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CORTÉS se encontraba en su
nuevo alojamiento, aunque no era el palacio que había soñado. El
suelo era de tierra apisonada, las paredes de ladrillos de adobe, y
la techumbre de paja. Pero lo asentaba definitivamente en aquellas
nuevas tierras. Ya no habría vuelta atrás.
Apartó el recado de escribir, interrumpiendo
la carta que redactaba para el rey de España y contempló a sus dos
visitantes.
Llegó a la conclusión de que la muchacha no
podía tener más de diecinueve o veinte años. Prácticamente una
chiquilla. Pero había brillo e inteligencia en sus ojos oscuros,
como ahora, mientras mantenía la mirada gacha en una actitud
recatada. Desde luego, era un premio muy valioso.
El otro visitante era Aguilar, torpe y
delgado, con el sudor como gotas de rocío en el pelo ralo. El
rostro largo y afilado, y los labios finos le conferían el aspecto
típico de un asceta. Cortés aplastó de un manotazo un insecto que
le picaba en el cuello. ¡Cómo odiaba a los curas!
—Quiero que le pidáis a doña Marina —le dijo
a Aguilar—, que me cuente un poco más de la capital de los mexicas,
ese lugar que llaman Tenochtitlan. Me dijo que había estado allí
una vez, cuando era niña.
Malinalli respondió con su voz.
—La mujer pregunta que es lo que deseáis
saber —tradujo Aguilar—. Hará todo lo posible por recordar.
El capitán general asintió, con una
sonrisa.
—Me dijo que la ciudad está construida en
medio de un gran lago. ¿Sólo se puede acceder a la ciudad en
embarcaciones?
—Dice que Tenochtitlan está unida a tierra
por tres calzadas —respondió Aguilar—. Son puentes hechos de madera
que se pueden retirar rápidamente en caso de un ataque, con lo cual
la ciudad se convierte en inexpugnable.
«Inexpugnable», pensó Cortés, sin disimular
la sonrisa ¿Cuántas veces había escuchado decir a los hombres lo
mismo sobre una mujer o una ciudad?
—¿Cómo es la ciudad? ¿Se parece a
Cempoallan?
La joven se entusiasmó con la descripción.
Cortés creyó que no callaría. Sus palabras eran como una catarata.
Aguilar comenzó a traducir antes de que acabara de hablar, y lo
hacía a toda prisa para no perderse.
—Dice que es mucho más grande y muchísimo
más hermosa que Cempoallan. En las afueras de la ciudad hay lo que
los mexicas llaman chinampas, islas artificiales en el lago que se
utilizan como campos de cultivo. En los suburbios, las casas son de
adobe con techumbres de paja, similares a las que habitan los
cempoallanos, pero en el centro hay muchísimos templos y palacios,
son tantos que resulta imposible contarlos todos. La población se
cuenta por centenares de miles.
Cortés se llevó una desilusión. Todos los
indios eran dados a la exageración y por lo visto, Malinalli pecaba
de lo mismo. Si decía la verdad, Tenochtitlan sería la ciudad más
grande del mundo conocido, y era imposible que los salvajes
construyeran algo de una escala comparable a Venecia, Roma o
Sevilla.
—Me gustaría saber algo más sobre los
puentes. Pregúntale si se podría tomar la ciudad, en el caso de que
una tropa consiguiera cruzar uno de los puentes.
Malinalli entendió la pregunta.
—Afirma que es imposible tomar Tenochtitlan
en un ataque frontal. Todas las casas tienen techos planos y
parapetos, como las del Cacique Gordo. Los guerreros podrían
utilizarlas como fortines.
«Por lo tanto, tenemos que buscar otra
manera de entrar», se dijo Cortés.
—Dadle las gracias por sus informaciones —le
ordenó a Aguilar—. Es evidente que incluso siendo una niña ya era
muy inteligente y observadora. —Vio la sonrisa de placer de la
joven ante el halago.
—¿Creéis que debemos hacer mucho caso de las
palabras de una niña? —protestó Aguilar.
El capitán general a duras penas consiguió
esbozar una sonrisa para ocultar su rabia. Aguilar tenía que
aprender cuál era su lugar.
—Yo seré quien lo decida.
—Pero, mi señor...
—¡Callaos o lo lamentaréis!
Aguilar guardó silencio, pero miró con
desprecio a la muchacha. «Fraile insolente.»
—Quiero formularle otras preguntas. Me
gustaría saber algo más de las relaciones que mantienen los mexicas
son sus vecinos. ¿Los totonacas son los únicos sometidos al yugo
del emperador?
La joven tenía mucho que decir sobre este
tema.
—Dice que los mexicas tienen muchísimos
enemigos dentro de la federación —tradujo Aguilar—. Creo que está
diciendo... no lo entiendo todo pero al parecer, los mexicas son
considerados como unos advenedizos en el valle de México, que
consiguieron imponerse empleando métodos brutales. Explica que
obligan a pagar fuertes tributos a todos los pueblos sometidos, y
que hay un gran resentimiento en su contra. Incluso hay una nación
con la que mantiene una guerra permanente.
—Vaya.
—Dice que se llama Tlaxcala, la tierra de
los despeñaderos de las águilas. Está situada en las montañas que
hay entre este lugar y Tenochtitlan.
—Muy interesante. —Cortés sonrió. Un reino
dividido no podía sostenerse—. Muy bien. Dadle las gracias a doña
Marina en mi nombre, hermano Aguilar. Su colaboración ha sido
inestimable. Decidle que me gustaría hablar con ella más tarde,
pero que esto es todo por ahora.
Las miradas del capitán general y Malinalli
se cruzaron cuando la joven se levantó. «La invitación está muy
clara —se dijo Cortés—. Soy su elegido, y a mí me corresponde
decidir si acepto lo que se me ofrece. Pero debo ir con cuidado.»
Miró a Aguilar, que no había pasado por alto el momento de
intimidad. La expresión de su rostro reflejaba claramente su
desagrado. Esperó, al parecer convencido de que ahora mantendría
una conversación en privado.
—Podéis iros —le ordenó Cortés.
En cuanto se quedó solo, Cortés se reclinó
en la silla y analizó su posición. La idea que acababa de surgir en
su mente sólo se podía tomar como una apuesta, la mayor de toda su
vida. Pero, ¿por qué no? Tenía treinta años. ¿Qué otra cosa podía
hacer un hombre de su edad sino buscar la fama y la fortuna, o
morir en el intento? Demasiados hombres pensaban únicamente en el
peligro, como si fuesen a vivir para siempre; cuando morían, su
destino quedaba sin realizarse. Él estaba seguro de una cosa: si un
hombre no se decidía a arriesgarse cuando estaba en la plenitud, el
resto de su vida pasaría en un santiamén y se habría acabado. Se
había prometido, cuando salió de Extremadura, que viviría como un
rey o moriría en las mazmorras.
«La fortuna es de los valientes», murmuró
para sus adentros.
Además, podía ser una jugada, pero en este
juego él tenía el único as de la baraja. Se llamaba
Malinalli.
Se apiñaron en el despacho de Cortés,
sudorosos y agotados después de trabajar en las obras. Esperaron a
que el capitán general se dirigiera a ellos, todos alertas,
excitados y también con un poco de miedo.
«Cortés ha pergeñado algún plan —pensó
Benítez—. Lo veo en su mirada.»
—La construcción de la nueva ciudad va
viento en popa —comenzó Cortés—. Dentro de unos cuantos días
habremos acabado los trabajos mis importantes. —Hizo una pausa para
mirar a los presentes. No faltaba nadie. Estaban los capitanes,
fray Bartolomé y el hermano Aguilar. Su consejo de guerra—. Sin
embargo, mientras estamos aquí no ganamos méritos a los ojos del
Señor ni ante el rey de España. La gloría y las riquezas que
buscamos continúan en la ciudad lacustre de los mexicas, a la que
llaman Tenochtitlan.
—Entonces, debemos ir a sitiarla
inmediatamente —propuso Velázquez de León, con un tono que rezumaba
ironía.
—Hay muchas maneras de coger a una gallina
—replicó Cortés, esbozando una sonrisa como si le divirtiera el
humor de León—. Algunas veces persiguiéndola, otras ofreciéndole
algo para picotear en la palma de la mano y hacer que la gallina se
acerque. De cualquier modo, no conseguiremos nuestra comida si
seguimos sentados aquí. En cuanto acabemos la construcción del
fuerte, sugiero que emprendamos la marcha hacia Tenochtitlan.
Benítez se preguntó si había escuchado
correctamente. Lo que Cortés proponía era sorprendente. Algo
fantástico y suicida.
—Somos quinientos contra millones —le
recordó Ordaz.
—Somos quinientos generales —afirmó el
capitán general—. Creo que por cada uno de nosotros podemos
reclutar un ejército entre aquellos que sufren la opresión de
Moctezuma. Por lo que me ha dicho doña Marina, el emperador de los
mexicas tiene más enemigos que pulgas un perro viejo.
—Para el perro, las pulgas sólo son un
fastidio —apuntó Velázquez de León.
El rostro de Cortés cambió de expresión
súbitamente. Sonrió y pareció relajarse.
—Vuestros temores os consumen —dijo.
Mejor eso que acabar consumidos por los
indios —manifestó Ordaz.
—Ya hemos demostrado en Ceutla que podemos
derrotar a los naturales en combate, por muchos que sean. No estoy
proponiendo una guerra No es necesario que luchemos contra
Moctezuma. Si podemos entrar en su ciudad, quizá conseguiríamos
hacer nuestras buenas obras por otros medios. —Esperó a que los
demás le manifestaran su apoyo, pero incluso Alvarado y
Portocarrero permanecieron en silencio.
Cortés volvió a cambiar de talante
bruscamente y descargó un puñetazo contra la mesa.
—; Habéis olvidado la rueda de oro que está
guardada en la bodega de La Santa Mario? Habrá una para cada uno de
vosotros si me secundáis en esta empresa.
—Si fuéramos unos cuantos más... —comenzó
Portocarrero.
—¡Seremos muchos más! ¡Tenemos a nuestros
aliados totonacas, y a medida que avancemos hacia Tenochtitlan,
ganaremos muchos más aliados! ¿No lo veis? ¡Hemos venido aquí como
libertadores! ¡Estas gentes esperan que los salvemos de los
mexicas! Nos darán su apoyo, y son miles, decenas de miles. —Hizo
una pausa para mirar a los congregados—. ¡No sólo haremos el
trabajo de Dios, caballeros, sino que habrá fama y fortuna para
cada uno de los hombres que participen en la empresa, riquezas
suficientes para el resto de sus vidas!
—Yo estoy con Cortés —manifestó una voz. Se
dieron la vuelta para mirar a quien había hablado. Se trataba nada
menos que de Aguilar.
—¡No permitiré que carguéis solo con todo el
oro! —replicó Alvarado, con una sonrisa.
—¿Alonso? —preguntó Cortés.
Portocarrero asintió.
—Yo iré —afirmó Sandoval.
—Ya también —dijo Jaramillo.
El capitán general miró a Benítez.
«¡Soy un idiota! —pensó Benítez—. Pero, ¿qué
puedo hacer? No puedo regresar a Cuba con las manos vacías. No
tendría sentido. Si me quedo en el fortín, lo más probable es que
pille las fiebres y muera del vómito.»
—Sí, de acuerdo. ¿Por qué no?
—respondió.
«Estoy tan loco como él! —se dijo—. Todos
estamos infectados por esta locura. Nos contagiamos la fiebre el
día que los mexicas nos llevaron la gran rueda de oro a la playa, y
la ambición acabará por matarnos a todos.»