24

 

CORTÉS se encontraba en su nuevo alojamiento, aunque no era el palacio que había soñado. El suelo era de tierra apisonada, las paredes de ladrillos de adobe, y la techumbre de paja. Pero lo asentaba definitivamente en aquellas nuevas tierras. Ya no habría vuelta atrás.
Apartó el recado de escribir, interrumpiendo la carta que redactaba para el rey de España y contempló a sus dos visitantes.
Llegó a la conclusión de que la muchacha no podía tener más de diecinueve o veinte años. Prácticamente una chiquilla. Pero había brillo e inteligencia en sus ojos oscuros, como ahora, mientras mantenía la mirada gacha en una actitud recatada. Desde luego, era un premio muy valioso.
El otro visitante era Aguilar, torpe y delgado, con el sudor como gotas de rocío en el pelo ralo. El rostro largo y afilado, y los labios finos le conferían el aspecto típico de un asceta. Cortés aplastó de un manotazo un insecto que le picaba en el cuello. ¡Cómo odiaba a los curas!
—Quiero que le pidáis a doña Marina —le dijo a Aguilar—, que me cuente un poco más de la capital de los mexicas, ese lugar que llaman Tenochtitlan. Me dijo que había estado allí una vez, cuando era niña.
Malinalli respondió con su voz.
—La mujer pregunta que es lo que deseáis saber —tradujo Aguilar—. Hará todo lo posible por recordar.
El capitán general asintió, con una sonrisa.
—Me dijo que la ciudad está construida en medio de un gran lago. ¿Sólo se puede acceder a la ciudad en embarcaciones?
—Dice que Tenochtitlan está unida a tierra por tres calzadas —respondió Aguilar—. Son puentes hechos de madera que se pueden retirar rápidamente en caso de un ataque, con lo cual la ciudad se convierte en inexpugnable.
«Inexpugnable», pensó Cortés, sin disimular la sonrisa ¿Cuántas veces había escuchado decir a los hombres lo mismo sobre una mujer o una ciudad?
—¿Cómo es la ciudad? ¿Se parece a Cempoallan?
La joven se entusiasmó con la descripción. Cortés creyó que no callaría. Sus palabras eran como una catarata. Aguilar comenzó a traducir antes de que acabara de hablar, y lo hacía a toda prisa para no perderse.
—Dice que es mucho más grande y muchísimo más hermosa que Cempoallan. En las afueras de la ciudad hay lo que los mexicas llaman chinampas, islas artificiales en el lago que se utilizan como campos de cultivo. En los suburbios, las casas son de adobe con techumbres de paja, similares a las que habitan los cempoallanos, pero en el centro hay muchísimos templos y palacios, son tantos que resulta imposible contarlos todos. La población se cuenta por centenares de miles.
Cortés se llevó una desilusión. Todos los indios eran dados a la exageración y por lo visto, Malinalli pecaba de lo mismo. Si decía la verdad, Tenochtitlan sería la ciudad más grande del mundo conocido, y era imposible que los salvajes construyeran algo de una escala comparable a Venecia, Roma o Sevilla.
—Me gustaría saber algo más sobre los puentes. Pregúntale si se podría tomar la ciudad, en el caso de que una tropa consiguiera cruzar uno de los puentes.
Malinalli entendió la pregunta.
—Afirma que es imposible tomar Tenochtitlan en un ataque frontal. Todas las casas tienen techos planos y parapetos, como las del Cacique Gordo. Los guerreros podrían utilizarlas como fortines.
«Por lo tanto, tenemos que buscar otra manera de entrar», se dijo Cortés.
—Dadle las gracias por sus informaciones —le ordenó a Aguilar—. Es evidente que incluso siendo una niña ya era muy inteligente y observadora. —Vio la sonrisa de placer de la joven ante el halago.
—¿Creéis que debemos hacer mucho caso de las palabras de una niña? —protestó Aguilar.
El capitán general a duras penas consiguió esbozar una sonrisa para ocultar su rabia. Aguilar tenía que aprender cuál era su lugar.
—Yo seré quien lo decida.
—Pero, mi señor...
—¡Callaos o lo lamentaréis!
Aguilar guardó silencio, pero miró con desprecio a la muchacha. «Fraile insolente.»
—Quiero formularle otras preguntas. Me gustaría saber algo más de las relaciones que mantienen los mexicas son sus vecinos. ¿Los totonacas son los únicos sometidos al yugo del emperador?
La joven tenía mucho que decir sobre este tema.
—Dice que los mexicas tienen muchísimos enemigos dentro de la federación —tradujo Aguilar—. Creo que está diciendo... no lo entiendo todo pero al parecer, los mexicas son considerados como unos advenedizos en el valle de México, que consiguieron imponerse empleando métodos brutales. Explica que obligan a pagar fuertes tributos a todos los pueblos sometidos, y que hay un gran resentimiento en su contra. Incluso hay una nación con la que mantiene una guerra permanente.
—Vaya.
—Dice que se llama Tlaxcala, la tierra de los despeñaderos de las águilas. Está situada en las montañas que hay entre este lugar y Tenochtitlan.
—Muy interesante. —Cortés sonrió. Un reino dividido no podía sostenerse—. Muy bien. Dadle las gracias a doña Marina en mi nombre, hermano Aguilar. Su colaboración ha sido inestimable. Decidle que me gustaría hablar con ella más tarde, pero que esto es todo por ahora.
Las miradas del capitán general y Malinalli se cruzaron cuando la joven se levantó. «La invitación está muy clara —se dijo Cortés—. Soy su elegido, y a mí me corresponde decidir si acepto lo que se me ofrece. Pero debo ir con cuidado.» Miró a Aguilar, que no había pasado por alto el momento de intimidad. La expresión de su rostro reflejaba claramente su desagrado. Esperó, al parecer convencido de que ahora mantendría una conversación en privado.
—Podéis iros —le ordenó Cortés.

 

En cuanto se quedó solo, Cortés se reclinó en la silla y analizó su posición. La idea que acababa de surgir en su mente sólo se podía tomar como una apuesta, la mayor de toda su vida. Pero, ¿por qué no? Tenía treinta años. ¿Qué otra cosa podía hacer un hombre de su edad sino buscar la fama y la fortuna, o morir en el intento? Demasiados hombres pensaban únicamente en el peligro, como si fuesen a vivir para siempre; cuando morían, su destino quedaba sin realizarse. Él estaba seguro de una cosa: si un hombre no se decidía a arriesgarse cuando estaba en la plenitud, el resto de su vida pasaría en un santiamén y se habría acabado. Se había prometido, cuando salió de Extremadura, que viviría como un rey o moriría en las mazmorras.
«La fortuna es de los valientes», murmuró para sus adentros.
Además, podía ser una jugada, pero en este juego él tenía el único as de la baraja. Se llamaba Malinalli.

 

Se apiñaron en el despacho de Cortés, sudorosos y agotados después de trabajar en las obras. Esperaron a que el capitán general se dirigiera a ellos, todos alertas, excitados y también con un poco de miedo.
«Cortés ha pergeñado algún plan —pensó Benítez—. Lo veo en su mirada.»
—La construcción de la nueva ciudad va viento en popa —comenzó Cortés—. Dentro de unos cuantos días habremos acabado los trabajos mis importantes. —Hizo una pausa para mirar a los presentes. No faltaba nadie. Estaban los capitanes, fray Bartolomé y el hermano Aguilar. Su consejo de guerra—. Sin embargo, mientras estamos aquí no ganamos méritos a los ojos del Señor ni ante el rey de España. La gloría y las riquezas que buscamos continúan en la ciudad lacustre de los mexicas, a la que llaman Tenochtitlan.
—Entonces, debemos ir a sitiarla inmediatamente —propuso Velázquez de León, con un tono que rezumaba ironía.
—Hay muchas maneras de coger a una gallina —replicó Cortés, esbozando una sonrisa como si le divirtiera el humor de León—. Algunas veces persiguiéndola, otras ofreciéndole algo para picotear en la palma de la mano y hacer que la gallina se acerque. De cualquier modo, no conseguiremos nuestra comida si seguimos sentados aquí. En cuanto acabemos la construcción del fuerte, sugiero que emprendamos la marcha hacia Tenochtitlan.
Benítez se preguntó si había escuchado correctamente. Lo que Cortés proponía era sorprendente. Algo fantástico y suicida.
—Somos quinientos contra millones —le recordó Ordaz.
—Somos quinientos generales —afirmó el capitán general—. Creo que por cada uno de nosotros podemos reclutar un ejército entre aquellos que sufren la opresión de Moctezuma. Por lo que me ha dicho doña Marina, el emperador de los mexicas tiene más enemigos que pulgas un perro viejo.
—Para el perro, las pulgas sólo son un fastidio —apuntó Velázquez de León.
El rostro de Cortés cambió de expresión súbitamente. Sonrió y pareció relajarse.
—Vuestros temores os consumen —dijo.
Mejor eso que acabar consumidos por los indios —manifestó Ordaz.
—Ya hemos demostrado en Ceutla que podemos derrotar a los naturales en combate, por muchos que sean. No estoy proponiendo una guerra No es necesario que luchemos contra Moctezuma. Si podemos entrar en su ciudad, quizá conseguiríamos hacer nuestras buenas obras por otros medios. —Esperó a que los demás le manifestaran su apoyo, pero incluso Alvarado y Portocarrero permanecieron en silencio.
Cortés volvió a cambiar de talante bruscamente y descargó un puñetazo contra la mesa.
—; Habéis olvidado la rueda de oro que está guardada en la bodega de La Santa Mario? Habrá una para cada uno de vosotros si me secundáis en esta empresa.
—Si fuéramos unos cuantos más... —comenzó Portocarrero.
—¡Seremos muchos más! ¡Tenemos a nuestros aliados totonacas, y a medida que avancemos hacia Tenochtitlan, ganaremos muchos más aliados! ¿No lo veis? ¡Hemos venido aquí como libertadores! ¡Estas gentes esperan que los salvemos de los mexicas! Nos darán su apoyo, y son miles, decenas de miles. —Hizo una pausa para mirar a los congregados—. ¡No sólo haremos el trabajo de Dios, caballeros, sino que habrá fama y fortuna para cada uno de los hombres que participen en la empresa, riquezas suficientes para el resto de sus vidas!
—Yo estoy con Cortés —manifestó una voz. Se dieron la vuelta para mirar a quien había hablado. Se trataba nada menos que de Aguilar.
—¡No permitiré que carguéis solo con todo el oro! —replicó Alvarado, con una sonrisa.
—¿Alonso? —preguntó Cortés.
Portocarrero asintió.
—Yo iré —afirmó Sandoval.
—Ya también —dijo Jaramillo.
El capitán general miró a Benítez.
«¡Soy un idiota! —pensó Benítez—. Pero, ¿qué puedo hacer? No puedo regresar a Cuba con las manos vacías. No tendría sentido. Si me quedo en el fortín, lo más probable es que pille las fiebres y muera del vómito.»
—Sí, de acuerdo. ¿Por qué no? —respondió.
«Estoy tan loco como él! —se dijo—. Todos estamos infectados por esta locura. Nos contagiamos la fiebre el día que los mexicas nos llevaron la gran rueda de oro a la playa, y la ambición acabará por matarnos a todos.»
La princesa azteca
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