34

 

LOS emisarios fueron acogidos con todos los honores por el consejo de los Cuatro de Tlaxcala. Hicieron entrega de los regalos de la carta de presentación, y después explicaron que la Serpiente Emplumada había regresado para ayudar a los tlaxcaltecas en su lucha contra los mexicas. El consejo les agradeció las molestias que se habían tomado y los escoltaron hasta los alojamientos que les habían preparado.
Pero en determinado momento, durante la noche, los sacaron por la fuerza de sus habitaciones y los encerraron en jaulas de madera para ser sacrificados al día siguiente en el altar de Tezcatlipoca. Dos de los emisarios consiguieron escapar y aparecieron en el campamento español, sucios y agotados, dos días más tarde.
Cortés ya tenía la respuesta. No habría alianza. Los tlaxtaltecas no se iban a dejar intimidar tan fácilmente como los caciques totonacas.

 

Norte yacía tumbado de espaldas, contemplando el cielo donde millares de estrellas brillaban como diamantes sobre un trozo de terciopelo. Su mente estaba muy lejos de Zautla. Estaba en una pequeña aldea de Yucatán, observando a dos niños sin padre. Al recordarlos ahora, tenía que admitir que no se parecían en nada a los hijos que una vez se había imaginado que tendría; las narices ganchudas y la piel cobriza eran claramente indias, pero tenían su misma sangre y los quería.
Volvió a sentir en su pecho un dolor helado.
En sus recuerdos, la madre de los niños los regañaba por alguna travesura, amenazándolos con humo de chile. Era una mujer rechoncha, rostro cuadrado, una sonrisa tímida y poco habladora. Una flor cuyo padre podía permitirse despreciar. Al cabo de unos pocos meses, Norte se había dado cuenta de que no sólo era tímida, sino también tonta. Pero así y todo, había tenido hijos con ella, y daba gracias por no haber acabado, como sus camaradas, en el altar de los sacrificios.
Había sido el nacimiento de sus hijos lo que le había atado a los mayas; era el hecho de que sus hijos estuvieran en Yucatán lo que le atormentaba. Cerró los ojos pero no pudo dormir. A su alrededor, los soldados roncaban y se tiraban pedos. Era como dormir en una pocilga. Cómo lo odiaba...
Pensó en escapar, como cada noche desde que le sacaran de la playa. Cortés ordenaría su persecución, no vacilaría en volver a cazarle. El orgullo de aquellos españoles no toleraría que uno de los suyos prefiriera la compañía de los aborígenes a la de los caballeros cristianos. Tendría que esperar su oportunidad, escoger el momento en que Cortés no pudiera o no quisiera prescindir de un puñado de hombres para perseguir a un renegado.
El único de todos ellos que valía algo era Benítez, y ahora mismo nada le hubiera gustado más que rebanarle la garganta.

 

Abandonaron Zautla y se abrieron paso a través de los espesos bosques en dirección oeste. Por todas partes encontraban figurillas de madera o terracota, versiones en miniatura de los diablos que habían visto en los templos, colocados junto al sendero, en nichos tallados en los troncos de los árboles y en las cumbres de las colinas. Los soldados también vieron cordeles de brillantes colores tendidos entre los pinos y muchos hombres, llevados por la curiosidad, se detuvieron para cogerlos. Los totonacas les miraban hacer, espantados.
Son amuletos de mala suerte, dijeron. Los hombres búho de Moctezuma habían estado por aquí, practicando su magia.
Los españoles se echaron a reír y continuaron su marcha.

 

Hicieron un alto a orillas de un río. Norte jadeaba, enfundado en la armadura. Le dolían los músculos de llevar la pesada pica, la espada y el escudo sujeto a la espalda. Hundió el casco de acero en la corriente y se echó el agua fresca por la cabeza. Al levantar la mirada vio a Flor de Lluvia, caminando detrás del caballo de Benítez. La joven mantenía la cabeza gacha, y no le miró.
Flores y Guzmán observaban la escena. Le sonrieron. Quizá sabían lo que estaba pensando. Si eso era cierto, los muy cabrones no sabían lo que ya había hecho con ella, porque entonces le habrían denunciado y él ya estaría muerto.
Tendría que haber dejado que lo hicieran en Veracruz. En cualquier caso, ¿qué era la vida? Unas pocas monedas de oro en la bolsa del viajero para gastarlas hoy en aquello que nos hiciera disfrutar, porque mañana estarían en los bolsillos de los ladrones.
Siguieron el curso del río hasta la entrada de un valle, con taludes grises que se iban estrechando a cada lado. Delante se encontraron con un muro gigantesco.
Cortés frenó a su caballo y contempló asombrado aquella nueva maravilla. El muro estaba construido con el mismo granito de las laderas y cruzaba el valle de lado a lado.
—Por el culo de Satanás, debe de tener unas tres leguas de ancho —exclamó Benítez.
Mandaron a Cristóbal de Olid para que investigara. Benítez calculó que el muro medía más de cuatro varas4 de altura. Incluso moñudo en su caballo, no alcanzaban a ver a Olid por encima del parapeto. Éste terminó su inspección y regresó al galope.
—No está defendido, mi señor —le informó a Cortés—. Sólo hay una entrada, pero no se parece a ninguna que haya visto antes. Es curva y tan angosta que sólo permite el paso de un jinete, y no se puede avanzar más rápido que al paso.
—Es una trampa —opinó Sandoval—. Por los sacros cojones del papa, tiene que ser una trampa.
Norte se adelantó a la carrera para murmurarle algo a Benítez.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Cortés.
—Recomienda precaución —respondió Benítez, después de ordenar a Norte que volviera a la fila—. Dice que el primer objetivo de todas las guerras en este país es atraer al enemigo a un campo del que no pueda escapar. De esta manera, cuando consigues la victoria, tienes más prisioneros para sacrificar a los dioses.
El capitán general continuó mirando el muro en silencio. Alvarado se adelantó con su caballo para hablar con Cortés.
—¿Los totonacas no os dijeron nada de este muro?
—Creí que exageraban las dimensiones. ¿Quién podría creer que los naturales serían capaces de construir algo así?
—Tuvimos problemas para derrotar a los tabasqueños —comentó Benítez—. ¿Vamos a enfrentarnos a un enemigo mucho más poderoso con un muro a nuestras espaldas?
—No queremos pelear con ellos. Queremos que sean nuestros aliados contra los mexicas.
—Incluso así, quizá sería prudente seguir por el otro camino —insistió Benítez—. Hacia Cholula.
—¿Tenéis miedo, Benítez?
—No me da miedo morir. Pero no he venido aquí para desperdiciar mi vida en un despropósito. He venido aquí por el oro.
—¡Tendréis el oro! —afirmó Cortés—. Si no tenemos miedo, conseguiremos más oro del que nunca hemos soñado.
—Estoy de acuerdo con Benítez —intervino Jaramillo—. Tendríamos que regresar.
—¿Adónde regresaríamos? Os digo una cosa, si cabalgamos en las fauces del diablo y le escupimos a la cara, huirá espantado. —Cortés señaló a los miles de totonacas que ocupaban la retaguardia—. A la menor señal de miedo, esos perros se nos echarán encima.
«Tiene razón —pensó Benítez—. Nuestros aliados nos superan en número diez a uno.»
—Recordad al Cid, caballeros —añadió Cortés—, en sus batallas contra los moros. ¿Hubiera vuelto la espalda cuando se enfrentó al primer muro? —El capitán general cogió el estandarte de manos de Cristóbal de Olid, lo levantó bien alto y miró a sus tropas—. ¡Caballeros! ¡Seguid a este estandarte, la señal de la Santa Cruz, y venceremos!
Clavó las espuelas en los flancos del corcel, y partió al galope en dirección al muro. Un minuto después había cruzado la entrada. Benítez miró a Alvarado y Sandoval. Alvarado se encogió de hombros y siguió a su capitán general. Nadie sabía lo que había al otro lado, pero no tenían más opción que seguirle.
La princesa azteca
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