69

 

UNA vez más, los hombres formaron pequeños corrillos para comentar el descubrimiento del tesoro. La enfermedad que los había afectado a todos en San Juan de Ulúa había rebrotado, la codicia provocada ante la visión del oro.
Mientras tanto, Cortés se había encerrado en sus aposentos, comía solo, planeaba, sufría, rogaba a Dios para que le diera una guía, y analizaba los rincones más oscuros de su alma.

 

Un brasero estaba encendido en un rincón del cuarto, porque las noches eran frías. Desde la plaza llegaban los sonidos de las flautas y los tambores, transportados por el aire frío de noviembre. La gente bailaba y cantaba en las calles, una mala señal. Benítez tenía 1a impresión de que, en los últimos días, los habitantes de Tenochtitlan le habían perdido el miedo a los extranjeros. Una vez más circulaban entre los tlaxcaltecas los rumores de un ataque por parte de los mexicas. Volvía a repetirse la situación de Cholula.
Cortés miraba a los miembros de su consejo de guerra, de espaldas a la ventana abierta.
—Caballeros, nos encontramos enfrentados a un exquisito dilema —afirmó—. En este momento, todos somos más ricos de lo que nunca hubiéramos soñado, y, sin embargo, daría lo mismo que fuéramos pobres como las ratas porque estamos atrapados aquí con nuestro tesoro. Si no podemos marchamos llevándonos el oro con nosotros, es como si continuáramos en Cuba con nuestros sueños.
»Cuando llegamos aquí, el emperador aceptó ser vasallo de su Majestad, el rey de España y nos entregó el trono, de acuerdo con las disposiciones del Requerimiento. No obstante, creo que fuimos víctimas de un engaño, porque llevamos en Tenochtitlan cinco días y él continúa ejerciendo sus poderes mientras que a nosotros se nos trata como huéspedes ilustres. ¿Tiene alguno de vosotros alguna sugerencia sobre cómo debemos actuar?
—¿No tendríamos que esperar y ver cómo se desarrollan los acontecimientos? —preguntó Jaramillo.
—Si les seguimos el juego acabaremos siendo las víctimas. Aunque ahora nos quieran, los corazones de los hombres son veleidosos. Ahora mismo parecen encontrar su hospitalidad demasiado costosa. Todos vosotros habéis advertido cómo nuestras provisiones disminuyen con el paso de los días. Si lo desearan, en cualquier momento podrían retirar los puentes de las calzadas, y de la noche a la mañana, pasaríamos de huéspedes a prisioneros. No necesitan atacamos. Pueden matamos de hambre y después ofrecer nuestros corazones a sus ídolos diabólicos, o quizá Moctezuma decida envenenamos la comida que nos da. En cualquier caso, estamos a su merced.
Que les explicaran su situación con tanta crudeza, hizo temblar a todos los presentes.
—Robemos el oro y huyamos por la noche hacia Veracruz —propuso Ordaz.
Cortés recibió la propuesta del capitán de la infantería con una sonrisa helada.
—Un excelente plan, pero olvidáis que entre este lugar y la costa hay un país llamado Tlaxcala. Si el viejo Xicoténcatl descubre que hemos abandonado a sus guerreros a su suerte dentro de Tenochtitlan. podría decidir que nosotros no somos los aliados que más le convienen. ¿Hay alguien aquí que desee enfrentarse otra vez con los amigos tlaxcaltecas?
El capitán general parecía obtener un placer perverso exponiendo el dilema con toda claridad.
—No es necesario que regresemos por el camino de Tlaxcala —señaló San do val.
—No, podríamos escapar a través del territorio de los mexicas —replicó Cortés—. ¿Sois de la opinión de que nos dejaría pasar con los bolsillos cargados con su tesoro? En el caso muy improbable de que pudiéramos eludir a los ejércitos de Moctezuma, necesitaríamos vanas semanas para construir las naves que nos llevarían de regreso a Cuba. De todas maneras, cuando lleguemos allí, mi señor el gobernador se quedará con todas vuestras riquezas.
La depresión se extendió sobre todos ellos como una sombra.
—Todavía nos queda otra complicación —añadió el comandante, después de esperar unos momentos para que lo desesperado de la situación calara bien hondo en sus oyentes—. Antes de marcharnos de Cholula recibí un mensaje secreto procedente de la costa. Lo firmaba Juan Escalante, que está al mando de nuestro fortín en Veracruz. —Los hombres esperaron a que Cortés les revelara el contenido del mensaje.
«Esto no será ninguna buena noticia», pensó Benítez, y no se equivocó.
—Al parecer, el gobernador mexica ordenó a sus tropas atacar a nuestros camaradas. Los hombres de Escalante y sus aliados totonacas fueron derrotados. Nueve de nuestros soldados murieron a consecuencia de las heridas. Muchos más resultaron heridos pero, gracias a Dios, consiguieron escapar a Veracruz.
Los oficiales enmudecieron de asombro. Hasta ahora habían estado convencidos que la barrera insuperable para los indios era el mito de su invencibilidad en el campo de batalla. Ahora, los mexicas habían demostrado la falsedad de la leyenda. Si los ejércitos de Moctezuma les había atacado en la costa, ¿qué podía impedirles que los expulsaran de la capital?
—¿Por qué no nos comunicasteis antes esta noticia? —preguntó Benítez.
—¿De qué hubiese servido? —replicó el capitán general—. Si os lo hubiese dicho en Cholula todos hubierais querido regresar, y los tlaxcaltecas nos habrían matado a todos. Nunca tuvimos otra opción excepto la de venir aquí.
Un nuevo silencio. Los capitanes se miraron los unos a los otros. «Este hombre es sorprendente —pensó Benítez—. ¿Qué había hecho?»
—Entonces —intervino Alvarado—, sólo nos queda un camino.
Benítez lo miró con suspicacia. Aquello parecía demasiado sencillo, como algo ensayado. Quizá Cortés le había dictado lo que debía decir, como ya hiciera antes.
—Debemos hacer lo mismo que en Cempoallan —prosiguió Alvarado—. Debemos coger al jefe y ponerle un cuchillo en la garganta.
Los demás necesitaron unos segundos para entender lo audaz de la sugerencia.
—¿Os referís a Moctezuma? —preguntó León.
—Debemos secuestrarlo. Con él en nuestro poder seremos dueños de nuestro destino y de Tenochtitlan.
—Se trata de una aventura muy peligrosa —opinó Cortés, haciéndose eco de los pensamientos de los demás, como si a él nunca se le hubiera pasado antes por la cabeza nada parecido—. Debemos reflexionar cuidadosamente los pros y los contras antes de actuar.
Benítez le escuchaba, atónito. ¡Era una auténtica locura!
—Sólo somos trescientos españoles y unos pocos miles de indios cuya conducta es imprevisible. ¿Creéis que es bastante tener a un hombre como rehén para dominar a millones?
—¿Qué otra cosa creíais que íbamos a hacer cuando vinimos aquí? —preguntó el capitán general.
«Ah, lo tenía todo planeado desde el principio —pensó Benítez, horrorizado—. Éste ha sido siempre su plan, probablemente desde que fundamos Veracruz.»
—Dijisteis que habíamos venido a comerciar, no a luchar —protestó en voz alta—. Para hablar con los naturales.
—¡Benítez, Benítez! —exclamó Cortés, con una sonrisa—. Sois verdaderamente un ingenuo.
Los capitanes miraron a Cortés, después se miraron entre ellos, y finalmente se enfrentaron a su propia codicia. Benítez comprendió que el capitán general tenía razón. ¿Habían sido tan ingenuos? ¿Le habían seguido hasta aquel punto en la confianza de que a través de subterfugios y malas artes conseguirían marcharse del valle de los mexicas con los bolsillos llenos? Habían permitido voluntariamente que el brillo del oro los llevara a un enfrentamiento del que no podían salir.
«Este sorprendente hidalgo que nos dirige está loco de remate. Sin embargo, sin él estamos perdidos.»
—¿Alguien más tiene alguna sugerencia sobre cómo debemos actuar? —preguntó el comandante.
Nadie respondió. Estaba muy claro que para ellos la única salida era convertir a Moctezuma en rehén de los españoles. Benítez comprendió que desde que en San Juan Ulúa eligieran darle a Cortés el mando, nunca había existido otra elección.
—Entonces, al parecer estáis decididos, caballeros —añadió Cortés—. Vayamos a hacer las paces con Dios. Mañana iremos a visitar a Moctezuma.

 

Benítez, Flor de Lluvia y Norte se sentaron en las esteras alrededor de una mesa baja, y comenzaron a comer las viandas servidas por las esclavas de los mexicas: un poco de carne que Norte identificó como iguana, boniatos, tortillas de maíz y fríjoles con chile. Flor de Lluvia se mostró muy animada mientras comían; al parecer, había superado la melancolía que la había afligido desde los sucesos de Cholula. No dejaba de hacerle preguntas a Benítez a través de Norte.
¿Dónde nacisteis?
¿Tenéis esposa?
¿Qué edad tenéis?
Benítez respondió a todas las preguntas lo mejor que pudo, pero sus pensamientos estaban en otra parte. Le resultaba difícil concentrarse en las preguntas o en la comida. No le apetecían ninguna de las dos. Finalmente, apartó el plato.
—Flor de Lluvia quiere saber qué pasa —tradujo Norte.
—Nada, no pasa nada.
—Cree que ha hecho algo que os ha disgustado.
—No es nada que ella haya hecho. Decídselo. —Benítez contempló con expresión de malhumor el friso de guerreros y monstruos representados en una eterna batalla en las paredes del palacio, en tornos bermellones y ocres. De pronto, añadió—: Creo, Norte, que es posible que hayáis tenido razón desde el principio. —Norte le miró, sorprendido—. Ahora dudo mucho que lo que estamos haciendo en esta ciudad sea una obra divina,
Norte masticó el bocado lentamente, sin placer, como si la comida se le hubiera convertido en ceniza en la boca.
—Vuestras dudas no salvarán a los mexicas ni nos salvarán a nosotros —opinó.
Benítez volvió a ensimismarse en sus pensamientos. Flor de Lluvia le susurró algo a Norte.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Benítez.
—Es difícil de traducir. Desconozco la palabra.
—Podéis intentarlo.
—Es infeliz porque parecéis triste —contestó Norte, encogiendo los hombros—. Quiere deciros que piensa en vos bondadosamente.
—¿Intenta decirme que me quiere? —Benítez se sorprendió al descubrir el placer que le producía saberlo.
Norte evitó mirar al capitán.
—La palabra no acaba de ser del todo la misma en su idioma.
Benítez miró a la muchacha. ¿Qué importancia podía tener ahora lo que la muchacha pensara? En otros momentos había soñado con regresar a Cuba con Flor de Lluvia y el oro, y disfrutar del resto de sus días. Pero eso era sólo otro sueño estúpido. Mañana morirían todos en aquel lugar infirma!
—Decidle que esta noche es libre de hacer lo que le plazca —manifestó Benítez inesperadamente.
—¿Mi capitán? —exclamó Norte, sorprendido.
—Mañana vamos a morir. Así que ya no importa. Decidle que esta noche puede acostarse con quien quiera. Ha cumplido todas las obligaciones que tenía conmigo. No me miréis de esa manera, Norte. Haced lo que os digo.
«Cree que soy un santo o que me he vuelto loco —pensó Benítez—. Quizá soy las dos cosas. Pero cuando se esfuman todas las fantasías terrenales, es muy fácil mostrarse justo y generoso.»
Norte sonrió y se apresuró a traducir las palabras de Benítez. Flor de Lluvia abrió los ojos como platos.
«Buscaré una frasca de vino cubano para pasar esta última noche», se dijo Benítez.
Flor de Lluvia respondió a Norte quien, al escuchar sus palabras, contuvo el aliento como si le hubieran apuñalado. Norte se levantó y salió corriendo de la habitación. Las campanillas de plata cosidas en la cortina que se cerraba la puerta sonaron durante unos segundos.
El capitán miró a Flor de Lluvia que se arrimó a él sonriente y le cogía la mano.
«Dios bendito —se dijo Benítez—. ¿Quién lo hubiera dicho?»

 

La Malinche dormía boca arriba, con los brazos por encima de la cabeza. La manta se había deslizado por debajo de la cintura. Cortés la contempló a la luz de la vela, el pelo negro largo desparramado sobre la estera, los pezones erectos, los labios con forma de corazón. El murmullo de la bestia, el gruñido de la vergüenza.
Se desnudó en un santiamén. Apartó la manta y le metió una mano entre los muslos. Las mexicas tenían poco vello entre las piernas. No eran como Catalina, que tenía las pelambreras de un oso. El suave montículo de La Malinche le excitaba de mil y una maneras que no alcanzaba a comprender. Le recordaba a las estatuas de mármol en la catedral de Sevilla, las suaves redondeces de los ángeles dorados en los frescos.
Sí, era su ángel, su ángel de la guarda cobrizo. Dios estaba con él y le había enviado a La Malinche para que fuese su guía y compañera. Mañana volvería a confesar sus adulterios, los pecados de la carne, y volvería a salir para luchar y vencer en nombre del Señor, y limpiaría su alma una vez más.
Pero aquí y ahora la bestia le dominaba.

 

La Malinche continuaba durmiendo cuando Cortés regresó de su última reunión con Alvarado y Sandoval. La despertó sin contemplaciones y la montó brutalmente. La sujetó por los hombros y la penetró como un salvaje.
«Siempre es así cuando hay peligro», recordó La Malinche. Antes de las grandes batallas en Tlaxcala, en Cholula. La inminencia de la muerte le excitaba. La muchacha creía que era la inquietud del dios que vivía en su interior.

 

Pero aquella noche había algo distinto, quizás algo más imaginario que real. En su imaginación, La Malinche veía cómo la simiente eyaculada en su interior, ardiente y pegajosa, echaba raíces en su vientre. Después, mientras Cortés se arrodillaba junto a la ventana para rezar sus oraciones a la Virgen, creyó notar el momento en que sucedía, cuando la semilla de un dios se convertía en parte de su cuerpo.
La princesa azteca
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