26

 

AGUILAR hubiera preferido poder dar sus clases en la iglesia, pero estaban acabando de colocar el techado y el estruendo de los martillazos era ensordecedor. Por lo tanto, se llevó a sus alumnas al patio y las hizo sentar a la sombra de un jacarandá. Flor de Lluvia le observaba sudar la gota gorda, abrigado como iba con el grueso hábito marrón, y con su libro de horas apretado contra el pecho. Sus alumnas, las bellezas bizcas de Putunchan, sentadas en el suelo, le miraban asombradas. Había excluido de sus clases bíblicas, como las llamaba, a las mujeres totonacas porque ninguna de ellas hablaba chontal. De vez en cuando, miraba a Flor de Lluvia y una vez la invitó a sentarse con las demás, pero la muchacha rechazó la oferta con un movimiento de cabeza. Prefería mantenerse aparte.
Aguilar terminó la clase haciendo que las mujeres recitaran una plegaria. Cuando se marcharon, se volvió y pareció sorprenderse al comprobar que Flor de Lluvia seguía allí.
—Doña Isabel —dijo, llamándola por el nombre que le había dado el día del bautismo—. Me alegra ver que habéis descubierto el interés por Dios Nuestro Señor.
—Quería escuchar vuestras palabras. Cuando hablasteis de vuestros dioses no habéis mencionado a mi señor Cortés.
—¿Cortés?
—¿No es él uno de vuestros dioses?
Por la expresión del rostro de Aguilar, cualquiera hubiese creído que b muchacha le había dado un garrotazo a traición. Incluso se tambaleó un poco.
—Por supuesto que no.
—Entonces, yo tenía razón. No es más que un hombre, como el resto de vosotros.
—No sé de donde vosotros los naturales sacáis semejantes blasfemias. Cortés es nuestro jefe, y su misión está bendecida por el papa y por Dios Todopoderoso. Pero él no es más que un hombre.
—¿No venís de las tierras de las Nubes?
—Todos nosotros hemos nacido en un país grande y poderoso llamado España. Hemos venido aquí desde Cuba, una isla al otro lado del mar.
«De acuerdo —pensó Flor de Lluvia—, eso tiene tanto sentido como todo lo demás que dices.»
—¿Por qué habéis venido aquí? —preguntó la muchacha.
Aguilar le obsequió con una sonrisa que a Flor de Lluvia le desagradó bastante.
—Vinimos aquí para enseñaros la palabra de Dios. Queremos que os salvéis —respondió el hermano.
—¿Salvarnos de qué?
—Del diablo.
El Diablo. Quizá se refería a Huitzilopochtli, el dios mexica. Tal vez.
Pobre Malinalli. Pero, ¿de qué serviría intentar convencerla? Sin duda, Aguilar le había dicho lo mismo que a ella. Se negaba a creer que Cortés era un hombre como todos los demás. Se aferraba tenazmente a sus fantasías y no estaba dispuesta a dejarlas de lado.
¿Tenía alguna importancia? Que siguiera soñando. Las habían dado a estos españoles y su futuro no dependía de ellas mismas. A diferencia de las mujeres totonacas, estaban muy lejos de sus hogares y no podían escapar en la oscuridad de la noche. ¿Tenía alguna importancia que les estuvieran esperando los altares de Moctezuma? La vida no era más que un sueño, una breve postergación de la muerte. Dio media vuelta y se alejó sin decir palabra.
—¡Esperad! —gritó Aguilar—. ¡Os puedo leer lo que dice el libro sagrado!
Flor de Lluvia no le oía. Se preguntaba cuándo podría ir otra vez al estanque para estar con Gonzalo Norte.

 

—Alonso, como mi más fiel amigo y aliado, quiero que regreséis a España para suplicar en nuestro favor.
Portocarrero no se mostró sorprendido o disgustado con la nueva. «No siente el menor aprecio por la vida de las armas —pensó Cortés—, ni tiene el temperamento necesario para sobrevivir rodeado de salvajes en estas tierras malsanas.» Por linaje y crianza era un cortesano, y éste era el motivo por el que Cortés había decidido encomendarle la misión. Por un momento pensó en la muchacha india, La Malinche. Bueno, quizás había más de un motivo.
En cualquier caso, los demás capitanes encontrarían irreprochable la de cisión. Necesitaban obtener la autorización oficial del rey y para conseguirlo tenían que enviar a alguien conocedor de los entresijos de la corte. Portocarrero era de lejos el mejor candidato. Sobrino de un prominente magistrado de Sevilla y, todavía más importante, pariente del conde de Medellín, uno de los más poderosos e influyentes Grandes de España.
Cortés le alcanzó la carta de relación, con el sello de lacre.
—En la carta le describo al rey todo lo que ha sucedido desde que llegamos aquí hace tres meses. Además, informo a Su Majestad que nos hemos vistos forzados a adoptar acciones drásticas debido a la arrogancia y la codicia de Velázquez, el gobernador de Cuba. También menciono el entusiasmo de todos los miembros de nuestra nueva provincia por servir al rey.
—Regresaré tan pronto como pueda con la carta real.
El capitán general sonrió. Echaría de menos a Portocarrero; era un camarada leal y digno de toda confianza. Así y todo, prefería tener a Al— varado durante los próximos meses, si había que combatir.
—Ayudad al rey en su decisión. Os envío con todos los tesoros que hemos conseguido hasta ahora. —«Bueno, casi todos —pensó Cortés—. No le envío las joyas de oro que llevaba doña Catalina cuando me la dio el Cacique Gordo, ni algunas de las piezas que me entregaron los caciques de Tendile. Esas son mías.»—. Calculo que el valor del oro y las joyas es de dos mil castellanos.
—Estoy seguro de que Su Majestad se quedará impresionado.
—Saldremos para la costa a primera hora de la mañana. Os llevaréis mi nave capitana de San Juan de Ulúa. Alaminos será el piloto.
Portocarrero se levantó dispuesto a marcharse, pero vaciló.
—En cuanto a la muchacha...
Cortés simuló no entender a su subordinado.
—Doña Marina —añadió Portocarrero.
—¿Qué pasa con ella?
—Tratadla con bondad —respondió Portocarrero, con una sonrisa.

 

San Juan de Ulúa

 

La Santa María de la Concepción se mecía suavemente en el mar calmo, iluminada por los primeros rayos del sol. Los gritos resonaban en la bahía mientras los marineros trepaban a los mástiles para desplegar las velas. Una chalupa esperaba en la playa, lista para transportar a Portocarrero hasta la nave.
Unos cuantos soldados montaban guardia. El oro estaba a bordo. Malinalli les oyó pronunciar el nombre de Cortés y escupir en la arena.
Portocarrero se acercó al embarcadero. El pelo y la barba del español relucían como el oro. La muchacha sintió un repentino e inesperado sentimiento de afecto por el hombre, ahora que se marchaba. Le dijo algo a Aguilar, que mostraba una expresión aburrida. El fraile se volvió hacia la joven.
—Dice que no sabe cuándo regresará —tradujo.
—Decidle al señor Pelo de Oro que le deseo lo mejor y que le doy las gracias por su bondad. —Estaba demasiado excitada para seguir con el juego. Sabía que todo aquello era obra de Cortés. No era poco habitual que un hombre le encargara a su hermano educar a su novia en los secretos de la cueva antes de llevársela a la cama, y no tenía ninguna duda de que eso mismo había hecho Cortés. Ahora que había cumplido su tarea, Portocarrero regresaba a la tierra de las Nubes. El español cogió las manos de la joven ente las suyas. Parecía triste por tener que dejarla.
—Os desea lo mejor —dijo Aguilar.
—Yo también se lo deseo —replicó Malinalli—. Decidle que mi cueva del placer se sentirá muy solitaria ahora que él se va.
Aguilar inspiró con fuerza, desviando la mirada.
—No puedo repetirle esas palabras.
—Entonces decidle que mi deseo es que el dios del Viento empuje su gran canoa para llevarle cuanto antes al cielo —manifestó Malinalli con una sonrisa traviesa.
—Castilla no es el cielo —masculló Aguilar. Le dirigió unas cuantas frases cortas a Portocarrero, quien sonrió para después responderle en su idioma.
—No habéis traducido lo que dije —protestó Malinalli.
—¿Cómo podéis saber lo que he dicho? —replicó Aguilar, frunciendo el entrecejo. Malinalli le sostuvo la mirada, y el hermano acabó por desviar la suya. Con un tono de malhumor, añadió—: Le dije que le echaríais de menos y que le deseáis todo lo mejor.
—Él también me deseó lo mejor.
—Eso lo podéis haber adivinado —afirmó Aguilar.
—¿Qué más?
—Eso es todo.
—Dijo algo más.
Por un momento, Aguilar dio la impresión de que iba a seguir discutiendo, pero se encogió de hombros y aceptó que ella tenía razón.
También dijo que hagáis todo lo que podáis por su amigo Cortés.
—Hare lo que sea por Cortés —manifestó la muchacha—, pero no es necesario que se lo digáis a Portocarrero. Creo que ya lo sabe.
Aguilar soltó un bufido de desprecio, y se alejó, dejando sola a la pareja para que acabara de despedirse.
Portocarrero besó la mano de Malinalli. Después caminó hacia la chalupa. Los marineros empujaron la embarcación a través de los bajíos. El hombre le dirigió un último gesto de despedida, antes de ocupar su puesto en la popa. Malinalli no volvió a verle nunca más.
La princesa azteca
titlepage.xhtml
index_split_000.xhtml
index_split_001.xhtml
index_split_002.xhtml
index_split_003.xhtml
index_split_004.xhtml
index_split_005.xhtml
index_split_006.xhtml
index_split_007.xhtml
index_split_008.xhtml
index_split_009.xhtml
index_split_010.xhtml
index_split_011.xhtml
index_split_012.xhtml
index_split_013.xhtml
index_split_014.xhtml
index_split_015.xhtml
index_split_016.xhtml
index_split_017.xhtml
index_split_018.xhtml
index_split_019.xhtml
index_split_020.xhtml
index_split_021.xhtml
index_split_022.xhtml
index_split_023.xhtml
index_split_024.xhtml
index_split_025.xhtml
index_split_026.xhtml
index_split_027.xhtml
index_split_028.xhtml
index_split_029.xhtml
index_split_030.xhtml
index_split_031.xhtml
index_split_032.xhtml
index_split_033.xhtml
index_split_034.xhtml
index_split_035.xhtml
index_split_036.xhtml
index_split_037.xhtml
index_split_038.xhtml
index_split_039.xhtml
index_split_040.xhtml
index_split_041.xhtml
index_split_042.xhtml
index_split_043.xhtml
index_split_044.xhtml
index_split_045.xhtml
index_split_046.xhtml
index_split_047.xhtml
index_split_048.xhtml
index_split_049.xhtml
index_split_050.xhtml
index_split_051.xhtml
index_split_052.xhtml
index_split_053.xhtml
index_split_054.xhtml
index_split_055.xhtml
index_split_056.xhtml
index_split_057.xhtml
index_split_058.xhtml
index_split_059.xhtml
index_split_060.xhtml
index_split_061.xhtml
index_split_062.xhtml
index_split_063.xhtml
index_split_064.xhtml
index_split_065.xhtml
index_split_066.xhtml
index_split_067.xhtml
index_split_068.xhtml
index_split_069.xhtml
index_split_070.xhtml
index_split_071.xhtml
index_split_072.xhtml
index_split_073.xhtml
index_split_074.xhtml
index_split_075.xhtml
index_split_076.xhtml
index_split_077.xhtml
index_split_078.xhtml
index_split_079.xhtml
index_split_080.xhtml
index_split_081.xhtml
index_split_082.xhtml
index_split_083.xhtml
index_split_084.xhtml
index_split_085.xhtml
index_split_086.xhtml
index_split_087.xhtml
index_split_088.xhtml
index_split_089.xhtml
index_split_090.xhtml
index_split_091.xhtml
index_split_092.xhtml
index_split_093.xhtml
index_split_094.xhtml
index_split_095.xhtml
index_split_096.xhtml
index_split_097.xhtml
index_split_098.xhtml
index_split_099.xhtml
index_split_100.xhtml
index_split_101.xhtml
index_split_102.xhtml
index_split_103.xhtml
index_split_104.xhtml
index_split_105.xhtml
index_split_106.xhtml
index_split_107.xhtml
index_split_108.xhtml
index_split_109.xhtml
index_split_110.xhtml
index_split_111.xhtml
index_split_112.xhtml
index_split_113.xhtml
index_split_114.xhtml
index_split_115.xhtml