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EL CACIQUE Gordo no dejaba de
temblar. El sudor le chorreaba por el rostro grasiento, las papadas
se sacudían como hojas al viento y se retorcía las manos enormes
como una mujer. Malinalli se dijo que si no fuera por los esclavos
que le aguantaban, el cacique estaría en el suelo. Miró a Cortés.
Su mirada era bondadosa y severa. El capitán general habló en voz
baja con Aguilar.
—Mi señor Cortés desea que le recordéis al
Cacique Gordo que es un súbdito del rey Carlos de España y que no
debe tener miedo a los mexicas. Si acata las órdenes de Cortés
estará seguro.
Malinalli se volvió hacia el cacique y
tradujo en náhuad:
—La Serpiente Emplumada dice que te
protegerá. Pero tendrás que hacer todo lo que te diga.
—Los mexicas quieren que les entreguemos a
veinte chicas y chicos para sacrificarlos porque hemos desobedecido
a Moctezuma —dijo el cacique sin prestar atención a las palabras de
la joven—. Insisten en que entre los veinte incluya a tres de mis
hijos.
—La Serpiente Emplumada dice que ahora estás
bajo su protección —repitió ella, sin perder la paciencia.
El Cacique Gordo la miró dominado por el
pánico.
—¿Qué debemos hacer?
Cortés habló una vez más. Aguilar pareció
discutir las palabras del comandante, como si no acabara de creerse
lo que había escuchado. El tono de Cortés se volvió
impaciente.
—Mi señor Cortés quiere que le digáis...
—Aguilar vaciló— que sus hombres deben capturar inmediatamente a
los cinco mexicas, atarlos y mantenerlos custodiados.
Malinalli abrió desmesuradamente los ojos al
escuchar las palabras. Así que, al fin, la lucha estaba a punto de
comenzar. Esta vez le tradujo al Cacique Gordo las órdenes de
Cortés al pie de la letra.
Por un momento, creyó que el cacique se iba
a desmayar. Le fallaron las piernas y los esclavos se las vieron y
se las desearon para evitar que cayera al suelo. En su rostro se
reflejaba la expresión de un animal acorralado.
—¡No puedo! —chilló con voz aguda.
—Tienes que hacer lo que te manda la
Serpiente Emplumada.
—¡Si les ponemos una mano encima, Moctezuma
acabará con todos nosotros!
Malinalli negó con la cabeza. Todo un
cobarde. ¿No se daba cuenta de que tenía el poder de un dios para
ayudarle? Se volvió hacia Aguilar.
—Se niega —dijo.
Cortés abandonó la silla, con el rostro
lívido. La ira se reflejó claramente en su voz.
—Mi señor Cortés dice que si no hace lo que
él manda, se marchará inmediatamente para no volver nunca más
—tradujo Aguilar—. Él tiene que 'decidir. Pero si quiere salvar la
vida de sus hijos y librarse de los mexicas, entonces debe hacer lo
que él manda.
—¿Lo ves? —exclamó Malinalli mirando al
Cacique Gordo con una expresión de triunfo—. ¡Has hecho enojar a la
Serpiente Emplumada! ¡Si no haces lo que te ordena, se marchará de
regreso a la tierra de las Nubes, y a tus hijos les arrancarán los
corazones en los altares de Moctezuma!
El Cacique Gordo hacía unos extraños ruidos
como si se estuviera ahogando. «En realidad, no tiene elección»,
pensó Malinalli. ¿Por qué a los hombres les costaba tanto cambiar
de fe, incluso cuando no había ninguna otra salida? Si no podía
rendirse a un dios, entonces todas sus creencias no serían más que
una estúpida superstición.
—¿Qué dices? —le aguijoneó la joven—. En
cualquier momento, la Serpiente Emplumada se marchará de aquí para
navegar de regreso hacia el este. ¿Cuál es tu decisión?
Colgaron a los mexicas en unas largas
pértigas, atados de pies y manos, como si fueran venados muertos en
una cacería. Pero estos trofeos estaban bien vivos. Con los ojos
desorbitados, intentaban hacer escuchar sus gritos de protesta,
ahogados por las mordazas. Los totonacas se arracimaban en la plaza
para contemplar el terrorífico y extraordinario espectáculo.
Cortés, Alvarado, Portocarrero y el resto de
los oficiales miraban la escena desde la terraza del palacio de
Catalina. El Cacique Gordo se encontraba junto al capitán general,
boquiabierto por el espanto. Le dijo algo a Malinalli, que se lo
tradujo a Aguilar.
—Quiere sacrificarlos ahora mismo —comunicó
el hermano—. Cree que si están muertos, quizá Moctezuma no se
enterará de lo ocurrido.
—Hay que mantenerlos vivos —replicó Cortés,
moviendo la cabeza—. Quiero interrogarlos. Decidle que los encierre
separados. Le enviaré hombres para que le ayuden a vigilarlo. —El
capitán general sintió el Riego de la excitación en el vientre. Por
fin, tenía el control—. Decidle también que ahora es libre. Ninguno
de sus hijos morirá en los altares de Moctezuma y nunca más
volverán los recaudadores de impuestos para robarle lo que es suyo.
Desde ahora, lo considero como mi hermano. ¡Debe tener confianza en
mí!
Malinalli se sintió dominada por la alegría
y el orgullo. Finalmente, había ocurrido y Cortés era tan magnífico
como ella imaginara. La Serpiente Emplumada regresaba para
liberarlos del yugo de los mexicas y ella formaba parte del
proceso.
—Disfruta de este momento, Malinalli —le
susurró una voz al oído—. Antes de que la hermana Luna se levante
por segunda vez, todos estaremos de camino hacia el templo de
Tenochtitlan.
Malinalli se volvió. Era Flor de
Lluvia.
—Es un dios —afirmó Malinalli.
—No es un dios, es un loco.
Flor de Lluvia buscó con la suya la mano de
Malinalli. Estaba asustada. Malinalli le apretó la mano con
energía, en un intento por transmitirle parte de su propia fuerza,
de su confianza. Deseó que Flor de Lluvia comprendiera lo que
estaba pasando. Eran testigos no sólo del final del Quinto Sol,
sino también del amanecer de un día sangriento.
Ella tenía nueve años y sujetaba la mano de
su padre. Se encontraban en la cima del templo de Quetzalcóatl en
Painala, con las miradas puestas en la estrella roja que atravesaba
el cielo nocturno, con la cola de fuego apuntando hacia las tierras
de las Nubes.
«Aquella es tu estrella —le había susurrado
su padre—. Está allí para decirle al mundo que el reino de los
mexicas se ha acabado y que los días de Huitzilopochtli están
contados. Tú eres como aquel cometa. Lo he visto en mis sueños. Tú
eres el portento de Quetzalcóatl y el destino de los
mexicas.»
Malinalli le había creído, porque su padre
no sólo era un príncipe, sino también un sacerdote, lo mismo que
Moctezuma. Mantenía el culto de la Serpiente Emplumada, y el dios
había prometido que ese año. Uno Caña, regresaría. Ahora se
demostraba que sus palabras eran ciertas.