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—VAMOS a morir —gritó el padre
Guevara. Sudaba, con los ojos casi a punto de saltársele de las
órbitas—. ¡Por vuestra culpa, Cortés! ¡Jamás tendría que haber
escuchado vuestras mentiras!
—¡Por mi conciencia! —replicó Cortés,
furioso—, ¡Callaos de una vez u os arrepentiréis!
A través de las ventanas llegaban los
sonidos y los olores del asedio, el hedor acre del humo, el tronar
de los cañones, los estampidos de los arcabuces, y por encima de
todo, el infernal redoble del tambor en el Templo Mayor.
—Tenemos que hacer algo —afirmó
Alvarado.
—No entregaré la ciudad.
—Mi señor —intervino Sandoval, en voz baja—,
Alvarado tiene razón. No podemos continuar aquí. Las paredes están
llenas de brechas y el agua apesta. Nos estamos quedando sin
pólvora y sin proyectiles para los cañones.
—¡Fundiremos más con el oro! ¡He prometido
entregar Tenochtitlan a mi rey y a mi dios!
Benítez miró a La Malinche, que captó la
pregunta en su mirada.
—Doña Marina —susurró Alvarado—. Por favor,
hablad con él.
«Incluso Alvarado —se dijo Benítez—, sabe
que la necesitamos.»
La muchacha asintió. Se arrimó al capitán
general, le cogió por el brazo y lo apartó de los demás.
Discutieron durante mucho rato. Por fin, Cortés claudicó. Aflojó
los hombros, admitiendo la derrota. Buscó a Cristóbal de Olid, el
capitán de la guardia.
—Traedme a Moctezuma.
El emperador parecía cansado, un viejo
ansioso de que le dejarán en paz. Pero cuando miró a los presentes
en la sala, vio el miedo en los rostros, oyó el murmullo de las
oraciones de fray Bartolomé Olmedo, y una leve sonrisa asomó en su
rostro. ¿Era una burla, o se creía salvado?
—¿Por qué me has traído aquí? —le preguntó a
La Malinche—. Hace semanas que el señor Malintzin no viene a verme.
Ahora, de improviso, me llaman a su presencia sin darme tiempo para
prepararme. ¿Qué quiere de mí?
—Necesita vuestra ayuda, mi señor.
—No puedo ayudarle.
—Debéis hacerlo.
—¿Por qué debo hacerlo? ¿No ves en lo que me
ha convertido?
Moctezuma tenía la expresión de un animal
acorralado.
—¿Qué dice? —preguntó Cortés.
—No hace más que llorar y lamentarse
—respondió La Malinche—. Nada importante.
—Decidle que, como puede ver, el pueblo se
ha rebelado. Hasta el momento, me he mostrado paciente, pero a
menos que cesen los ataques, me veré obligado a matarlos a todos y
a incendiar Tenochtitlan. Si desea salvar a los mexicas de la
catástrofe, debe salir y hablar con los suyos.
«Una amenaza vana —pensó La Malinche—. Quizá
sirvió una vez con aquellos perros ignorantes que eran los
tlaxcaltecas, pero el emperador no se dejaría engañar. Así que en
cambio le dijo:
—El señor Malintzin quiere que os dirijáis a
vuestro pueblo, que acabéis con la rebelión.
—Si pudiera... —Moctezuma esbozó otra
sonrisa.
La muchacha se acercó hasta casi tocarle.
«Que delgado está —se dijo—, cuánto gris hay ahora en su pelo. Pero
el mayor cambio está en sus ojos. Negros y vacíos como espejos de
obsidiana. No le queda orgullo, pero sí un poco de poder.»
Moctezuma se echó a reír, con una risa aguda
que enfureció a los españoles. Cortés le observó, con una expresión
pétrea.
—Doña Marina —dijo Olid—, recordadle que
somos sus amigos. ¿Acaso no le hemos tratado bien durante estos
meses? ¿Es que prefiere vernos a todos muertos?
La Malinche se encaró una vez más al gran
tlatoani.
—Habéis visto por la expresión del que acaba
de hablar cómo rogaba por su vida. Ahora mirad a Cortés. ¿A cuál de
los dos preferiríais ayudar?
—No puedo hacer nada.
—¡Virgen santa! —exclamó Olid—. ¿Se niega a
ayudamos?
—Contened vuestra lengua —le ordenó Cortés,
en voz baja. Miró a la mujer—. ¿Qué ha dicho Moctezuma?
—Dice que no puede hacer nada.
—¡Os dije que no podíamos pedirle nada a
este perro traidor! —El capitán general hizo lo imposible por
controlarse. Un tic le movió un músculo de la mandíbula—. Tened la
bondad de recordarle amablemente que aceptó, ante testigos, ser
vasallo del rey de España. Si no nos ayuda ahora, lo consideraré
como un acto de rebelión contra Su Majestad y mandaré ejecutarlo
por traidor. Decídselo y ya veremos si es verdad que no puede hacer
nada.
La Malinche se inclinó para hablarle casi al
oído.
—Si no le ayudáis, Cortés dice que se
asegurará de que no muráis solamente. Antes de morir hará que os
aten a una estaca y os quemen a fuego lento. ¿Recordáis a
Cuauhpopoca y cómo sufrió?
—No se atreverán. —El miedo quebró la voz
del soberano.
—El señor Malintzin es capaz de todo. Vos lo
sabéis. Mirad las caras de los españoles. ¿Veis siquiera un atisbo
de piedad en alguna de ellas, mi señor?
Moctezuma agachó la cabeza. «Qué momento más
dulce —pensó La Malinche—. ¡Si mi padre pudiera verlo!»
Miró al comandante. El y los capitanes
permanecieron en silencio, sin intentar poner palabras en su boca.
Gozaba de su confianza. Por otra parte, no podían hacer otra cosa
que confiar en ella.
—Me enteré por el tal Narváez —dijo el gran
tlatoani—, que Cortés no es un dios. Ni
siquiera ostenta la autoridad de su propio rey. Es un mercenario y
un traidor. Un vagabundo. A Narváez lo enviaron aquí para
arrestarlo.
—¿Os habéis dejado robar el trono por un
vagabundo y un traidor?
—¡No os burléis de mí!
—Habéis sido un estúpido. Incluso los dioses
os maldicen.
A Moctezuma se le escurrió la baba por las
comisuras de los labios.
—¿Qué ha dicho ahora este viejo tonto?
—preguntó Cortés.
—Sigue con los lloriqueos y las
lamentaciones, mi señor. Es una suerte para vos no conocer la
lengua elegante. Así os evitáis soportar tantas tonterías.
—Repetidle que lo haré colgar por traidor si
continúa comportándose como un rebelde.
—Cortés dice que su único deseo en este
momento es marcharse en paz —tradujo La Malinche—. Incluso os
dejará todos sus tesoros. Sólo tenéis que decirle a vuestra gente
que desista, así él podrá marcharse de aquí con vida. Os da su
palabra.
—¿Su palabra! ¿Cuándo ha mantenido la
palabra dada?
—Todo puede volver a ser como antes.
—No puedo traicionar a mi gente —manifestó
Moctezuma, negando con la cabeza.
—¿Entonces les digo que preparen una hoguera
para vos? Será una muerte lenta, mucho más que la de Cuauhpopoca.
Os quemarán poco a poco, un miembro por vez.
La Malinche vio reflejada en el rostro de
Moctezuma la lucha que libraba en su interior. Quería desafiarlos.
Quizás unos meses antes hubiese tenido valor para hacerlo.
La muchacha sabía que casi había
ganado.
—¿Quizás estáis pensando que los Guerreros
Jaguar conseguirán derribar las puertas a tiempo? Supongamos que
sucediera. ¿Cuál sería la suerte del antiguo rey? ¿Caerán de
rodillas ante el gran tlatoani que
permitió a los ladrones entrar en su casa para incendiar el templo
y asesinar a sus hijos? No, mi señor, ésta es vuestra única
oportunidad para reafirmar vuestra autoridad como emperador. Si
conseguís que os obedezcan, mañana nos marcharemos de aquí y
vuestra autoridad quedará restaurada. Podréis reconstruir la
pirámide, quizá más grande que la anterior, hacer penitencia ante
vuestros dioses, redimir vuestro espíritu. Pero si morimos, vos
moriréis con nosotros, y sobre vuestros hombros caerá toda la culpa
de los ocurrido. No habrá ni siquiera un trozo de jade en vuestra
boca para pagarle a la Bestia Amarilla, sólo dolor y cenizas.
—Si acepto... —comenzó Moctezuma, con voz
entrecortada—, el señor Malintzin y todos vosotros... dejaréis la
ciudad?
—Decidle a vuestros guerreros que se marchen
—respondió la joven—. Sólo queremos conservar la vida.
Moctezuma volvió la cabeza para mirar a
Cortés.
—Pensar que creí que era un dios.
—Como pensaba yo de vos, mi señor.
El gran tlatoani
reflexionó. La Malinche tenía muy claro que aunque él quería
obedecer a sus dioses, deseaba su trono por encima de todo lo
demás. Cautivo de su religión, pero esclavizado por el ansia de
disfrutar la vida para la que había nacido. No tenía alternativas.
El monarca se levantó.
—Haré lo que pueda —prometió.
Un toque de corneta anunció la presencia del
emperador en la terraza. Se acercó al parapeto protegido de las
piedras y las flechas por los escudos españoles. Cuauhtémoc vio a
uno de los sacerdotes que le acompañaban, el que llamaban
Aguilar.
Las voces se extendieron entre la multitud
de guerreros como una ola. Algunos de ellos habían reconocido al
monarca. Poco a poco, reinó el silencio en la plaza.
Incluso entonces, unos pocos mantuvieron
baja la mirada, asustados de mirar abiertamente a su señor. Pero
Cuauhtémoc no desvió la mirada. Miró a Moctezuma, asombrado por lo
enfermo que parecía, y lo raído de sus prendas. Llevaba un burdo
tocado de papel amarillo y una mísera túnica blanca de maguey. Los
españoles le habían robado las joyas de oro y plata, incluso las
capas de algodón. Cuauhtémoc sintió una profunda vergüenza.
Moctezuma comenzó su discurso.
—¡Pueblo mío! ¡Vosotros los de Aztlán! ¡Del
águila y el nopal! Os ordeno a todos que desistáis de esta guerra.
He hablado con el señor Malintzin y sus seguidores, y le he dicho
que ya no son bienvenidos en nuestra capital. Lamentan mucho haber
causado tantas disensiones entre nosotros y ahora están preparados
para marcharse inmediatamente. Sólo desean que os retiréis y les
permitáis regresar a las tierras del este en paz.
Cuauhtémoc escuchó el discurso con creciente
incredulidad. Moctezuma creía disponer aún de autoridad sobre
ellos, después de todo lo sucedido, después de todas las
humillaciones y desgracias que les había llevado. Todos le habían
visto humillarse a los pies de aquellos ladrones y asesinos. ¿Aún
creía que le reverenciaban como gran tlatoani?
Miró a los jóvenes guerreros que le rodeaban
en la plaza. Era verdad. Comprendió que algunos de ellos podían
estar dispuestos a obedecerle, aunque no los pertenecientes a las
familias nobles, que habían crecido en la convicción de que el gran
tlatoani era divino.
Había que hacer algo para romper el
hechizo.
—¿Quién es esa mujer? —gritó Cuauhtémoc—.
¿Quién es esa indigna esposa de un español? ¡No te escucharemos,
Moctezuma! ¡Ya no eres nuestro gran tlatoani! ¡Nos has avergonzado ante nuestros
dioses! ¡No volveremos a avergonzarnos nunca más! ¡Cuitláhuac es
ahora nuestro gran tlatoani y lucharemos
hasta que todos los extranjeros estén muertos!
Recogió una piedra y la lanzó contra los
muros, la vio caer inofensivamente a los pies de Moctezuma. Pero
ahora también gritaban los demás. Se lanzaron más piedras, e
incluso se dispararon algunas flechas. Una de ellas hizo blanco en
el hombro de Moctezuma, que soltó un grito y cayó de espaldas.
Cuauhtémoc vio que varias piedras más golpeaban al emperador antes
de que los españoles levantaran los escudos y se llevaran a
Moctezuma fuera de la vista.