuando pensó en lo que había visto en aquel templo maldito, se preguntó qué podía tener de bueno copular con una salvaje.
En el exterior, los demoníacos chillidos de los monos aulladores rompían el silencio de la noche, como un terrible coro infernal.
A pesar de sus aprensiones, la trató con cuidado. Procuró no hacerle más daño del necesario en el desfloramiento. La muchacha tenía un cuerpo muy bonito. Al principio le sorprendió comprobar que no tenía vello en el pubis, pero eso tampoco le desagradó tanto como suponía. Se corrió muy pronto, gimiendo de placer.
Cuando miró el rostro de la muchacha, vio que las lágrimas le corrían por las mejillas. Como desconocía su idioma, no podía saber si lloraba de dolor o por alguna otra razón que él ignoraba. Quizá lloraba al recordar a su madre, a su hermana o algún casto amor que había dejado atrás para siempre en Tabasco.
Aceptó, no sin cierta sorpresa, que la criatura que estrechaba entre sus brazos quizá no eran tan salvaje ni bárbara como había supuesto. Le acarició el pelo, murmuró palabras de consuelo que ella no podía comprender, perturbado de pronto por la violación; la bestia y el salvaje abrazados, muy lejanos.

 

Tollan

 

Los presagios comenzaron a aparecer poco después del ascenso al trono de Moctezuma. Llegó un momento en que eran tan numerosos que no los podía negar; primero apareció una piedra de sangre en el cielo todas las noches durante un año entero, para luego desvanecerse por el oeste desparramando chispas como un leño ardiente, con la larga cola de fuego señalando al este; un rayo había incendiado el templo de Huitzilopochtli, el Colibrí; luego, se había escuchado el llanto de una mujer fantasma que recorría las calles durante la noche; y ahora había nacido un niño con dos cabezas.
El monte Humeante, el Popocatépetl, había entrado en erupción. Escupía humo todo el día, y, por las noches, ardía en las montañas del este como otro sol. Era la hora, era la hora.
«¿Por qué tengo que ser yo quien soporte esta carga? —se preguntó Moctezuma—. De todos los grandes señores de los mexicas, ¿por qué he de ser yo quien se enfrente a este momento?»

 

Los sacerdotes habían llevado su palanquín a hombros todo el camino hasta Tollan. La antigua ciudad había sido la capital de Quetzalcóatl cuando caminaba por la tierra muchísimos años atrás pero ahora estaba desierta, abandonada en la llanura requemada por el sol y azotada por el viento. Las casas se habían derrumbado y sólo se mantenían las pirámides truncadas de los templos; las columnatas del palacio parecían el blanqueado costillar de un gigante muerto tiempo ha. Las calles eran ahora el hogar del amaranto y de las serpientes de cascabel, el mudo testimonio de que incluso las más grandes civilizaciones estaban condenadas a perecer.
Moctezuma se apeó del palanquín y los sacerdotes le subieron en brazos hasta la cima de la pirámide. Era la última hora de la tarde y el viento del desierto aullaba entre las piedras, levantando nubes de polvo. La Serpiente Emplumada, el Señor del Viento, estaba aquí; les observaba. Una falange de guerreros toltecas de piedra, de quince pies de alto, vigilaba desde el techado del templo. Más allá, un cuervo solitario, sacudido por el viento del desierto, estaba posado sobre un chacmool. El pájaro remonto el vuelo, con un graznido de protesta, al ver llegar a los hombres.
Otra nube de polvo castigó el rostro de Moctezuma. Hacia el este, detrás de las montañas, el horizonte aparecía cubierto de negros nubarrones donde se sucedían los relámpagos y los truenos.
El lugar del culto, el santuario de su dios y antiguo enemigo, se encontraba en el corazón de la pirámide, en una cámara debajo de la plataforma superior. Moctezuma bajó solo las escaleras, con el trozo de galleta en un recipiente de oro, cubierto con una tela muy fina.
El viento volvió a aullar.

 

Al pie de las escaleras se encontraba la Piedra Solar, un trozo redondo de basalto gris y negro, tallado con dibujos muy intrincados. Dos hombres podían acostarse sobre el diámetro y les sobraría espacio, y el grosor llegaba a la cintura de un hombre. En la superficie aparecía representada la historia de la humanidad y también su futuro. Los paneles cuadrados mostraban la destrucción de los mundos anteriores. Cuatro soles habían precedido al actual: el primero había sido destruido por los tigres; el segundo por las tempestades; el tercero por el fuego y el cuarto por las inundaciones. Ahora, como bien sabían todos los mexicas, vivían los últimos días del quinto sol, el último, el espasmo final de este mundo, antes de que todo acabara para siempre. En el centro de la piedra estaba el dios sol, Tonatiuh, con la hoja de un puñal que le sobresalía de la boca.
El último mundo sería destruido por los cuchillos.
Quetzalcóatl observó a Moctezuma desde la oscuridad, detrás del altar. El emperador sólo alcanzaba a vislumbrar su imagen en la penumbra: una serpiente barbuda que devoraba seres humanos, los cuerpos de los mexicas vivos.
Moctezuma notó que se le aceleraba la respiración. Un búho le guiñó un ojo desde el altar, voló a ciegas durante unos momentos, atrapado y asustado por las paredes, y después salió por el hueco de la escalera.
Otro presagio.
El emperador depositó la calabaza de oro en el altar con mucha reverencia. Después, cogió una de las espinas de pescado que había sobre el altar. Junto a ellas había un pequeño cuenco tallado con la figura de una serpiente. Moctezuma se quitó el manto y el maxtlatl, o taparrabos. Luego se arrodilló desnudo delante de la imagen de la Serpiente Emplumada y con la espina se pinchó el pene con mucho cuidado, recogiendo la sangre de la herida en el recipiente. Repitió el proceso con los lóbulos de las orejas, los muslos y la lengua, para obtener el máximo de sangre posible.
Cuando acabó, tenía el cuerpo bañado en sudor y jadeaba por el dolor de los pinchazos. Se puso de pie muy lentamente, cogió el recipiente y arrojó la sangre al rostro de la Serpiente Emplumada.

 

Moctezuma salió del templo con el resplandeciente manto manchado con su propia sangre. Le ordenó a Cihuacóatl que sellara el santuario para que nadie pudiera entrar nunca más y después permitió que los sacerdotes le bajaran por las escaleras y le sentaran en el palanquín. No dijo ni una palabra en el viaje de regreso a Tenochtitlan. Miraba al frente con expresión malhumorada, la mirada fija en una visión del desastre que se avecinaba. Había hecho todo lo que humanamente podía para conseguir el favor de los dioses. Si la Serpiente Emplumada debía regresar, no quería postergar lo inevitable. Más le valía acabar con todo de una vez.
La princesa azteca
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