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«POBRETONES —pensó La Malinche— comparados con los mexicas.» Incluso resultaba evidente que algunas de las prendas que vestían se las habían robado a los opresores, porque estaban manchadas de sangre. Los demás llevaban las humildes prendas de fibra de maguey.
La muchacha permaneció detrás de la silla de Cortés mientras él los recibía, preparada para oficiar de traductora. La delegación la integraban unos cincuenta naturales, y a juzgar por las plumas y las joyas todos eran notables y aristócratas del pueblo tlaxcalteca. El jefe era tan alto como un español, y tenía la piel manchada. Se presentó a sí mismo como Xicoténcatl el Joven, hijo del jefe tlaxcalteca.
—Hemos venido para pedirle perdón a tu señor Malintzin —comenzó el joven jefe, con una expresión adusta—. Estábamos convencidos de que le había enviado nuestro gran enemigo, Moctezuma. Lo creíamos porque os acompañaban sus vasallos, los totonacas. Ahora vemos que estábamos equivocados. —Al guerrero se le atragantó la última palabra.
La Malinche tradujo la disculpa. Si Cortés estaba satisfecho, no lo demostró.
—Decidles que ellos son los únicos culpables de esta guerra. Vine aquí en son de paz y me atacaron, causando grandes perjuicios. Ahora mis oficiales quieren quemar su ciudad, y no sé si podré evitarlo.
La muchacha consiguió reprimir el asombro. ¿Quemar su ciudad? Si sus hombres apenas podían encender una hoguera para calentarse.
Sin embargo, la réplica pareció provocar una gran consternación en Xicoténcatl. Tenía sus órdenes. Su padre deseaba la paz.
—Decidle al señor Malintzin que entró en Tlaxcala sin nuestro consentimiento. No podíamos hacer otra cosa que combatirle. No obstante, lamentamos el malentendido y nuestro Consejo de los Cuatro le ofrece su amistad si establece una alianza con nosotros.
—No veo motivos para olvidar pasadas injurias —manifestó Cortés, después de escuchar la respuesta del joven. Tabaleó impaciente en el brazo de la silla.
—¿Qué debo responderle, mi señor? —preguntó la muchacha, atónita.
—Decidle que mis términos para la paz son estos: debe someterse a mí inmediatamente y jurar fidelidad a Su Majestad, el rey Cados de España. Si rehúsa, iré a Tlaxcala, quemaré la ciudad y los convertiré a todos en esclavos.
La Malinche se volvió otra vez hacia el representante tlaxcalteca.
—La Serpiente Emplumada dice que debéis obedecerle en todo lo que mande, o irá a Tlaxcala para castigaros a todos.
Xicoténcatl el Joven miró atentamente a Cortés.
—¿De verdad son dioses? —preguntó.
—¿Qué ha dicho? —quiso saber Cortés.
—Pregunta si sois un dios, mi señor —susurró La Malinche, al ver que Aguilar estiraba el cuello para escuchar lo que se decía.
—Decidle que soy un hombre, lo mismo que él, pero que yo sirvo al único y verdadero dios.
Ella vaciló. «Si le digo a este muchacho que no eres un dios, querrá volver a luchar contra nosotros —pensó—. ¿Por qué intentas ocultar b verdad? ¿Es posible que de verdad no sepas que eres la Serpiente Emplumada?»
—Es sólo un hombre —le dijo a Xicoténcatl—, pero lleva a un dios dentro. Por eso no se le puede derrotar en el combate.
Advirtió que sus palabras habían calado en el joven guerrero, e incluso adivinó lo que estaba pensando: «Sí, es posible. Algunas veces los dioses reaparecen como hombres». La Serpiente Emplumada había sido un hombre cuando gobernaba a los toltecas.
La respuesta era válida para el tlaxcalteca, pero no para ella. ¿Podía un hombre ser un dios y no saberlo? ¿Acaso había un misterio mucho más grande de lo que imaginaba?

 

Un río que parecía una cinta de plata cruzaba la llanura, y las lejanas montañas se recortaban contra el cielo, de un azul muy intenso. A los españoles les recordó el paisaje de Andalucía. Incluso algunos dijeron que b ciudad se parecía a Granada. Los edificios de piedra blanca se extendían sobre las laderas de las colinas y abundaban los jardines y huertos. No tenía nada que ver con la miseria y b suciedad que habían esperado encontrar. Era todavía más hermosa que Cempoallan.

 

La población entera salió a recibirlos. El día antes esas mismas personas habían sido sus más encarnizados enemigos; ahora se apiñaban en las calles y los tejados para darles la bienvenida. Les arrojaban flores mientras sonaban los tambores y las caracolas para celebrar su llegada. Entraron en Tlaxcala el primer día del mes conocido como Teotleco, Llegada de los dioses [del 20 de septiembre al 9 de octubre].
Xicoténcatl el Viejo les esperaba en la plaza, sentado en un palanquín, acompañado por un gran séquito de nobles y sirvientes. Era muy viejo, con el rostro muy moreno y arrugado. «Parece un monito», pensó Cortés. En las esteras extendidas en el suelo, delante del palanquín, había unos cuantos objetos de oro y piezas de tela cuyo valor no superaba las veinte coronas.
Mientras el capitán general desmontaba, el jefe supremo de los tlaxcaltecas se levantó ayudado por sus sirvientes. Pronunció un breve discurso. Cortés esperó la traducción.
—Os da la bienvenida a Tlaxcala y os ofrece estos humildes regalos como tributo —tradujo La Malinche, señalando los objetos de oro y las telas—. Dice que quisiera poderos dar mucho más, pero Moctezuma les tiene prisioneros en las montañas y son muy pobres.
—Decidle que valoro su amistad mucho más que todo el oro de este mundo. Decidle también que nunca más volverá a soportar el yugo de los mexicas,— porque me envía un gran señor para liberar a todos los hombres de las tiranías de los reyes.
La Malinche tradujo las palabras de Cortés al náhuatl y después hizo lo mismo con la réplica del jefe tlaxcalteca.
—Os agradece vuestras amables palabras. Desea poder confirmar muy pronto vuestra alianza con el ofrecimiento de algunas de sus mujeres en matrimonio. Pero ahora lo que desea es tocar vuestro rostro.
—¿Mi rostro?
—Es ciego, mi señor. Desea verte.
Cortés se obligó a controlar su instintiva repugnancia a sentir el contacto de los dedos del salvaje. Asintió con un gesto y permaneció inmóvil mientras Xicoténcatl el Viejo le pasaba los dedos nudosos por los labios, los ojos y la barba. En el rostro del anciano apareció una sonrisa beatífica. Le murmuró una palabra a la joven.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Cortés.
—Ha pronunciado el nombre de uno de nuestros dioses, mi señor.
—¿Cuál?
—La Serpiente Emplumada.
Cortés miró a los demás. En medio de tanta bulla, ninguno de los oficiales o los frailes habían escuchado lo dicho. ¡Era algo fantástico! La Malinche tenía razón. ¡Aquellas gentes creían sinceramente que los hombre» podían convertirse en dioses! Era una idea blasfema. Pero asumir el popel de un ser divino podía ayudar muchísimo a sus planes, siempre y cuando actuara con cuidado.
—¿Mi señor? —preguntó La Malinche.
—¿Sí, doña Marina?
—¿Qué debo responderle?
El comandante observó el rostro de la muchacha. Era imposible descifrar sus pensamientos.
—No le digáis nada. Por el momento, ya sabe bastante.

 

Aquella noche, Aguilar la esperaba en la oscuridad.
—Necesito hablar con vos —manifestó el hermano, acomodando el paso al de la joven.
Ella arrugó la nariz, asqueada por el olor a mugre y santidad del hermano. «Los sacerdotes son todos iguales —pensó—. Da lo mismo que sean españoles o mexicas.» Aceleró el paso.
—El capitán general ya no me hace partícipe de sus deliberaciones —protestó Aguilar.
—Eso no es asunto mío.
—Temo por él. Fray Bartolomé Olmedo es un buen hombre pero hay algunas cosas que él no comprende.
—¿Cuáles son?
—Es demasiado confiado. Por ejemplo, cree que vos hacéis una traducción literal lo que mi señor Cortés dice a estos caciques.
—¿Qué creéis que hago? ¿Recitar poemas sobre las mariposas?
—Debéis tener cuidado, doña Marina. Estáis haciendo un juego muy peligroso.
La muchacha se volvió para mirarle. Se fijó en el libro deshojado que apretaba contra el pecho, el ridículo símbolo de la fertilidad colgado alrededor del cuello, algo insólito en un hombre de su condición. ¿Qué podía entender de México y Cortés?
—No haré nada que pueda perjudicarlo. Nunca.
—Entonces, tened cuidado con vuestras palabras. Lo destruiréis.
—Nadie le puede destruir. Ni vos ni yo.
—No es más que un hombre, y cualquier hombre puede ser destruido —afirmó el hermano, acercándose—. Sobre todo, por una mujer.
Aguilar dio media vuelta y se marchó, mientras ella se preguntaba por el significado de sus palabras.
La princesa azteca
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