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MALINALLI advirtió que en
aquel encuentro había mucha más pompa. Estaba la fanfarria habitual
que le precedía; el redoblar de los tambores, el sonido de las
caracolas, la música aguda de las flautas de arcilla y el estruendo
de las matracas de madera, pero esta vez los heraldos del cacique
Tendile también llevaban los estandartes de color verde quetzal
para demostrar que la delegación venía en nombre del gran
tlatoani.
—¡Se presenta el señor Teuhtitl, gobernador
y voz de los mexicas, designado por el Adorado Portavoz en persona!
¡Trae saludos y amistad para el señor Malinztin, recién llegado de
las tierras de la nube en el este!
«Señor Malinztin», pensó Malinalli. En
náhuatl significaba señor de Marina. Así que ese era el nombre que
habían decidido darle. Era típico de la ambigüedad mexica; evitaba
cualquier decisión sobre si era un hombre o un dios.
Tendile ofrecía un aspecto magnífico con su
manto de algodón color naranja, bordado con motivos geométricos. El
tocado era de plumas de flamenco entretejidas con hilos de oro.
Esta vez le acompañaba una comitiva mucho más numerosa de caciques
y esclavos. Mientras se iba acercando, dos adolescentes apartaban
los insectos de su rostro con abanicos de plumas y dos sacerdotes
le precedían cargados con braseros donde ardía incienso de copal.
Inmediatamente detrás del gobernador se encontraban los hombres
búho con las capas de plumas y los cascos que imitaban el pico de
dichos animales. En las capas llevaban cosidos calaveras y huesos
humanos. Algunos aullaban como posesos y otros lanzaban nubes de
humo coloreado con unas pipas de arcilla.
—¿Quiénes son? —preguntó Aguilar.
—Hechiceros —respondió Malinalli—. Han
venido para derrotar a vuestro señor Cortés con sus hechizos.
Oyó la exclamación de Aguilar, que se había
puesto pálido.
—¡Brujería! —masculló el fraile,
persignándose.
Cortés los recibió en la playa, a la sombra
de las palmeras, sentado en una silla de roble con incrustaciones
de turquesa. Tal como le había aconsejado Malinalli, vestía el
mismo traje de terciopelo negro de la vez anterior y la gorra negra
con la pluma verde.
La muchacha se situó con Aguilar a la
derecha del conquistador.
Tendile tocó el suelo y se llevó los dedos a
los labios. Luego los sacerdotes se adelantaron para caminar en
círculo alrededor de Cortés y sus oficiales, fumigándolos con el
incienso. Cuando acabó esta ceremonia, Tendile inició su
parlamento.
—Traigo palabras de saludo y amistad para el
señor Malintzin de parte del Adorado Portavoz.
La muchacha transmitió el saludo a Aguilar,
que pronunció «Malintzin» como «Malinche».
Tendile señaló a los nobles que le
acompañaban.
—Me ha pedido que os entregue estos regalos
como prueba de su amistad.
Malinalli se dio cuenta de lo que se
disponían a hacer y soltó una exclamación. Era mucho más de lo que
había esperado. Miró al fraile.
—¿Podríais pedirle con todo respeto a mi
señor Cortés que se levante? Estos hombres quieren vestirle con las
prendas ceremoniales.
—¿Por qué? —preguntó Aguilar, frunciendo el
entrecejo.
—Haced lo que os digo —replicó Malinalli,
con furia—. Dejad que mi señor pregunte el motivo.
Aguilar se enfrentó a su mirada. «Le
gustaría azotarme por mi insolencia», pensó. Pobre Aguilar. Deseaba
ser rey, pero no más que un esclavo.
Aguilar tradujo las palabras de Malinalli y
Cortés se levantó.
Los nobles mexicas le pusieron una hermosa
capa de plumas sobre los hombros, luego colocaron un collar de jade
y oro con la figura de una serpiente alrededor de su cuello. Otros
nobles se arrodillaron para ponerle esclavas de oro y plata en los
tobillos. Le entregaron un escudo hecho con plumas de quetzal y
colocaron una mitra de piel de leopardo en la cabeza. Por último,
Tendile cogió una máscara hecha con placas de turquesa, con
colmillos de oro y una banda de plumas, que colocó sobre el rostro
de Cortés.
Era la vestimenta oficial de un sumo
sacerdote de la Serpiente Emplumada, y, por extensión, el atuendo
del mismo dios. Moctezuma reconocía públicamente a Cortés como la
encarnación del dios. Creía.
Los españoles contemplaban la escena, con
expresiones risueñas.
Malinalli creyó que la Serpiente Emplumada
se sentiría conmovido al ver sus emblemas, pero para su
desesperación, Cortés se desprendió inmediatamente de las prendas y
las dejó caer a sus pies. Volvió a sentarse en su trono
improvisado. Se dirigió a Aguilar.
—Mi señor Cortés desea saber que más han
traído.
Malinalli intentó ocultar su confusión. ¿Era
posible que la Serpiente Emplumada estuviera intentando ocultar su
identidad? ¿Con qué fin? Esto no era lo que ella había
esperado.
—La Serpiente Emplumada quiere ver los otros
regalos que habéis traído —le comunicó a Tendile.
El gobernador mexica también parecía
desconcertado. La reacción de Cortés no había servido precisamente
para disipar sus sospechas.
—Decidle que hemos traído provisiones para
él y sus compañeros. —Se volvió para hacer una seña a los esclavos
que esperaban sus órdenes. Llegaban cargados con grandes cestos de
comida que depositaron sobre las esteras extendidas en la arena.
Había canastos con guayabas, jobos, aguacates, huevos, pavos asados
y tortillas de maíz. Toda la comida había sido aderezada
generosamente con una salsa de carne humana.
Malinalli contuvo el aliento y observó en
silencio a Alvarado que se adelantó para arrancar el muslo de uno
de los pavos asados. Acercó la carne a la nariz, la olió y en su
rostro apareció una mueca de asco. Arrojó el trozo de carne al
suelo.
Se hizo un silencio absoluto. Los españoles
miraban a Cortés, atentos a su reacción. Malinalli también esperó.
Había llegado el momento de demostrar su divinidad, si actuaba
correctamente. El conquistador habló en voz baja con el fraile,
quien a su vez se volvió hacia la muchacha.
—Mi señor dice que le deis las gracias a
Tendile por sus regalos pero que su religión le prohíbe
expresamente comer carne humana, ya que todos los hombres son
hermanos. Esto se considera como uno de los mayores pecados a los
ojos de Dios.
Malinalli parpadeó desconcertada ante esta
larga y confusa arenga, pero comprendió su significado, y tradujo
para Tendile lo que consideró más correcto.
—Como bien sabéis, Quetzalcóatl ha regresado
para abolir todos los sacrificios humanos. No seáis tan tontos como
para seguir abusando de su paciencia.
Tendile parecía desilusionado. Malinalli
sabía lo que estaba pensando: el señor Malinztin había hecho caso
omiso del simbolismo de las vestiduras, pero había rechazado probar
la sangre humana. ¿Qué le diría a Moctezuma?
En aquel momento, Alvarado entró en la
conversación.
—Mi señor Alvarado desea saber si los
mexicas han devuelto su casco —tradujo Aguilar.
Malinalli transmitió la pregunta. Tendile
levantó una mano y el resto de los porteadores —la joven calculó
que eran más de un centenar— se adelantaron a la carrera.
—Mi señor Moctezuma os devuelve el casco y
os envía mucho más.
Una vez más, extendieron esteras sobre la
arena delante de Cortés. El casco de Alvarado apareció llenó hasta
los bordes con oro en polvo. Luego, comenzaron a descargar los
demás objetos: joyas de oro con formas de patos, venados, jaguares
y monos; collares y brazaletes; un bastón de oro tachonado de
perlas: escudos de oro con incrustaciones de piedras preciosas;
mosaicos de turquesa y ónice; estatuas y máscaras de madera;
pendientes y broches de jade; abanicos de plata; un tocado de
plumas de quetzal con colgantes de jade y perlas; mantos de plumas;
multitud de adornos de concha, oro, turquesa y jade; y cinco
esmeraldas enormes.
Los españoles se quedaron boquiabiertos
cuando trajeron los últimos regalos: dos discos idénticos, cada uno
del tamaño de una rueda de carro y de dos pulgadas de espesor, uno
de plata y el otro de oro. El disco de plata mostraba la figura de
una mujer en el centro, la hermana Luna; el de oro llevaba la
figura del Sol en su trono.
Dejaron los discos en la arena. El brillo de
los metales y las gemas cegaba a los presentes. El silencio era
total. El viento levantaba finas partículas de arena. Cortés se
movió en su trono para tocar el disco de oro con la punta del pie
como si quisiera comprobar que era real. Por fin, se dirigió a
Aguilar.
—Quiere saber si esto es todo lo que hay
—tradujo el hermano.
Malinalli parpadeó, asaltada por la duda de
que no había entendido correctamente sus palabras. No podía
decírselo a Tendile.
—Mi señor Serpiente Emplumada os da las
gracias por vuestros regalos —manifestó.
—Quizás ahora decidan marcharse y dejarnos
en paz —replicó el gobernador, con expresión adusta.
Cortés volvió a hablar, y esta vez la joven
comprendió con toda claridad lo que se requería.
—Una vez más, mi señor os da las gracias por
vuestra generosidad. Ahora sólo le resta darle las gracias al
Adorado Portavoz en persona.
Tendile se quedó pasmado al escuchar la
traducción.
—Eso no será posible. Es un viaje muy largo
y peligroso hasta Tenochtitlan. Moctezuma os pide que aceptéis
estos humildes regalos como muestra de su estima y que regreséis a
las tierras de las Nubes de donde habéis venido.
Malinalli tradujo y esperó la respuesta,
aunque la sabía antes de que Aguilar se la transmitiera.
—Mi señor Cortés ya ha viajado grandes
distancias para tener la gran alegría de ver el rostro de Moctezuma
—manifestó Aguilar—. Se le ha ordenado que transmita los saludos en
persona y no puede hacer otra cosa sin desobedecer a su rey.
Malinalli se mordió el labio inferior para
impedir que una sonrisa de triunfo apareciera en su rostro. Por un
lado, Moctezuma viste a Cortés como un dios, y por el otro intenta
comprarlo. ¡Cómo debe de estar temblando en su trono en el lugar
del águila y el nopal!
—La Serpiente Emplumada es un dios y, por lo
tanto, no se fatiga fácilmente —le comunicó Malinalli a Tendile—.
Dice que debe encontrarse con el Adorado Portavoz en persona. Se lo
manda Ometecuhtli, padre de todos los dioses, y hacedor del
universo.
Tendile dio la impresión de que le acababan
de echar un peso enorme sobre los hombros. Malinalli pensó que era
algo más que la desilusión de un embajador al comprobar que ha
fracasado. Quizá veía que el fracaso significaba su muerte.
En cuanto se marcharon los mexicas, los
españoles se lanzaron sobre el oro. Las hermosas plumas de quetzal,
tejidas por los mejores artesanos, las valiosas joyas de concha,
las máscaras sagradas, las finas telas bordadas, acabaron
pisoteadas por las astrosas botas de los soldados mientras luchaban
entre ellos por ser los primeros en tocar y admirar el oro.
Malinalli se volvió. Cortés la observaba.
Parecía incómodo, desnudo, como a un hombre al que han sorprendido
en la calle sin ropas. Se dio cuenta de que el dios se avergonzaba
de sus cohortes.
Recordó lo que Cortés había dicho sobre la
enfermedad de corazón que sufrían. En realidad, debía de ser algo
terrible sufrir esa enfermedad, pensó. Convertía a los hombres en
monos.