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—¡PAGARÉIS por esto! —gritó el
padre Ruiz de Guevara— Cuando Narváez descubra lo que habéis hecho
mandará que os cuelguen a todos por sedición.
El sacerdote había llegado durante la cuarta
guardia, junto con otros cuatro, todos emisarios de Narváez. Sus
camisas antaño blancas eran ahora andrajos roñosos y tenían pegotes
de sangre en las barbas, como un testimonio de que S ando val y sus
hombres no les habían tratado con excesiva cortesía. Habían pasado
las tres últimas noches envueltos en las hamacas, y no estaban de
muy buen humor.
—¡Sois un loco, un fanfarrón y un perro
desagradecido! —manifestó el fraile, friera de sí.
Cortés sonrió como si Guevara le hubiera
hecho un gran cumplido. Cogió al otro por el hombro como una
muestra de compañerismo y lo llevó hacia la mesa que había en un
rincón. Había bandejas donde humeaban las carnes de conejo y venado
asados, fríjoles y tortillas de maíz.
—¿Cómo puedo disculparme por todo lo
ocurrido? —manifestó el capitán general—. Todo ha sido culpa de uno
de mis subordinados de menor rango. Será severamente castigado pero
mucho me temo que su falta más grave sea el exceso de celo. Por
favor, sentaos aquí. Sin duda, debéis de estar hambrientos.
El padre Guevara y sus compañeros miraron a
Cortés, sin disimular el asombro. Después del tratamiento recibido
a manos de Sandoval, lo que menos se esperaban era aquella muestra
de cordialidad. Miraron la comida con ojos famélicos.
—Por favor —les animó Cortés—. Adelante,
comed.
Se abalanzaron sobre la comida. Sandoval, de
acuerdo con las órdenes del comandante, les había privado de todo
excepto agua durante los tres días del viaje. Mientras comían,
Cáceres dejó sobre la mesa un lingote de oro para cada uno. Los
habían fundido y sellado los orfebres de Cortés.
—¿Qué es esto? —preguntó Guevara, con la
boca llena.
—Es un humilde intento de compensaros en
alguna medida por todo lo que habéis padecido. Aceptad el oro con
mis bendiciones. No es más que una parte de todo lo que mis hombres
han recibido de mí por sus servicios. Aquí empleamos el oro para
las herraduras de los caballos.
Benítez se preguntó qué opinaría Norte con
sus míseras cien coronas de la escandalosa afirmación.
Guevara miró a Cortés, atónito, sin dejar de
llenarse la boca con nuevos bocados.
El capitán general los observaba con una
expresión de benevolencia paterna.
—Así que os ha enviado mi amigo y camarada
Narváez. ¿Qué asuntos le traen a Nueva España?
El sacerdote miró una vez más al
conquistador, desconcertado. Desconocía el nombre de Nueva España.
Era un nombre que Cortés había inventado hacía poco para llamar al
reino de Moctezuma.
—Ha venido aquí con órdenes expresas del
gobernador Velázquez —respondió Guevara, un poco menos seguro de sí
mismo—. Os ha condenado como traidor, por haber desobedecido
deliberadamente sus órdenes para esta expedición. Quiere que os
llevemos de vuelta a Cuba, encadenado.
Cortés recibió la noticia sin
inmutarse.
—¿Qué tal es Narváez? ¿Os trata bien?
Guevara miró a sus compañeros. Los abusos
que Narváez cometía con sus subordinados eran una leyenda en
Cuba.
—Soportable.
—Me alegra mucho saberlo. Como bien sabéis,
no abundan los comandantes generosos. —Alvarado y Benítez entraron
en la estancia. Cada uno llevaba un gran medallón de oro colgado
alrededor del cuello. Las miradas de los comensales se fijaron en
las joyas—. ¿No es así, Pedro?
—Desde luego, mi señor —afirmó Alvarado, con
una sonrisa.
—La generosidad no es algo que destaque en
Narváez —comentó el padre Guevara.
Cortés se las apañó para parecer
sorprendido.
—Nuestros hombres se llevarán una desilusión
cuando se enteren —señaló Alvarado—, porque a todos nos ha ido muy
bien con nuestro comandante.
Guevara y sus compañeros miraron los
lingotes de oro.
—Confío en que el gobernador no haya actuado
perentoriamente
—manifestó Cortés—. Sin duda recordara que
soy un letrado, que él mismo me designó alcalde de Santiago de
Cuba. Lo que hemos hecho aquí es totalmente correcto. Hemos
establecido una provincia de acuerdo con los estatutos legales, lo
que nos hace responsables de nuestras acciones sólo ante el Rey.
Cualquier día de estos, mi enviado regresará con la autorización
oficial. Si se da el caso de que Velázquez actuó injustamente
conmigo, entonces él y sus agentes tendrán que responder ante la
Corona.
«Una posibilidad que no ayudará a hacer la
digestión», pensó Benítez.
—Si los mexicas llegan a ver que hay un
desacuerdo entre nosotros —añadió el capitán general—, se perderá
todo lo que hemos conseguido. En este momento, tenemos al gran
tlatoani de este gran país encerrado con
cuatro candados y hemos encontrado riquezas que no tienen ni punto
de comparación con cualquier otro tesoro encontrado hasta ahora en
el Nuevo Mundo. Si Velázquez y su secuaz Narváez lo pierden, mucho
me temo que las consecuencias serán terribles.
Guevara miró una vez más el lingote de
oro.
—¿No os parece que aquí hay un gran
malentendido? —le preguntó Cortés—. Quizá vos podríais decirnos
cuántos hombres ha traído Narváez y cuáles son sus planes.
Hizo el amor con él con una ferocidad que el
hombre no entendía, le abrazó como si se estuviera ahogando, le
besó como si él le diera el aliento para vivir. Cuando terminaron
se echó a llorar. Él la acunó en sus brazos, asombrado.
—¿Qué pasa? —repitió una y otra vez,
consciente de que ella no le entendía—. ¿Qué pasa?
—Perdóname —susurró ella en su idioma—. No
sé qué será de nosotros, o lo que pensarás de mí mañana. Sólo
espero que no me odies demasiado cuando esté hecho.
Pero él no comprendió lo que la joven
intentaba decirle, así que continuó acunándola mientras le
acariciaba el pelo, asombrado y sin saber qué hacer.
Las antorchas chisporroteaban en la gran
sala de audiencias. Los españoles estaban apiñados, hombro con
hombro, y sólo un puñado haría el recorrido de vigilancia por los
muros del palacio. Cortés estaba de pie sobre una mesa. En el
suelo, había una pila de lingotes de oro.
—Caballeros —dijo Cortés, y de inmediato se
acallaron las voces.
Todos creían que el capitán general les
comunicaría formalmente el regreso de Portocarrero, pero la
inesperada visión del oro los había desconcertado.
—Caballeros, muchos de vosotros os habéis
quejado a mí y a mis oficiales por la parte que os tocó cuando se
repartieron las ganancias conseguidas por la expedición hasta el
momento. Aunque creo que el reparto se hizo equitativamente, y de
acuerdo con los términos establecidos al comienzo de la campaña, a
la vista de vuestra fidelidad a la causa y del valor demostrado por
todos vosotros, he decidido ceder una porción de mi parte para
recompensaros mejor. Por lo tanto, finalizada esta reunión,
Alvarado os entregará una cantidad en oro, y espero que quedaréis
satisfechos.
Hizo una pausa. Norte, que se encontraba
casi al fondo de la sala pensó: «Ya nos ha dado la miel, ahora
vendrán los aguijonazos».
—Está bien puede ser la última vez que
recibáis una recompensa porque Diego Velázquez, el gobernador de
Cuba, tiene la intención de asignaros un nuevo comandante.
Nadie dijo ni una sola palabra ante la
inesperada noticia.
—Hace dos días —prosiguió Cortés—, se os
informó de que nuestro camarada, Alonso Portocarrero, había
regresado de España. Por desgracia, noticias posteriores han
demostrado que se trataba de un error. Las naves avistadas en la
costa pertenecen a Velázquez.
Norte echó una ojeada a los reunidos, vio el
asombro en las expresiones de todos.
—El hombre que viene a relevarme no es otro
que su gran amigo, don Pánfilo de Narváez.
Esta vez sí que los hombres manifestaron su
protesta.
—¡Por el culo de Satanás! —le dijo Guzmán a
Norte—. ¡Ese hijo de puta cabrón!
—Ahora que hemos conquistado este reino
—continuó Cortés, cuando se acallaron los gritos—, el gobernador
nos envía a ese hombre para que nos lo quite de las manos. Aquellos
de vosotros que deseen acogerse a su legendaria generosidad podéis
marcharos. Por mi parte, creo que hemos establecido legalmente
nuestra provincia y estoy decidido a resistirme a la invasión de
nuestro territorio.
La tropa recibió el anuncio con grandes
manifestaciones de apoyo. «Malditos idiotas —se dijo Norte—. ¿No
veis que os ha comprado?»
Los hombres ya gritaban pidiendo sangre. Una
vez más, el capitán general los tenía en un puño. Cortés podía ser
un ladrón y un mentiroso, pero lo habían tenido claro desde el
principio. Con Cortés tenían la posibilidad de salir con vida y
llevarse algo de oro. Con Narváez, sólo les esperaba la miseria y
la muerte.