94

 

—VAMOS a morir —gritó el padre Guevara. Sudaba, con los ojos casi a punto de saltársele de las órbitas—. ¡Por vuestra culpa, Cortés! ¡Jamás tendría que haber escuchado vuestras mentiras!
—¡Por mi conciencia! —replicó Cortés, furioso—, ¡Callaos de una vez u os arrepentiréis!
A través de las ventanas llegaban los sonidos y los olores del asedio, el hedor acre del humo, el tronar de los cañones, los estampidos de los arcabuces, y por encima de todo, el infernal redoble del tambor en el Templo Mayor.
—Tenemos que hacer algo —afirmó Alvarado.
—No entregaré la ciudad.
—Mi señor —intervino Sandoval, en voz baja—, Alvarado tiene razón. No podemos continuar aquí. Las paredes están llenas de brechas y el agua apesta. Nos estamos quedando sin pólvora y sin proyectiles para los cañones.
—¡Fundiremos más con el oro! ¡He prometido entregar Tenochtitlan a mi rey y a mi dios!
Benítez miró a La Malinche, que captó la pregunta en su mirada.
—Doña Marina —susurró Alvarado—. Por favor, hablad con él.
«Incluso Alvarado —se dijo Benítez—, sabe que la necesitamos.»
La muchacha asintió. Se arrimó al capitán general, le cogió por el brazo y lo apartó de los demás. Discutieron durante mucho rato. Por fin, Cortés claudicó. Aflojó los hombros, admitiendo la derrota. Buscó a Cristóbal de Olid, el capitán de la guardia.
—Traedme a Moctezuma.

 

El emperador parecía cansado, un viejo ansioso de que le dejarán en paz. Pero cuando miró a los presentes en la sala, vio el miedo en los rostros, oyó el murmullo de las oraciones de fray Bartolomé Olmedo, y una leve sonrisa asomó en su rostro. ¿Era una burla, o se creía salvado?
—¿Por qué me has traído aquí? —le preguntó a La Malinche—. Hace semanas que el señor Malintzin no viene a verme. Ahora, de improviso, me llaman a su presencia sin darme tiempo para prepararme. ¿Qué quiere de mí?
—Necesita vuestra ayuda, mi señor.
—No puedo ayudarle.
—Debéis hacerlo.
—¿Por qué debo hacerlo? ¿No ves en lo que me ha convertido?
Moctezuma tenía la expresión de un animal acorralado.
—¿Qué dice? —preguntó Cortés.
—No hace más que llorar y lamentarse —respondió La Malinche—. Nada importante.
—Decidle que, como puede ver, el pueblo se ha rebelado. Hasta el momento, me he mostrado paciente, pero a menos que cesen los ataques, me veré obligado a matarlos a todos y a incendiar Tenochtitlan. Si desea salvar a los mexicas de la catástrofe, debe salir y hablar con los suyos.
«Una amenaza vana —pensó La Malinche—. Quizá sirvió una vez con aquellos perros ignorantes que eran los tlaxcaltecas, pero el emperador no se dejaría engañar. Así que en cambio le dijo:
—El señor Malintzin quiere que os dirijáis a vuestro pueblo, que acabéis con la rebelión.
—Si pudiera... —Moctezuma esbozó otra sonrisa.
La muchacha se acercó hasta casi tocarle. «Que delgado está —se dijo—, cuánto gris hay ahora en su pelo. Pero el mayor cambio está en sus ojos. Negros y vacíos como espejos de obsidiana. No le queda orgullo, pero sí un poco de poder.»
Moctezuma se echó a reír, con una risa aguda que enfureció a los españoles. Cortés le observó, con una expresión pétrea.
—Doña Marina —dijo Olid—, recordadle que somos sus amigos. ¿Acaso no le hemos tratado bien durante estos meses? ¿Es que prefiere vernos a todos muertos?
La Malinche se encaró una vez más al gran tlatoani.
—Habéis visto por la expresión del que acaba de hablar cómo rogaba por su vida. Ahora mirad a Cortés. ¿A cuál de los dos preferiríais ayudar?
—No puedo hacer nada.
—¡Virgen santa! —exclamó Olid—. ¿Se niega a ayudamos?
—Contened vuestra lengua —le ordenó Cortés, en voz baja. Miró a la mujer—. ¿Qué ha dicho Moctezuma?
—Dice que no puede hacer nada.
—¡Os dije que no podíamos pedirle nada a este perro traidor! —El capitán general hizo lo imposible por controlarse. Un tic le movió un músculo de la mandíbula—. Tened la bondad de recordarle amablemente que aceptó, ante testigos, ser vasallo del rey de España. Si no nos ayuda ahora, lo consideraré como un acto de rebelión contra Su Majestad y mandaré ejecutarlo por traidor. Decídselo y ya veremos si es verdad que no puede hacer nada.
La Malinche se inclinó para hablarle casi al oído.
—Si no le ayudáis, Cortés dice que se asegurará de que no muráis solamente. Antes de morir hará que os aten a una estaca y os quemen a fuego lento. ¿Recordáis a Cuauhpopoca y cómo sufrió?
—No se atreverán. —El miedo quebró la voz del soberano.
—El señor Malintzin es capaz de todo. Vos lo sabéis. Mirad las caras de los españoles. ¿Veis siquiera un atisbo de piedad en alguna de ellas, mi señor?
Moctezuma agachó la cabeza. «Qué momento más dulce —pensó La Malinche—. ¡Si mi padre pudiera verlo!»
Miró al comandante. El y los capitanes permanecieron en silencio, sin intentar poner palabras en su boca. Gozaba de su confianza. Por otra parte, no podían hacer otra cosa que confiar en ella.
—Me enteré por el tal Narváez —dijo el gran tlatoani—, que Cortés no es un dios. Ni siquiera ostenta la autoridad de su propio rey. Es un mercenario y un traidor. Un vagabundo. A Narváez lo enviaron aquí para arrestarlo.
—¿Os habéis dejado robar el trono por un vagabundo y un traidor?
—¡No os burléis de mí!
—Habéis sido un estúpido. Incluso los dioses os maldicen.
A Moctezuma se le escurrió la baba por las comisuras de los labios.
—¿Qué ha dicho ahora este viejo tonto? —preguntó Cortés.
—Sigue con los lloriqueos y las lamentaciones, mi señor. Es una suerte para vos no conocer la lengua elegante. Así os evitáis soportar tantas tonterías.
—Repetidle que lo haré colgar por traidor si continúa comportándose como un rebelde.
—Cortés dice que su único deseo en este momento es marcharse en paz —tradujo La Malinche—. Incluso os dejará todos sus tesoros. Sólo tenéis que decirle a vuestra gente que desista, así él podrá marcharse de aquí con vida. Os da su palabra.
—¿Su palabra! ¿Cuándo ha mantenido la palabra dada?
—Todo puede volver a ser como antes.
—No puedo traicionar a mi gente —manifestó Moctezuma, negando con la cabeza.
—¿Entonces les digo que preparen una hoguera para vos? Será una muerte lenta, mucho más que la de Cuauhpopoca. Os quemarán poco a poco, un miembro por vez.
La Malinche vio reflejada en el rostro de Moctezuma la lucha que libraba en su interior. Quería desafiarlos. Quizás unos meses antes hubiese tenido valor para hacerlo.
La muchacha sabía que casi había ganado.
—¿Quizás estáis pensando que los Guerreros Jaguar conseguirán derribar las puertas a tiempo? Supongamos que sucediera. ¿Cuál sería la suerte del antiguo rey? ¿Caerán de rodillas ante el gran tlatoani que permitió a los ladrones entrar en su casa para incendiar el templo y asesinar a sus hijos? No, mi señor, ésta es vuestra única oportunidad para reafirmar vuestra autoridad como emperador. Si conseguís que os obedezcan, mañana nos marcharemos de aquí y vuestra autoridad quedará restaurada. Podréis reconstruir la pirámide, quizá más grande que la anterior, hacer penitencia ante vuestros dioses, redimir vuestro espíritu. Pero si morimos, vos moriréis con nosotros, y sobre vuestros hombros caerá toda la culpa de los ocurrido. No habrá ni siquiera un trozo de jade en vuestra boca para pagarle a la Bestia Amarilla, sólo dolor y cenizas.
—Si acepto... —comenzó Moctezuma, con voz entrecortada—, el señor Malintzin y todos vosotros... dejaréis la ciudad?
—Decidle a vuestros guerreros que se marchen —respondió la joven—. Sólo queremos conservar la vida.
Moctezuma volvió la cabeza para mirar a Cortés.
—Pensar que creí que era un dios.
—Como pensaba yo de vos, mi señor.
El gran tlatoani reflexionó. La Malinche tenía muy claro que aunque él quería obedecer a sus dioses, deseaba su trono por encima de todo lo demás. Cautivo de su religión, pero esclavizado por el ansia de disfrutar la vida para la que había nacido. No tenía alternativas. El monarca se levantó.
—Haré lo que pueda —prometió.

 

Un toque de corneta anunció la presencia del emperador en la terraza. Se acercó al parapeto protegido de las piedras y las flechas por los escudos españoles. Cuauhtémoc vio a uno de los sacerdotes que le acompañaban, el que llamaban Aguilar.
Las voces se extendieron entre la multitud de guerreros como una ola. Algunos de ellos habían reconocido al monarca. Poco a poco, reinó el silencio en la plaza.
Incluso entonces, unos pocos mantuvieron baja la mirada, asustados de mirar abiertamente a su señor. Pero Cuauhtémoc no desvió la mirada. Miró a Moctezuma, asombrado por lo enfermo que parecía, y lo raído de sus prendas. Llevaba un burdo tocado de papel amarillo y una mísera túnica blanca de maguey. Los españoles le habían robado las joyas de oro y plata, incluso las capas de algodón. Cuauhtémoc sintió una profunda vergüenza.
Moctezuma comenzó su discurso.
—¡Pueblo mío! ¡Vosotros los de Aztlán! ¡Del águila y el nopal! Os ordeno a todos que desistáis de esta guerra. He hablado con el señor Malintzin y sus seguidores, y le he dicho que ya no son bienvenidos en nuestra capital. Lamentan mucho haber causado tantas disensiones entre nosotros y ahora están preparados para marcharse inmediatamente. Sólo desean que os retiréis y les permitáis regresar a las tierras del este en paz.
Cuauhtémoc escuchó el discurso con creciente incredulidad. Moctezuma creía disponer aún de autoridad sobre ellos, después de todo lo sucedido, después de todas las humillaciones y desgracias que les había llevado. Todos le habían visto humillarse a los pies de aquellos ladrones y asesinos. ¿Aún creía que le reverenciaban como gran tlatoani?
Miró a los jóvenes guerreros que le rodeaban en la plaza. Era verdad. Comprendió que algunos de ellos podían estar dispuestos a obedecerle, aunque no los pertenecientes a las familias nobles, que habían crecido en la convicción de que el gran tlatoani era divino.
Había que hacer algo para romper el hechizo.
—¿Quién es esa mujer? —gritó Cuauhtémoc—. ¿Quién es esa indigna esposa de un español? ¡No te escucharemos, Moctezuma! ¡Ya no eres nuestro gran tlatoani! ¡Nos has avergonzado ante nuestros dioses! ¡No volveremos a avergonzarnos nunca más! ¡Cuitláhuac es ahora nuestro gran tlatoani y lucharemos hasta que todos los extranjeros estén muertos!
Recogió una piedra y la lanzó contra los muros, la vio caer inofensivamente a los pies de Moctezuma. Pero ahora también gritaban los demás. Se lanzaron más piedras, e incluso se dispararon algunas flechas. Una de ellas hizo blanco en el hombro de Moctezuma, que soltó un grito y cayó de espaldas. Cuauhtémoc vio que varias piedras más golpeaban al emperador antes de que los españoles levantaran los escudos y se llevaran a Moctezuma fuera de la vista.
La princesa azteca
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