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TENOCHTITLAN

 

Los flamencos se movían elegantemente por los bajíos, sus bellos plumajes rosados se reflejaban en el agua quieta de los estanques; las cacatúas de un rojo vivo y azul brillante se movían como relámpagos multicolores en la fronda, o parloteaban posadas en las ramas. Un colibrí azul libaba el néctar de un jazmín trompeta. Un águila arrancaba los restos de carne de una costilla recogida en el templo a primera hora del día.
El ciuacóatl cruzó a paso rápido el aviario real y subió las escaleras hasta la galería desde donde se disfrutaba de una vista panorámica del recinto. Le sorprendió encontrar a Moctezuma de buen humor. Después de las noticias recibidas de Cholula, había esperado otra de sus típicas rabietas. En cambio, se le veía tranquilo, confiado.
—Señor, mi señor, mi gran señor —murmuró, acercándose a gatas—. Habéis requerido mi presencia.
—Quiero que enviéis un mensaje a Cholula.
—A vuestras órdenes.
—Enviad a nuestros delegados con obsequios para el señor Malintzin y decidle que lo feliciten por el castigo impuesto a los cholutecas. Deben dejar bien claro que no he tomado parte en ninguna conspiración en su contra. También han de pedirle que apresure su viaje a Tenochtitlan todo lo posible, porque estoy impaciente por recibirlo.
El ciuacóalt se preguntó los motivos de este súbito cambio.
—Gran señor, hasta ahora hemos hecho todo lo posible por desanimarlo.
—Ya no tenemos nada que temer del señor Malintzin. Cualquier encono que pudiera tener contra nosotros lo ha descargado en Cholula. Dejemos que venga aquí si es eso lo que desea.
—Cumplo vuestras órdenes. —El ciuacóatl se marchó.
Un loro verde jade cruzó el espacio como una saeta. Moctezuma sonrió. Las noticias de la matanza habían disipado sus temores. Aunque la Serpiente Emplumada era el señor de la luz, también tenía su lado oscuro como todos los demás dioses. La matanza de Cholula era una retribución por todos los sacrificios humanos que se habían hecho allí en su nombre. Era la prueba de su divinidad.
La certeza de estar tratando con un dios y no con un hombre, había serenado los ánimos del emperador. Pasó el resto del día, solo, escuchando el canto de los pájaros, y no regresó al palacio hasta bien entrada la noche.

 

La Malinche permaneció despierta durante horas, sintiendo el aliento caliente del hombre en su pecho. Se movió suavemente. Le dolían las partes secretas. «No puedes esperar que sea amable —se dijo—. Los hombres casi nunca son tan gentiles como aparentan, y tú no estás chupando la miel de un hombre, sino la de un dios.»
Sabía que Cortés estaba despierto. Muy pronto se levantaría para ponerse la armadura y salir a recorrer los puestos de vigilancia, como había hecho cada noche después de la matanza. Desde aquel espantoso día, se había vuelto pendenciero, inquieto. Se preguntó si a él también le acosaban las terribles pesadillas. Recordó lo que el hombre había susurrado: «Está bien. No pasa nada.»
«¿Lo estaba? —se preguntó—. ¿No pasaba nada?» Ella misma se sentía atormentada por la traición a Ave entre las Cañas. ¿Fueron sus confidencias, como afirmara Coyote Furioso, el simple cotilleo de una vieja? ¿Sus chismes habían condenado a muerte a todos aquellos millares de seres?
¿Qué pasaba con Cortés? Decía que no era un dios y sin embargo, se comportaba como tal, de una manera sorprendente e impredecible. En un momento dado era amable, se arrodillaba ante la imagen de la madre y el niño, aceptaba unos riesgos tremendos en su afán por destruir los altares de los sacrificios, y al siguiente condenaba a los hombres a que les cortaran las manos y las narices, ordenaba que mataran a todos los habitantes de una ciudad y que arrasaran las casas.
Lo que había dicho era verdad: la acción emprendida contra los cholutecas había dado sus frutos. Pero, ¿cómo quedaba su señor de la amable sabiduría? Por primera vez se le ocurrió pensar que si bien él era un dios —no había ninguna duda de que era una especie de dios, o que tenía un dios en su interior— dicho dios podía no ser la Serpiente Emplumada.
Este planteamiento la dejó atónita y vacía. Era como si hubiera despertado en un bosque en plena noche, no podía estar segura sobre la dirección que debía tomar, ni saber por dónde aparecerían los nuevos monstruos.
La princesa azteca
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