82

 

—¡PAGARÉIS por esto! —gritó el padre Ruiz de Guevara— Cuando Narváez descubra lo que habéis hecho mandará que os cuelguen a todos por sedición.
El sacerdote había llegado durante la cuarta guardia, junto con otros cuatro, todos emisarios de Narváez. Sus camisas antaño blancas eran ahora andrajos roñosos y tenían pegotes de sangre en las barbas, como un testimonio de que S ando val y sus hombres no les habían tratado con excesiva cortesía. Habían pasado las tres últimas noches envueltos en las hamacas, y no estaban de muy buen humor.
—¡Sois un loco, un fanfarrón y un perro desagradecido! —manifestó el fraile, friera de sí.
Cortés sonrió como si Guevara le hubiera hecho un gran cumplido. Cogió al otro por el hombro como una muestra de compañerismo y lo llevó hacia la mesa que había en un rincón. Había bandejas donde humeaban las carnes de conejo y venado asados, fríjoles y tortillas de maíz.
—¿Cómo puedo disculparme por todo lo ocurrido? —manifestó el capitán general—. Todo ha sido culpa de uno de mis subordinados de menor rango. Será severamente castigado pero mucho me temo que su falta más grave sea el exceso de celo. Por favor, sentaos aquí. Sin duda, debéis de estar hambrientos.
El padre Guevara y sus compañeros miraron a Cortés, sin disimular el asombro. Después del tratamiento recibido a manos de Sandoval, lo que menos se esperaban era aquella muestra de cordialidad. Miraron la comida con ojos famélicos.
—Por favor —les animó Cortés—. Adelante, comed.
Se abalanzaron sobre la comida. Sandoval, de acuerdo con las órdenes del comandante, les había privado de todo excepto agua durante los tres días del viaje. Mientras comían, Cáceres dejó sobre la mesa un lingote de oro para cada uno. Los habían fundido y sellado los orfebres de Cortés.
—¿Qué es esto? —preguntó Guevara, con la boca llena.
—Es un humilde intento de compensaros en alguna medida por todo lo que habéis padecido. Aceptad el oro con mis bendiciones. No es más que una parte de todo lo que mis hombres han recibido de mí por sus servicios. Aquí empleamos el oro para las herraduras de los caballos.
Benítez se preguntó qué opinaría Norte con sus míseras cien coronas de la escandalosa afirmación.
Guevara miró a Cortés, atónito, sin dejar de llenarse la boca con nuevos bocados.
El capitán general los observaba con una expresión de benevolencia paterna.
—Así que os ha enviado mi amigo y camarada Narváez. ¿Qué asuntos le traen a Nueva España?
El sacerdote miró una vez más al conquistador, desconcertado. Desconocía el nombre de Nueva España. Era un nombre que Cortés había inventado hacía poco para llamar al reino de Moctezuma.
—Ha venido aquí con órdenes expresas del gobernador Velázquez —respondió Guevara, un poco menos seguro de sí mismo—. Os ha condenado como traidor, por haber desobedecido deliberadamente sus órdenes para esta expedición. Quiere que os llevemos de vuelta a Cuba, encadenado.
Cortés recibió la noticia sin inmutarse.
—¿Qué tal es Narváez? ¿Os trata bien?
Guevara miró a sus compañeros. Los abusos que Narváez cometía con sus subordinados eran una leyenda en Cuba.
—Soportable.
—Me alegra mucho saberlo. Como bien sabéis, no abundan los comandantes generosos. —Alvarado y Benítez entraron en la estancia. Cada uno llevaba un gran medallón de oro colgado alrededor del cuello. Las miradas de los comensales se fijaron en las joyas—. ¿No es así, Pedro?
—Desde luego, mi señor —afirmó Alvarado, con una sonrisa.
—La generosidad no es algo que destaque en Narváez —comentó el padre Guevara.
Cortés se las apañó para parecer sorprendido.
—Nuestros hombres se llevarán una desilusión cuando se enteren —señaló Alvarado—, porque a todos nos ha ido muy bien con nuestro comandante.
Guevara y sus compañeros miraron los lingotes de oro.
—Confío en que el gobernador no haya actuado perentoriamente
—manifestó Cortés—. Sin duda recordara que soy un letrado, que él mismo me designó alcalde de Santiago de Cuba. Lo que hemos hecho aquí es totalmente correcto. Hemos establecido una provincia de acuerdo con los estatutos legales, lo que nos hace responsables de nuestras acciones sólo ante el Rey. Cualquier día de estos, mi enviado regresará con la autorización oficial. Si se da el caso de que Velázquez actuó injustamente conmigo, entonces él y sus agentes tendrán que responder ante la Corona.
«Una posibilidad que no ayudará a hacer la digestión», pensó Benítez.
—Si los mexicas llegan a ver que hay un desacuerdo entre nosotros —añadió el capitán general—, se perderá todo lo que hemos conseguido. En este momento, tenemos al gran tlatoani de este gran país encerrado con cuatro candados y hemos encontrado riquezas que no tienen ni punto de comparación con cualquier otro tesoro encontrado hasta ahora en el Nuevo Mundo. Si Velázquez y su secuaz Narváez lo pierden, mucho me temo que las consecuencias serán terribles.
Guevara miró una vez más el lingote de oro.
—¿No os parece que aquí hay un gran malentendido? —le preguntó Cortés—. Quizá vos podríais decirnos cuántos hombres ha traído Narváez y cuáles son sus planes.

 

Hizo el amor con él con una ferocidad que el hombre no entendía, le abrazó como si se estuviera ahogando, le besó como si él le diera el aliento para vivir. Cuando terminaron se echó a llorar. Él la acunó en sus brazos, asombrado.
—¿Qué pasa? —repitió una y otra vez, consciente de que ella no le entendía—. ¿Qué pasa?
—Perdóname —susurró ella en su idioma—. No sé qué será de nosotros, o lo que pensarás de mí mañana. Sólo espero que no me odies demasiado cuando esté hecho.
Pero él no comprendió lo que la joven intentaba decirle, así que continuó acunándola mientras le acariciaba el pelo, asombrado y sin saber qué hacer.
Las antorchas chisporroteaban en la gran sala de audiencias. Los españoles estaban apiñados, hombro con hombro, y sólo un puñado haría el recorrido de vigilancia por los muros del palacio. Cortés estaba de pie sobre una mesa. En el suelo, había una pila de lingotes de oro.
—Caballeros —dijo Cortés, y de inmediato se acallaron las voces.
Todos creían que el capitán general les comunicaría formalmente el regreso de Portocarrero, pero la inesperada visión del oro los había desconcertado.
—Caballeros, muchos de vosotros os habéis quejado a mí y a mis oficiales por la parte que os tocó cuando se repartieron las ganancias conseguidas por la expedición hasta el momento. Aunque creo que el reparto se hizo equitativamente, y de acuerdo con los términos establecidos al comienzo de la campaña, a la vista de vuestra fidelidad a la causa y del valor demostrado por todos vosotros, he decidido ceder una porción de mi parte para recompensaros mejor. Por lo tanto, finalizada esta reunión, Alvarado os entregará una cantidad en oro, y espero que quedaréis satisfechos.
Hizo una pausa. Norte, que se encontraba casi al fondo de la sala pensó: «Ya nos ha dado la miel, ahora vendrán los aguijonazos».
—Está bien puede ser la última vez que recibáis una recompensa porque Diego Velázquez, el gobernador de Cuba, tiene la intención de asignaros un nuevo comandante.
Nadie dijo ni una sola palabra ante la inesperada noticia.
—Hace dos días —prosiguió Cortés—, se os informó de que nuestro camarada, Alonso Portocarrero, había regresado de España. Por desgracia, noticias posteriores han demostrado que se trataba de un error. Las naves avistadas en la costa pertenecen a Velázquez.
Norte echó una ojeada a los reunidos, vio el asombro en las expresiones de todos.
—El hombre que viene a relevarme no es otro que su gran amigo, don Pánfilo de Narváez.
Esta vez sí que los hombres manifestaron su protesta.
—¡Por el culo de Satanás! —le dijo Guzmán a Norte—. ¡Ese hijo de puta cabrón!
—Ahora que hemos conquistado este reino —continuó Cortés, cuando se acallaron los gritos—, el gobernador nos envía a ese hombre para que nos lo quite de las manos. Aquellos de vosotros que deseen acogerse a su legendaria generosidad podéis marcharos. Por mi parte, creo que hemos establecido legalmente nuestra provincia y estoy decidido a resistirme a la invasión de nuestro territorio.
La tropa recibió el anuncio con grandes manifestaciones de apoyo. «Malditos idiotas —se dijo Norte—. ¿No veis que os ha comprado?»
Los hombres ya gritaban pidiendo sangre. Una vez más, el capitán general los tenía en un puño. Cortés podía ser un ladrón y un mentiroso, pero lo habían tenido claro desde el principio. Con Cortés tenían la posibilidad de salir con vida y llevarse algo de oro. Con Narváez, sólo les esperaba la miseria y la muerte.
La princesa azteca
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