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UNA columna de humo se elevaba
de las vigas incendiadas de un tejado, una nube de moscas rondaba
la pierna de un cadáver. Un coyote le observó por un momento, y
luego siguió con el festín. La huella de una mano tinta en sangre
manchaba una pared de adobe.
Benítez vio a Norte que se acercaba,
tambaleante. Se veían las manchas oscuras de la sangre en la hoja
de la espada. Sonreía.
—¡Por la gloria de Dios, Benítez!
—gritó.
Benítez no respondió. Sólo hacía unos meses
que era soldado y creía que ya había visto lo peor de la guerra en
las llanuras de Tlaxcala. Nunca había imaginado nada como lo de
ahora. Resbaló en un charco de sangre y a punto estuvo de
caerse.
¿Podría ser que se lo hubieran imaginado
todo?, se preguntó Benítez. Las únicas pruebas de que disponían
eran la suma de sus propios miedos, engendrados por las palabras de
una vieja y los rumores malintencionados de los totonacas. «Nos
plegamos a las peticiones de los tlaxcaltecas que sólo buscaban una
excusa para hacerse con las mujeres y el botín, y cobrarse la
venganza contra los odiados mexicas.»
—Nada como las matanzas de mujeres y niños
inocentes para la gloria de Dios, ¿no es así, Benítez?
—¡Ellos planeaban hacer lo mismo con
nosotros! —replicó el capitán. Cogió a Norte por la camisa y lo
empujó contra una pared.
—Os pido perdón. Después de vivir ocho años
entre bárbaros he olvidado los sagrados deberes de un caballero
cristiano.
—También hay sangre en vuestra espada.
—Pertenece a uno de nuestros aliados. Un
tlaxcalteca. Intentaba violar a un niño. Ya lo veis, siempre habéis
dicho que no se podía confiar en mí. ¿Me mandaréis colgar por
esto?
Benítez lo soltó, sin responder a la
pregunta.
—Los cholutecas tenían razón, ¿no es así?
—le increpó Norte— Dijeron que tenían miedo de los tlaxcaltecas.
Tenían motivos. Nuestros nuevos amigos son como bestias
salvajes.
Benítez se alejó, buscando no tropezar con
los escombros y los cadáveres en la calle. Los buitres volaban en
círculos sobre la ciudad y su vuelo se acompañaba con los aullidos
de los coyotes.
—¡Fue La Malinche! —gritó Norte—. ¡Ella le
obligó a esto!
Estaba a punto de finalizar la quinta
guardia de la noche, pero el resplandor de las hogueras funerarias
iluminaba el cielo.
La Malinche encontró a Cortés de rodillas
delante de la imagen de la Madre y el Niño. El comandante la miró,
separando las manos unidas en la plegaria con la suavidad de quien
se quita unos guantes de seda.
—Los dioses a veces son benévolos
—manifestó—, pero en otras no tienen otra opción que el castigo.
¿No es así como se hacen las cosas?
—Están matando a los niños —replicó la
muchacha. Le resultaba imposible describir el torbellino interior.
Tenía la sensación de haberse despertado de un hermoso sueño para
encontrarse en un mundo poblado de sombras; todo era gris, nada era
lo que parecía.
Cortés se persignó mientras se levantaba.
Una mirada extraña apareció en sus ojos. Se acercó a la muchacha y
la cogió por el brazo.
—No quería esto —afirmó—. Ellos se lo
buscaron.
—No lo sé. —La Malinche negó con la cabeza.
Intentó liberar el brazo—. Quizá tengas razón. —Le resultaba
imposible pensar, no encontraba ningún sentido en todo lo
ocurrido.
—¡Fuiste tú quién me informó de la
conspiración —protestó Cortés, furioso—. ¡Confié en ti! ¡Me dijiste
que estabas segura!
—Creía estarlo. —Los dedos de Cortés le
hacían daño.
—Tenía que hacerse —insistió Cortés—. Ahora
ya no habrá más rebeliones contra nosotros. Ya hay otros caciques
que nos han enviado mensajes pidiendo hacer la paz.
—Tantas muertes... —susurró La
Malinche.
—Tenía que hacerse —repitió el conquistador.
Le acarició el pelo; de pronto, la rodeó con sus brazos. La
Malinche no se resistió mientras Cortés la levantaba para llevarla
hasta la cama—. Está bien. No pasa nada.
No fue amable con ella. La poseyó de la
misma manera que lo cogía todo. Mientras la montaba, ella se abrazó
al hombre con todas sus fuerzas, confiando en que el acto de amor
curaría su dolor, que los besos y los abrazos apagarían el sonido
de los alaridos de las calles.
Después, mientras yacía con el cuerpo de
Cortés sobre el suyo, hizo lo imposible por no oír. Fue inútil.
Continuó oyéndolos.