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LOS emisarios fueron acogidos
con todos los honores por el consejo de los Cuatro de Tlaxcala.
Hicieron entrega de los regalos de la carta de presentación, y
después explicaron que la Serpiente Emplumada había regresado para
ayudar a los tlaxcaltecas en su lucha contra los mexicas. El
consejo les agradeció las molestias que se habían tomado y los
escoltaron hasta los alojamientos que les habían preparado.
Pero en determinado momento, durante la
noche, los sacaron por la fuerza de sus habitaciones y los
encerraron en jaulas de madera para ser sacrificados al día
siguiente en el altar de Tezcatlipoca. Dos de los emisarios
consiguieron escapar y aparecieron en el campamento español, sucios
y agotados, dos días más tarde.
Cortés ya tenía la respuesta. No habría
alianza. Los tlaxtaltecas no se iban a dejar intimidar tan
fácilmente como los caciques totonacas.
Norte yacía tumbado de espaldas,
contemplando el cielo donde millares de estrellas brillaban como
diamantes sobre un trozo de terciopelo. Su mente estaba muy lejos
de Zautla. Estaba en una pequeña aldea de Yucatán, observando a dos
niños sin padre. Al recordarlos ahora, tenía que admitir que no se
parecían en nada a los hijos que una vez se había imaginado que
tendría; las narices ganchudas y la piel cobriza eran claramente
indias, pero tenían su misma sangre y los quería.
Volvió a sentir en su pecho un dolor
helado.
En sus recuerdos, la madre de los niños los
regañaba por alguna travesura, amenazándolos con humo de chile. Era
una mujer rechoncha, rostro cuadrado, una sonrisa tímida y poco
habladora. Una flor cuyo padre podía permitirse despreciar. Al cabo
de unos pocos meses, Norte se había dado cuenta de que no sólo era
tímida, sino también tonta. Pero así y todo, había tenido hijos con
ella, y daba gracias por no haber acabado, como sus camaradas, en
el altar de los sacrificios.
Había sido el nacimiento de sus hijos lo que
le había atado a los mayas; era el hecho de que sus hijos
estuvieran en Yucatán lo que le atormentaba. Cerró los ojos pero no
pudo dormir. A su alrededor, los soldados roncaban y se tiraban
pedos. Era como dormir en una pocilga. Cómo lo odiaba...
Pensó en escapar, como cada noche desde que
le sacaran de la playa. Cortés ordenaría su persecución, no
vacilaría en volver a cazarle. El orgullo de aquellos españoles no
toleraría que uno de los suyos prefiriera la compañía de los
aborígenes a la de los caballeros cristianos. Tendría que esperar
su oportunidad, escoger el momento en que Cortés no pudiera o no
quisiera prescindir de un puñado de hombres para perseguir a un
renegado.
El único de todos ellos que valía algo era
Benítez, y ahora mismo nada le hubiera gustado más que rebanarle la
garganta.
Abandonaron Zautla y se abrieron paso a
través de los espesos bosques en dirección oeste. Por todas partes
encontraban figurillas de madera o terracota, versiones en
miniatura de los diablos que habían visto en los templos, colocados
junto al sendero, en nichos tallados en los troncos de los árboles
y en las cumbres de las colinas. Los soldados también vieron
cordeles de brillantes colores tendidos entre los pinos y muchos
hombres, llevados por la curiosidad, se detuvieron para cogerlos.
Los totonacas les miraban hacer, espantados.
Son amuletos de mala suerte, dijeron. Los
hombres búho de Moctezuma habían estado por aquí, practicando su
magia.
Los españoles se echaron a reír y
continuaron su marcha.
Hicieron un alto a orillas de un río. Norte
jadeaba, enfundado en la armadura. Le dolían los músculos de llevar
la pesada pica, la espada y el escudo sujeto a la espalda. Hundió
el casco de acero en la corriente y se echó el agua fresca por la
cabeza. Al levantar la mirada vio a Flor de Lluvia, caminando
detrás del caballo de Benítez. La joven mantenía la cabeza gacha, y
no le miró.
Flores y Guzmán observaban la escena. Le
sonrieron. Quizá sabían lo que estaba pensando. Si eso era cierto,
los muy cabrones no sabían lo que ya había hecho con ella, porque
entonces le habrían denunciado y él ya estaría muerto.
Tendría que haber dejado que lo hicieran en
Veracruz. En cualquier caso, ¿qué era la vida? Unas pocas monedas
de oro en la bolsa del viajero para gastarlas hoy en aquello que
nos hiciera disfrutar, porque mañana estarían en los bolsillos de
los ladrones.
Siguieron el curso del río hasta la entrada
de un valle, con taludes grises que se iban estrechando a cada
lado. Delante se encontraron con un muro gigantesco.
Cortés frenó a su caballo y contempló
asombrado aquella nueva maravilla. El muro estaba construido con el
mismo granito de las laderas y cruzaba el valle de lado a
lado.
—Por el culo de Satanás, debe de tener unas
tres leguas de ancho —exclamó Benítez.
Mandaron a Cristóbal de Olid para que
investigara. Benítez calculó que el muro medía más de cuatro
varas4
de altura. Incluso moñudo en su caballo, no alcanzaban a ver a Olid
por encima del parapeto. Éste terminó su inspección y regresó al
galope.
—No está defendido, mi señor —le informó a
Cortés—. Sólo hay una entrada, pero no se parece a ninguna que haya
visto antes. Es curva y tan angosta que sólo permite el paso de un
jinete, y no se puede avanzar más rápido que al paso.
—Es una trampa —opinó Sandoval—. Por los
sacros cojones del papa, tiene que ser una trampa.
Norte se adelantó a la carrera para
murmurarle algo a Benítez.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Cortés.
—Recomienda precaución —respondió Benítez,
después de ordenar a Norte que volviera a la fila—. Dice que el
primer objetivo de todas las guerras en este país es atraer al
enemigo a un campo del que no pueda escapar. De esta manera, cuando
consigues la victoria, tienes más prisioneros para sacrificar a los
dioses.
El capitán general continuó mirando el muro
en silencio. Alvarado se adelantó con su caballo para hablar con
Cortés.
—¿Los totonacas no os dijeron nada de este
muro?
—Creí que exageraban las dimensiones. ¿Quién
podría creer que los naturales serían capaces de construir algo
así?
—Tuvimos problemas para derrotar a los
tabasqueños —comentó Benítez—. ¿Vamos a enfrentarnos a un enemigo
mucho más poderoso con un muro a nuestras espaldas?
—No queremos pelear con ellos. Queremos que
sean nuestros aliados contra los mexicas.
—Incluso así, quizá sería prudente seguir
por el otro camino —insistió Benítez—. Hacia Cholula.
—¿Tenéis miedo, Benítez?
—No me da miedo morir. Pero no he venido
aquí para desperdiciar mi vida en un despropósito. He venido aquí
por el oro.
—¡Tendréis el oro! —afirmó Cortés—. Si no
tenemos miedo, conseguiremos más oro del que nunca hemos
soñado.
—Estoy de acuerdo con Benítez —intervino
Jaramillo—. Tendríamos que regresar.
—¿Adónde regresaríamos? Os digo una cosa, si
cabalgamos en las fauces del diablo y le escupimos a la cara, huirá
espantado. —Cortés señaló a los miles de totonacas que ocupaban la
retaguardia—. A la menor señal de miedo, esos perros se nos echarán
encima.
«Tiene razón —pensó Benítez—. Nuestros
aliados nos superan en número diez a uno.»
—Recordad al Cid, caballeros —añadió
Cortés—, en sus batallas contra los moros. ¿Hubiera vuelto la
espalda cuando se enfrentó al primer muro? —El capitán general
cogió el estandarte de manos de Cristóbal de Olid, lo levantó bien
alto y miró a sus tropas—. ¡Caballeros! ¡Seguid a este estandarte,
la señal de la Santa Cruz, y venceremos!
Clavó las espuelas en los flancos del
corcel, y partió al galope en dirección al muro. Un minuto después
había cruzado la entrada. Benítez miró a Alvarado y Sandoval.
Alvarado se encogió de hombros y siguió a su capitán general. Nadie
sabía lo que había al otro lado, pero no tenían más opción que
seguirle.