17

 

LES habían preparado un impresionante festín: pavos, pescados, piñas, ciruelas y tortillas de maíz. Después, llevaron a Cortés y a los oficiales a sus alojamientos, un enorme palacio perteneciente a una mujer noble pero muy fea. El capitán general, por alguna razón que Malinalli fue incapaz de adivinar, la bautizó con el nombre de Catalina.
El palacio tenía el techo plano, con una amplia terraza que daba a la plaza. Las habitaciones eran espaciosas, aunque había muy pocos muebles; sólo unos cuantos jergones y algunas mesas bajas. Unos tapices de brillantes colores cubrían las paredes y otros servían de alfombras. Malinalli y Portocarrero tenían una habitación para ellos solos, lo mismo que los demás oficiales; los soldados estaban alojados en la sala de audiencias.
Cortés no había hablado directamente con Malinalli desde el día anterior, cuando ella se había torcido el tobillo. La muchacha sabía que algo le había molestado durante el encuentro en la plaza. Le había visto mirar varias veces la columna de humo que se alzaba en lo alto de la pirámide y creía saber cuál era el problema.
Oyó el cascabeleo de una serpiente, el aviso de un dios.
A la mañana siguiente la llamaron para que fuera al patio, junto con Aguilar y varios oficiales, incluidos Portocarrero y Alvarado. La expresión de Cortés era grave. Vestía el traje de terciopelo negro, llevaba la espada al cinto, y alrededor de su cuello colgaba la cadena con la imagen de la Virgen.
—Caballeros, nos llaman para hacer la obra de Dios —anunció, y sin más cruzó la verja del palacio y atravesó la plaza, mientras los demás corrían para no quedarse atrás.

 

El santuario mostraba el mismo tipo de construcción del templo que habían encontrado en Putunchan. Había un patio y una empinada escalera de piedra que conducía hasta la pirámide truncada donde se alzaba el templo, una sencilla choza de paja y cañas. Mientras se aproximaban, el olor a carne quemada se hacía más intenso.
Los cuerpos yacían al pie de la escalera, donde descansaban después de haber sido descuartizados y arrojados desde el altar. Faltaban los brazos y las piernas y la sangre se había solidificado en una masa negra gelatinosa en los pechos abiertos. Las nubes de moscas zumbaban alrededor de los cadáveres. Los ojos sin vida contemplaban el cielo azul.
—Este no era más que un niño —anunció Portocarrero.
Fray Bartolomé Olmedo comenzó a recitar una plegaria por los muertos. El hermano Aguilar se sumó a la letanía.
Cortés miró hacia lo alto. Los sacerdotes vestidos de negro le observaban desde arriba, apiñados como una bandada de cuervos car roñeros El rostro del capitán general se ensombreció. Se oyó el rascar del acero cuando comenzó a desenvainar la espada, pero Portocarrero se apresuró a ponerle una mano sobre el brazo.
—Ahora no, señor —susurró—. No estamos preparados.
—¿Es esto lo que hacen con sus hijos? —replicó Cortés.
Malinalli le observó, orgullosa de su furia. La Serpiente Emplumada había jurado abolir los sacrificios humanos. Ahora era testigo de su ira y su desesperación, y deseó que Flor de Lluvia estuviera allí para vedo; entonces creería lo mismo que ella. Los españoles permanecieron agrupados, los rostros pálidos, mientras miraban los cadáveres descuartizados con expresión incrédula.
—Lo hacen por su dios, Tláloc, el dador de la lluvia —le explicó Malinalli a Aguilar en voz baja—. El niño llora cuando ve el altar del sacrificio. Las lágrimas representan la lluvia que cae. Cuanto más llore, más abundante será la lluvia que caerá en invierno para alimentar las cosechas.
Aguilar se persignó al escuchar la explicación de la joven, y después tradujo a los demás el significado del sacrificio del niño.
—Aquí hay que hacer algo para el Señor —dijo Cortés, alejándose.
Malinalli contempló el rostro del niño muerto. Intentó imaginarse como había sido en vida, pero era inútil. Allí no había nada, no quedaba nada en sus ojos, no había nada en absoluto.

 

Benítez se quedó después de que los demás se marcharan, paralizado por el horror de la escena. Las palabras de Cortes resonaron en su cabeza. Había que hacer algo para el Señor.
Entonces se dio cuenta de que había alguien observándolo y se giró. Norte. El renegado, el traidor, el natural, el salvaje, le observaba con aquella incomprensible mueca algo burlona en su rostro de piel suave y expresión dócil. Benítez sintió una rabia tremenda.
—¿Otra ofrenda a vuestros dioses, Norte?
—¿Qué es un dios, Benítez? Una invención de nuestras mentes.
La herejía resonó en el silencio. De haberla escuchado Cortés, hubiera significado la muerte del blasfemo.
—¿Qué mente inventó esto? —replicó Benítez.
—Una mente que nunca ha tenido muy claro si el cuerpo se salvaría de morir de hambre.
Benítez meneó la cabeza. ¿Qué clase de respuesta era aquélla? Además, viniendo de un español.
—¿Fuisteis testigo de algún rito como éste?
—Tenéis una moralidad muy curiosa, Benítez —manifestó Norte, eludiendo una respuesta directa—. Os parece lícito que vuestros inquisidores le rompan los brazos y las piernas a un hombre en el potro cuando todavía está vivo, pero os ofende ver que se los han quitado cuando está muerto. Estáis dispuesto a arrancarle las tripas con la pica en el campo de batalla, dejarle allí tendido para que agonice lentamente, pero arrancarle el corazón y darle una muerte rápida os parece una barbaridad. Vuestra lógica me supera.
—¡Este no era más que un niño!
—¿Acaso las mujeres y los niños no sufren y mueren en nuestras guerras?
—No en nuestras iglesias. Nuestra religión no practica el asesinato y el canibalismo.
—No, nuestra religión es el oro.
«¿Por qué debo justificar todo lo que es sagrado ante esta criatura? —pensó Benítez—. ¿Por qué debo debatir lo que es evidentemente sacrílego con este salvaje? Es peor que un salvaje, porque ha conocido la civilización y a sabiendas le ha dado la espalda para abrazar la barbarie.»
—No siento nada más que desprecio por los desgraciados como vos —contestó furioso.
—Se espera que os apiadéis de mí, Benítez. La oveja extraviada, el pecador que se ha apartado del rebaño.
—Cortés tendría que ahorcarte.
—Vosotros los españoles creéis que la carne humana es sagrada, pero valoráis muy poco la vida. Ambos hemos vistos a los hombres morir quemados en la hoguera. También a las mujeres. ¿Por qué? En el nombre de Dios. ¿Es tan diferente a lo que pasa aquí?
—¿Justificáis esto?
—¿Queréis saber si prefiero expirar gritando en mi pira funeraria o morir rápidamente acuchillado por uno de estos sacerdotes? Creo que tengo muy clara la respuesta.
—Entonces ruego que algún día consigáis ver cumplido vuestro deseo —afirmó Benítez. Soltó un escupitajo y se marchó. Necesitaba alejarse de aquel lugar infernal y de aquel hombre salvaje.
La princesa azteca
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