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AL día siguiente, los
totonacas amarraron los ídolos de piedra tumbados al pie de las
escaleras del templo y Tláloc, Centéotl y el resto desaparecieron
en la selva. Malinalli sabía que no serían destrozados a
martillazos y enterrados tal como había ordenado el capitán
general. La gente continuaría visitando, con toda discreción, los
lugares secretos. Pero era suficiente haber desafiado su poderío,
romper los vínculos con el pueblo.
En la cumbre de la pirámide estaban
construyendo una nueva techumbre para reemplazar la que se había
incendiado y habían encalado las paredes manchadas de sangre del
templo. Allí instalarían el nuevo santuario, adornado con flores
frescas y las velas que los españoles fabricaban con cera de abeja.
Habían obligado a los sacerdotes a quitarse las túnicas mugrientas
que apestaban a muerto por otras de color blanco, y les habían
cortado el pelo con pegotes de grasa y sangre que les llegaba hasta
los hombros con las espadas.
Una cruz y una imagen de Nuestra Señora de
los Remedios había reemplazado a los viejos dioses de piedra.
Cortés en persona se había encargado de subir la imagen de la
Virgen y el Niño.
Malinalli se preguntó por primera vez si era
verdad que comprendía sus intenciones.
Cortés no se parecía en nada a ninguno de
los dioses que ella se había imaginado. Era un ser divino y sin
embargo, cada día se hincaba de rodillas ante la tierna imagen de
una madre y su hijo; predicaba furioso contra los sacrificios
humanos y en cambio bebía la sangre de su propio dios,
Ometeocuhtli.
Era la Serpiente Emplumada, pero no lo era
del todo.
No estaba libre de faltas, aunque también
era cierto que no había dios sin alguna falta. A menudo los dioses
eran mortales. Algunas veces, un dios llegaba incluso a encontrar
su camino dentro de un hombre, como había sido el caso de
Moctezuma.
Entonces, se le ocurrió una idea
sorprendente. Si un dio» podía en centrar su camino en el interior
de un hombre, ¿no podría el divino encontrar el lugar acogedor en
el corazón de una mujer?