19

 

EL CACIQUE Gordo no dejaba de temblar. El sudor le chorreaba por el rostro grasiento, las papadas se sacudían como hojas al viento y se retorcía las manos enormes como una mujer. Malinalli se dijo que si no fuera por los esclavos que le aguantaban, el cacique estaría en el suelo. Miró a Cortés. Su mirada era bondadosa y severa. El capitán general habló en voz baja con Aguilar.
—Mi señor Cortés desea que le recordéis al Cacique Gordo que es un súbdito del rey Carlos de España y que no debe tener miedo a los mexicas. Si acata las órdenes de Cortés estará seguro.
Malinalli se volvió hacia el cacique y tradujo en náhuad:
—La Serpiente Emplumada dice que te protegerá. Pero tendrás que hacer todo lo que te diga.
—Los mexicas quieren que les entreguemos a veinte chicas y chicos para sacrificarlos porque hemos desobedecido a Moctezuma —dijo el cacique sin prestar atención a las palabras de la joven—. Insisten en que entre los veinte incluya a tres de mis hijos.
—La Serpiente Emplumada dice que ahora estás bajo su protección —repitió ella, sin perder la paciencia.
El Cacique Gordo la miró dominado por el pánico.
—¿Qué debemos hacer?
Cortés habló una vez más. Aguilar pareció discutir las palabras del comandante, como si no acabara de creerse lo que había escuchado. El tono de Cortés se volvió impaciente.
—Mi señor Cortés quiere que le digáis... —Aguilar vaciló— que sus hombres deben capturar inmediatamente a los cinco mexicas, atarlos y mantenerlos custodiados.
Malinalli abrió desmesuradamente los ojos al escuchar las palabras. Así que, al fin, la lucha estaba a punto de comenzar. Esta vez le tradujo al Cacique Gordo las órdenes de Cortés al pie de la letra.
Por un momento, creyó que el cacique se iba a desmayar. Le fallaron las piernas y los esclavos se las vieron y se las desearon para evitar que cayera al suelo. En su rostro se reflejaba la expresión de un animal acorralado.
—¡No puedo! —chilló con voz aguda.
—Tienes que hacer lo que te manda la Serpiente Emplumada.
—¡Si les ponemos una mano encima, Moctezuma acabará con todos nosotros!
Malinalli negó con la cabeza. Todo un cobarde. ¿No se daba cuenta de que tenía el poder de un dios para ayudarle? Se volvió hacia Aguilar.
—Se niega —dijo.
Cortés abandonó la silla, con el rostro lívido. La ira se reflejó claramente en su voz.
—Mi señor Cortés dice que si no hace lo que él manda, se marchará inmediatamente para no volver nunca más —tradujo Aguilar—. Él tiene que 'decidir. Pero si quiere salvar la vida de sus hijos y librarse de los mexicas, entonces debe hacer lo que él manda.
—¿Lo ves? —exclamó Malinalli mirando al Cacique Gordo con una expresión de triunfo—. ¡Has hecho enojar a la Serpiente Emplumada! ¡Si no haces lo que te ordena, se marchará de regreso a la tierra de las Nubes, y a tus hijos les arrancarán los corazones en los altares de Moctezuma!
El Cacique Gordo hacía unos extraños ruidos como si se estuviera ahogando. «En realidad, no tiene elección», pensó Malinalli. ¿Por qué a los hombres les costaba tanto cambiar de fe, incluso cuando no había ninguna otra salida? Si no podía rendirse a un dios, entonces todas sus creencias no serían más que una estúpida superstición.
—¿Qué dices? —le aguijoneó la joven—. En cualquier momento, la Serpiente Emplumada se marchará de aquí para navegar de regreso hacia el este. ¿Cuál es tu decisión?

 

Colgaron a los mexicas en unas largas pértigas, atados de pies y manos, como si fueran venados muertos en una cacería. Pero estos trofeos estaban bien vivos. Con los ojos desorbitados, intentaban hacer escuchar sus gritos de protesta, ahogados por las mordazas. Los totonacas se arracimaban en la plaza para contemplar el terrorífico y extraordinario espectáculo.
Cortés, Alvarado, Portocarrero y el resto de los oficiales miraban la escena desde la terraza del palacio de Catalina. El Cacique Gordo se encontraba junto al capitán general, boquiabierto por el espanto. Le dijo algo a Malinalli, que se lo tradujo a Aguilar.
—Quiere sacrificarlos ahora mismo —comunicó el hermano—. Cree que si están muertos, quizá Moctezuma no se enterará de lo ocurrido.
—Hay que mantenerlos vivos —replicó Cortés, moviendo la cabeza—. Quiero interrogarlos. Decidle que los encierre separados. Le enviaré hombres para que le ayuden a vigilarlo. —El capitán general sintió el Riego de la excitación en el vientre. Por fin, tenía el control—. Decidle también que ahora es libre. Ninguno de sus hijos morirá en los altares de Moctezuma y nunca más volverán los recaudadores de impuestos para robarle lo que es suyo. Desde ahora, lo considero como mi hermano. ¡Debe tener confianza en mí!

 

Malinalli se sintió dominada por la alegría y el orgullo. Finalmente, había ocurrido y Cortés era tan magnífico como ella imaginara. La Serpiente Emplumada regresaba para liberarlos del yugo de los mexicas y ella formaba parte del proceso.
—Disfruta de este momento, Malinalli —le susurró una voz al oído—. Antes de que la hermana Luna se levante por segunda vez, todos estaremos de camino hacia el templo de Tenochtitlan.
Malinalli se volvió. Era Flor de Lluvia.
—Es un dios —afirmó Malinalli.
—No es un dios, es un loco.
Flor de Lluvia buscó con la suya la mano de Malinalli. Estaba asustada. Malinalli le apretó la mano con energía, en un intento por transmitirle parte de su propia fuerza, de su confianza. Deseó que Flor de Lluvia comprendiera lo que estaba pasando. Eran testigos no sólo del final del Quinto Sol, sino también del amanecer de un día sangriento.

 

Ella tenía nueve años y sujetaba la mano de su padre. Se encontraban en la cima del templo de Quetzalcóatl en Painala, con las miradas puestas en la estrella roja que atravesaba el cielo nocturno, con la cola de fuego apuntando hacia las tierras de las Nubes.
«Aquella es tu estrella —le había susurrado su padre—. Está allí para decirle al mundo que el reino de los mexicas se ha acabado y que los días de Huitzilopochtli están contados. Tú eres como aquel cometa. Lo he visto en mis sueños. Tú eres el portento de Quetzalcóatl y el destino de los mexicas.»
Malinalli le había creído, porque su padre no sólo era un príncipe, sino también un sacerdote, lo mismo que Moctezuma. Mantenía el culto de la Serpiente Emplumada, y el dios había prometido que ese año. Uno Caña, regresaría. Ahora se demostraba que sus palabras eran ciertas.
La princesa azteca
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