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LES habían preparado un
impresionante festín: pavos, pescados, piñas, ciruelas y tortillas
de maíz. Después, llevaron a Cortés y a los oficiales a sus
alojamientos, un enorme palacio perteneciente a una mujer noble
pero muy fea. El capitán general, por alguna razón que Malinalli
fue incapaz de adivinar, la bautizó con el nombre de
Catalina.
El palacio tenía el techo plano, con una
amplia terraza que daba a la plaza. Las habitaciones eran
espaciosas, aunque había muy pocos muebles; sólo unos cuantos
jergones y algunas mesas bajas. Unos tapices de brillantes colores
cubrían las paredes y otros servían de alfombras. Malinalli y
Portocarrero tenían una habitación para ellos solos, lo mismo que
los demás oficiales; los soldados estaban alojados en la sala de
audiencias.
Cortés no había hablado directamente con
Malinalli desde el día anterior, cuando ella se había torcido el
tobillo. La muchacha sabía que algo le había molestado durante el
encuentro en la plaza. Le había visto mirar varias veces la columna
de humo que se alzaba en lo alto de la pirámide y creía saber cuál
era el problema.
Oyó el cascabeleo de una serpiente, el aviso
de un dios.
A la mañana siguiente la llamaron para que
fuera al patio, junto con Aguilar y varios oficiales, incluidos
Portocarrero y Alvarado. La expresión de Cortés era grave. Vestía
el traje de terciopelo negro, llevaba la espada al cinto, y
alrededor de su cuello colgaba la cadena con la imagen de la
Virgen.
—Caballeros, nos llaman para hacer la obra
de Dios —anunció, y sin más cruzó la verja del palacio y atravesó
la plaza, mientras los demás corrían para no quedarse atrás.
El santuario mostraba el mismo tipo de
construcción del templo que habían encontrado en Putunchan. Había
un patio y una empinada escalera de piedra que conducía hasta la
pirámide truncada donde se alzaba el templo, una sencilla choza de
paja y cañas. Mientras se aproximaban, el olor a carne quemada se
hacía más intenso.
Los cuerpos yacían al pie de la escalera,
donde descansaban después de haber sido descuartizados y arrojados
desde el altar. Faltaban los brazos y las piernas y la sangre se
había solidificado en una masa negra gelatinosa en los pechos
abiertos. Las nubes de moscas zumbaban alrededor de los cadáveres.
Los ojos sin vida contemplaban el cielo azul.
—Este no era más que un niño —anunció
Portocarrero.
Fray Bartolomé Olmedo comenzó a recitar una
plegaria por los muertos. El hermano Aguilar se sumó a la
letanía.
Cortés miró hacia lo alto. Los sacerdotes
vestidos de negro le observaban desde arriba, apiñados como una
bandada de cuervos car roñeros El rostro del capitán general se
ensombreció. Se oyó el rascar del acero cuando comenzó a
desenvainar la espada, pero Portocarrero se apresuró a ponerle una
mano sobre el brazo.
—Ahora no, señor —susurró—. No estamos
preparados.
—¿Es esto lo que hacen con sus hijos?
—replicó Cortés.
Malinalli le observó, orgullosa de su furia.
La Serpiente Emplumada había jurado abolir los sacrificios humanos.
Ahora era testigo de su ira y su desesperación, y deseó que Flor de
Lluvia estuviera allí para vedo; entonces creería lo mismo que
ella. Los españoles permanecieron agrupados, los rostros pálidos,
mientras miraban los cadáveres descuartizados con expresión
incrédula.
—Lo hacen por su dios, Tláloc, el dador de
la lluvia —le explicó Malinalli a Aguilar en voz baja—. El niño
llora cuando ve el altar del sacrificio. Las lágrimas representan
la lluvia que cae. Cuanto más llore, más abundante será la lluvia
que caerá en invierno para alimentar las cosechas.
Aguilar se persignó al escuchar la
explicación de la joven, y después tradujo a los demás el
significado del sacrificio del niño.
—Aquí hay que hacer algo para el Señor —dijo
Cortés, alejándose.
Malinalli contempló el rostro del niño
muerto. Intentó imaginarse como había sido en vida, pero era
inútil. Allí no había nada, no quedaba nada en sus ojos, no había
nada en absoluto.
Benítez se quedó después de que los demás se
marcharan, paralizado por el horror de la escena. Las palabras de
Cortes resonaron en su cabeza. Había que hacer algo para el
Señor.
Entonces se dio cuenta de que había alguien
observándolo y se giró. Norte. El renegado, el traidor, el natural,
el salvaje, le observaba con aquella incomprensible mueca algo
burlona en su rostro de piel suave y expresión dócil. Benítez
sintió una rabia tremenda.
—¿Otra ofrenda a vuestros dioses,
Norte?
—¿Qué es un dios, Benítez? Una invención de
nuestras mentes.
La herejía resonó en el silencio. De haberla
escuchado Cortés, hubiera significado la muerte del blasfemo.
—¿Qué mente inventó esto? —replicó
Benítez.
—Una mente que nunca ha tenido muy claro si
el cuerpo se salvaría de morir de hambre.
Benítez meneó la cabeza. ¿Qué clase de
respuesta era aquélla? Además, viniendo de un español.
—¿Fuisteis testigo de algún rito como
éste?
—Tenéis una moralidad muy curiosa, Benítez
—manifestó Norte, eludiendo una respuesta directa—. Os parece
lícito que vuestros inquisidores le rompan los brazos y las piernas
a un hombre en el potro cuando todavía está vivo, pero os ofende
ver que se los han quitado cuando está muerto. Estáis dispuesto a
arrancarle las tripas con la pica en el campo de batalla, dejarle
allí tendido para que agonice lentamente, pero arrancarle el
corazón y darle una muerte rápida os parece una barbaridad. Vuestra
lógica me supera.
—¡Este no era más que un niño!
—¿Acaso las mujeres y los niños no sufren y
mueren en nuestras guerras?
—No en nuestras iglesias. Nuestra religión
no practica el asesinato y el canibalismo.
—No, nuestra religión es el oro.
«¿Por qué debo justificar todo lo que es
sagrado ante esta criatura? —pensó Benítez—. ¿Por qué debo debatir
lo que es evidentemente sacrílego con este salvaje? Es peor que un
salvaje, porque ha conocido la civilización y a sabiendas le ha
dado la espalda para abrazar la barbarie.»
—No siento nada más que desprecio por los
desgraciados como vos —contestó furioso.
—Se espera que os apiadéis de mí, Benítez.
La oveja extraviada, el pecador que se ha apartado del
rebaño.
—Cortés tendría que ahorcarte.
—Vosotros los españoles creéis que la carne
humana es sagrada, pero valoráis muy poco la vida. Ambos hemos
vistos a los hombres morir quemados en la hoguera. También a las
mujeres. ¿Por qué? En el nombre de Dios. ¿Es tan diferente a lo que
pasa aquí?
—¿Justificáis esto?
—¿Queréis saber si prefiero expirar gritando
en mi pira funeraria o morir rápidamente acuchillado por uno de
estos sacerdotes? Creo que tengo muy clara la respuesta.
—Entonces ruego que algún día consigáis ver
cumplido vuestro deseo —afirmó Benítez. Soltó un escupitajo y se
marchó. Necesitaba alejarse de aquel lugar infernal y de aquel
hombre salvaje.