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UNA vez más, los hombres
formaron pequeños corrillos para comentar el descubrimiento del
tesoro. La enfermedad que los había afectado a todos en San Juan de
Ulúa había rebrotado, la codicia provocada ante la visión del
oro.
Mientras tanto, Cortés se había encerrado en
sus aposentos, comía solo, planeaba, sufría, rogaba a Dios para que
le diera una guía, y analizaba los rincones más oscuros de su
alma.
Un brasero estaba encendido en un rincón del
cuarto, porque las noches eran frías. Desde la plaza llegaban los
sonidos de las flautas y los tambores, transportados por el aire
frío de noviembre. La gente bailaba y cantaba en las calles, una
mala señal. Benítez tenía 1a impresión de que, en los últimos días,
los habitantes de Tenochtitlan le habían perdido el miedo a los
extranjeros. Una vez más circulaban entre los tlaxcaltecas los
rumores de un ataque por parte de los mexicas. Volvía a repetirse
la situación de Cholula.
Cortés miraba a los miembros de su consejo
de guerra, de espaldas a la ventana abierta.
—Caballeros, nos encontramos enfrentados a
un exquisito dilema —afirmó—. En este momento, todos somos más
ricos de lo que nunca hubiéramos soñado, y, sin embargo, daría lo
mismo que fuéramos pobres como las ratas porque estamos atrapados
aquí con nuestro tesoro. Si no podemos marchamos llevándonos el oro
con nosotros, es como si continuáramos en Cuba con nuestros
sueños.
»Cuando llegamos aquí, el emperador aceptó
ser vasallo de su Majestad, el rey de España y nos entregó el
trono, de acuerdo con las disposiciones del Requerimiento. No
obstante, creo que fuimos víctimas de un engaño, porque llevamos en
Tenochtitlan cinco días y él continúa ejerciendo sus poderes
mientras que a nosotros se nos trata como huéspedes ilustres.
¿Tiene alguno de vosotros alguna sugerencia sobre cómo debemos
actuar?
—¿No tendríamos que esperar y ver cómo se
desarrollan los acontecimientos? —preguntó Jaramillo.
—Si les seguimos el juego acabaremos siendo
las víctimas. Aunque ahora nos quieran, los corazones de los
hombres son veleidosos. Ahora mismo parecen encontrar su
hospitalidad demasiado costosa. Todos vosotros habéis advertido
cómo nuestras provisiones disminuyen con el paso de los días. Si lo
desearan, en cualquier momento podrían retirar los puentes de las
calzadas, y de la noche a la mañana, pasaríamos de huéspedes a
prisioneros. No necesitan atacamos. Pueden matamos de hambre y
después ofrecer nuestros corazones a sus ídolos diabólicos, o quizá
Moctezuma decida envenenamos la comida que nos da. En cualquier
caso, estamos a su merced.
Que les explicaran su situación con tanta
crudeza, hizo temblar a todos los presentes.
—Robemos el oro y huyamos por la noche hacia
Veracruz —propuso Ordaz.
Cortés recibió la propuesta del capitán de
la infantería con una sonrisa helada.
—Un excelente plan, pero olvidáis que entre
este lugar y la costa hay un país llamado Tlaxcala. Si el viejo
Xicoténcatl descubre que hemos abandonado a sus guerreros a su
suerte dentro de Tenochtitlan. podría decidir que nosotros no somos
los aliados que más le convienen. ¿Hay alguien aquí que desee
enfrentarse otra vez con los amigos tlaxcaltecas?
El capitán general parecía obtener un placer
perverso exponiendo el dilema con toda claridad.
—No es necesario que regresemos por el
camino de Tlaxcala —señaló San do val.
—No, podríamos escapar a través del
territorio de los mexicas —replicó Cortés—. ¿Sois de la opinión de
que nos dejaría pasar con los bolsillos cargados con su tesoro? En
el caso muy improbable de que pudiéramos eludir a los ejércitos de
Moctezuma, necesitaríamos vanas semanas para construir las naves
que nos llevarían de regreso a Cuba. De todas maneras, cuando
lleguemos allí, mi señor el gobernador se quedará con todas
vuestras riquezas.
La depresión se extendió sobre todos ellos
como una sombra.
—Todavía nos queda otra complicación —añadió
el comandante, después de esperar unos momentos para que lo
desesperado de la situación calara bien hondo en sus oyentes—.
Antes de marcharnos de Cholula recibí un mensaje secreto procedente
de la costa. Lo firmaba Juan Escalante, que está al mando de
nuestro fortín en Veracruz. —Los hombres esperaron a que Cortés les
revelara el contenido del mensaje.
«Esto no será ninguna buena noticia», pensó
Benítez, y no se equivocó.
—Al parecer, el gobernador mexica ordenó a
sus tropas atacar a nuestros camaradas. Los hombres de Escalante y
sus aliados totonacas fueron derrotados. Nueve de nuestros soldados
murieron a consecuencia de las heridas. Muchos más resultaron
heridos pero, gracias a Dios, consiguieron escapar a
Veracruz.
Los oficiales enmudecieron de asombro. Hasta
ahora habían estado convencidos que la barrera insuperable para los
indios era el mito de su invencibilidad en el campo de batalla.
Ahora, los mexicas habían demostrado la falsedad de la leyenda. Si
los ejércitos de Moctezuma les había atacado en la costa, ¿qué
podía impedirles que los expulsaran de la capital?
—¿Por qué no nos comunicasteis antes esta
noticia? —preguntó Benítez.
—¿De qué hubiese servido? —replicó el
capitán general—. Si os lo hubiese dicho en Cholula todos hubierais
querido regresar, y los tlaxcaltecas nos habrían matado a todos.
Nunca tuvimos otra opción excepto la de venir aquí.
Un nuevo silencio. Los capitanes se miraron
los unos a los otros. «Este hombre es sorprendente —pensó Benítez—.
¿Qué había hecho?»
—Entonces —intervino Alvarado—, sólo nos
queda un camino.
Benítez lo miró con suspicacia. Aquello
parecía demasiado sencillo, como algo ensayado. Quizá Cortés le
había dictado lo que debía decir, como ya hiciera antes.
—Debemos hacer lo mismo que en Cempoallan
—prosiguió Alvarado—. Debemos coger al jefe y ponerle un cuchillo
en la garganta.
Los demás necesitaron unos segundos para
entender lo audaz de la sugerencia.
—¿Os referís a Moctezuma? —preguntó
León.
—Debemos secuestrarlo. Con él en nuestro
poder seremos dueños de nuestro destino y de Tenochtitlan.
—Se trata de una aventura muy peligrosa
—opinó Cortés, haciéndose eco de los pensamientos de los demás,
como si a él nunca se le hubiera pasado antes por la cabeza nada
parecido—. Debemos reflexionar cuidadosamente los pros y los
contras antes de actuar.
Benítez le escuchaba, atónito. ¡Era una
auténtica locura!
—Sólo somos trescientos españoles y unos
pocos miles de indios cuya conducta es imprevisible. ¿Creéis que es
bastante tener a un hombre como rehén para dominar a
millones?
—¿Qué otra cosa creíais que íbamos a hacer
cuando vinimos aquí? —preguntó el capitán general.
«Ah, lo tenía todo planeado desde el
principio —pensó Benítez, horrorizado—. Éste ha sido siempre su
plan, probablemente desde que fundamos Veracruz.»
—Dijisteis que habíamos venido a comerciar,
no a luchar —protestó en voz alta—. Para hablar con los
naturales.
—¡Benítez, Benítez! —exclamó Cortés, con una
sonrisa—. Sois verdaderamente un ingenuo.
Los capitanes miraron a Cortés, después se
miraron entre ellos, y finalmente se enfrentaron a su propia
codicia. Benítez comprendió que el capitán general tenía razón.
¿Habían sido tan ingenuos? ¿Le habían seguido hasta aquel punto en
la confianza de que a través de subterfugios y malas artes
conseguirían marcharse del valle de los mexicas con los bolsillos
llenos? Habían permitido voluntariamente que el brillo del oro los
llevara a un enfrentamiento del que no podían salir.
«Este sorprendente hidalgo que nos dirige
está loco de remate. Sin embargo, sin él estamos perdidos.»
—¿Alguien más tiene alguna sugerencia sobre
cómo debemos actuar? —preguntó el comandante.
Nadie respondió. Estaba muy claro que para
ellos la única salida era convertir a Moctezuma en rehén de los
españoles. Benítez comprendió que desde que en San Juan Ulúa
eligieran darle a Cortés el mando, nunca había existido otra
elección.
—Entonces, al parecer estáis decididos,
caballeros —añadió Cortés—. Vayamos a hacer las paces con Dios.
Mañana iremos a visitar a Moctezuma.
Benítez, Flor de Lluvia y Norte se sentaron
en las esteras alrededor de una mesa baja, y comenzaron a comer las
viandas servidas por las esclavas de los mexicas: un poco de carne
que Norte identificó como iguana, boniatos, tortillas de maíz y
fríjoles con chile. Flor de Lluvia se mostró muy animada mientras
comían; al parecer, había superado la melancolía que la había
afligido desde los sucesos de Cholula. No dejaba de hacerle
preguntas a Benítez a través de Norte.
¿Dónde nacisteis?
¿Tenéis esposa?
¿Qué edad tenéis?
Benítez respondió a todas las preguntas lo
mejor que pudo, pero sus pensamientos estaban en otra parte. Le
resultaba difícil concentrarse en las preguntas o en la comida. No
le apetecían ninguna de las dos. Finalmente, apartó el plato.
—Flor de Lluvia quiere saber qué pasa
—tradujo Norte.
—Nada, no pasa nada.
—Cree que ha hecho algo que os ha
disgustado.
—No es nada que ella haya hecho. Decídselo.
—Benítez contempló con expresión de malhumor el friso de guerreros
y monstruos representados en una eterna batalla en las paredes del
palacio, en tornos bermellones y ocres. De pronto, añadió—: Creo,
Norte, que es posible que hayáis tenido razón desde el principio.
—Norte le miró, sorprendido—. Ahora dudo mucho que lo que estamos
haciendo en esta ciudad sea una obra divina,
Norte masticó el bocado lentamente, sin
placer, como si la comida se le hubiera convertido en ceniza en la
boca.
—Vuestras dudas no salvarán a los mexicas ni
nos salvarán a nosotros —opinó.
Benítez volvió a ensimismarse en sus
pensamientos. Flor de Lluvia le susurró algo a Norte.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Benítez.
—Es difícil de traducir. Desconozco la
palabra.
—Podéis intentarlo.
—Es infeliz porque parecéis triste —contestó
Norte, encogiendo los hombros—. Quiere deciros que piensa en vos
bondadosamente.
—¿Intenta decirme que me quiere? —Benítez se
sorprendió al descubrir el placer que le producía saberlo.
Norte evitó mirar al capitán.
—La palabra no acaba de ser del todo la
misma en su idioma.
Benítez miró a la muchacha. ¿Qué importancia
podía tener ahora lo que la muchacha pensara? En otros momentos
había soñado con regresar a Cuba con Flor de Lluvia y el oro, y
disfrutar del resto de sus días. Pero eso era sólo otro sueño
estúpido. Mañana morirían todos en aquel lugar infirma!
—Decidle que esta noche es libre de hacer lo
que le plazca —manifestó Benítez inesperadamente.
—¿Mi capitán? —exclamó Norte,
sorprendido.
—Mañana vamos a morir. Así que ya no
importa. Decidle que esta noche puede acostarse con quien quiera.
Ha cumplido todas las obligaciones que tenía conmigo. No me miréis
de esa manera, Norte. Haced lo que os digo.
«Cree que soy un santo o que me he vuelto
loco —pensó Benítez—. Quizá soy las dos cosas. Pero cuando se
esfuman todas las fantasías terrenales, es muy fácil mostrarse
justo y generoso.»
Norte sonrió y se apresuró a traducir las
palabras de Benítez. Flor de Lluvia abrió los ojos como
platos.
«Buscaré una frasca de vino cubano para
pasar esta última noche», se dijo Benítez.
Flor de Lluvia respondió a Norte quien, al
escuchar sus palabras, contuvo el aliento como si le hubieran
apuñalado. Norte se levantó y salió corriendo de la habitación. Las
campanillas de plata cosidas en la cortina que se cerraba la puerta
sonaron durante unos segundos.
El capitán miró a Flor de Lluvia que se
arrimó a él sonriente y le cogía la mano.
«Dios bendito —se dijo Benítez—. ¿Quién lo
hubiera dicho?»
La Malinche dormía boca arriba, con los
brazos por encima de la cabeza. La manta se había deslizado por
debajo de la cintura. Cortés la contempló a la luz de la vela, el
pelo negro largo desparramado sobre la estera, los pezones erectos,
los labios con forma de corazón. El murmullo de la bestia, el
gruñido de la vergüenza.
Se desnudó en un santiamén. Apartó la manta
y le metió una mano entre los muslos. Las mexicas tenían poco vello
entre las piernas. No eran como Catalina, que tenía las pelambreras
de un oso. El suave montículo de La Malinche le excitaba de mil y
una maneras que no alcanzaba a comprender. Le recordaba a las
estatuas de mármol en la catedral de Sevilla, las suaves redondeces
de los ángeles dorados en los frescos.
Sí, era su ángel, su ángel de la guarda
cobrizo. Dios estaba con él y le había enviado a La Malinche para
que fuese su guía y compañera. Mañana volvería a confesar sus
adulterios, los pecados de la carne, y volvería a salir para luchar
y vencer en nombre del Señor, y limpiaría su alma una vez
más.
Pero aquí y ahora la bestia le
dominaba.
La Malinche continuaba durmiendo cuando
Cortés regresó de su última reunión con Alvarado y Sandoval. La
despertó sin contemplaciones y la montó brutalmente. La sujetó por
los hombros y la penetró como un salvaje.
«Siempre es así cuando hay peligro», recordó
La Malinche. Antes de las grandes batallas en Tlaxcala, en Cholula.
La inminencia de la muerte le excitaba. La muchacha creía que era
la inquietud del dios que vivía en su interior.
Pero aquella noche había algo distinto,
quizás algo más imaginario que real. En su imaginación, La Malinche
veía cómo la simiente eyaculada en su interior, ardiente y
pegajosa, echaba raíces en su vientre. Después, mientras Cortés se
arrodillaba junto a la ventana para rezar sus oraciones a la
Virgen, creyó notar el momento en que sucedía, cuando la semilla de
un dios se convertía en parte de su cuerpo.