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AGUILAR hubiera preferido
poder dar sus clases en la iglesia, pero estaban acabando de
colocar el techado y el estruendo de los martillazos era
ensordecedor. Por lo tanto, se llevó a sus alumnas al patio y las
hizo sentar a la sombra de un jacarandá. Flor de Lluvia le
observaba sudar la gota gorda, abrigado como iba con el grueso
hábito marrón, y con su libro de horas apretado contra el pecho.
Sus alumnas, las bellezas bizcas de Putunchan, sentadas en el
suelo, le miraban asombradas. Había excluido de sus clases
bíblicas, como las llamaba, a las mujeres totonacas porque ninguna
de ellas hablaba chontal. De vez en cuando, miraba a Flor de Lluvia
y una vez la invitó a sentarse con las demás, pero la muchacha
rechazó la oferta con un movimiento de cabeza. Prefería mantenerse
aparte.
Aguilar terminó la clase haciendo que las
mujeres recitaran una plegaria. Cuando se marcharon, se volvió y
pareció sorprenderse al comprobar que Flor de Lluvia seguía
allí.
—Doña Isabel —dijo, llamándola por el nombre
que le había dado el día del bautismo—. Me alegra ver que habéis
descubierto el interés por Dios Nuestro Señor.
—Quería escuchar vuestras palabras. Cuando
hablasteis de vuestros dioses no habéis mencionado a mi señor
Cortés.
—¿Cortés?
—¿No es él uno de vuestros dioses?
Por la expresión del rostro de Aguilar,
cualquiera hubiese creído que b muchacha le había dado un garrotazo
a traición. Incluso se tambaleó un poco.
—Por supuesto que no.
—Entonces, yo tenía razón. No es más que un
hombre, como el resto de vosotros.
—No sé de donde vosotros los naturales
sacáis semejantes blasfemias. Cortés es nuestro jefe, y su misión
está bendecida por el papa y por Dios Todopoderoso. Pero él no es
más que un hombre.
—¿No venís de las tierras de las
Nubes?
—Todos nosotros hemos nacido en un país
grande y poderoso llamado España. Hemos venido aquí desde Cuba, una
isla al otro lado del mar.
«De acuerdo —pensó Flor de Lluvia—, eso
tiene tanto sentido como todo lo demás que dices.»
—¿Por qué habéis venido aquí? —preguntó la
muchacha.
Aguilar le obsequió con una sonrisa que a
Flor de Lluvia le desagradó bastante.
—Vinimos aquí para enseñaros la palabra de
Dios. Queremos que os salvéis —respondió el hermano.
—¿Salvarnos de qué?
—Del diablo.
El Diablo. Quizá se refería a
Huitzilopochtli, el dios mexica. Tal vez.
Pobre Malinalli. Pero, ¿de qué serviría
intentar convencerla? Sin duda, Aguilar le había dicho lo mismo que
a ella. Se negaba a creer que Cortés era un hombre como todos los
demás. Se aferraba tenazmente a sus fantasías y no estaba dispuesta
a dejarlas de lado.
¿Tenía alguna importancia? Que siguiera
soñando. Las habían dado a estos españoles y su futuro no dependía
de ellas mismas. A diferencia de las mujeres totonacas, estaban muy
lejos de sus hogares y no podían escapar en la oscuridad de la
noche. ¿Tenía alguna importancia que les estuvieran esperando los
altares de Moctezuma? La vida no era más que un sueño, una breve
postergación de la muerte. Dio media vuelta y se alejó sin decir
palabra.
—¡Esperad! —gritó Aguilar—. ¡Os puedo leer
lo que dice el libro sagrado!
Flor de Lluvia no le oía. Se preguntaba
cuándo podría ir otra vez al estanque para estar con Gonzalo
Norte.
—Alonso, como mi más fiel amigo y aliado,
quiero que regreséis a España para suplicar en nuestro favor.
Portocarrero no se mostró sorprendido o
disgustado con la nueva. «No siente el menor aprecio por la vida de
las armas —pensó Cortés—, ni tiene el temperamento necesario para
sobrevivir rodeado de salvajes en estas tierras malsanas.» Por
linaje y crianza era un cortesano, y éste era el motivo por el que
Cortés había decidido encomendarle la misión. Por un momento pensó
en la muchacha india, La Malinche. Bueno, quizás había más de un
motivo.
En cualquier caso, los demás capitanes
encontrarían irreprochable la de cisión. Necesitaban obtener la
autorización oficial del rey y para conseguirlo tenían que enviar a
alguien conocedor de los entresijos de la corte. Portocarrero era
de lejos el mejor candidato. Sobrino de un prominente magistrado de
Sevilla y, todavía más importante, pariente del conde de Medellín,
uno de los más poderosos e influyentes Grandes de España.
Cortés le alcanzó la carta de relación, con
el sello de lacre.
—En la carta le describo al rey todo lo que
ha sucedido desde que llegamos aquí hace tres meses. Además,
informo a Su Majestad que nos hemos vistos forzados a adoptar
acciones drásticas debido a la arrogancia y la codicia de
Velázquez, el gobernador de Cuba. También menciono el entusiasmo de
todos los miembros de nuestra nueva provincia por servir al
rey.
—Regresaré tan pronto como pueda con la
carta real.
El capitán general sonrió. Echaría de menos
a Portocarrero; era un camarada leal y digno de toda confianza. Así
y todo, prefería tener a Al— varado durante los próximos meses, si
había que combatir.
—Ayudad al rey en su decisión. Os envío con
todos los tesoros que hemos conseguido hasta ahora. —«Bueno, casi
todos —pensó Cortés—. No le envío las joyas de oro que llevaba doña
Catalina cuando me la dio el Cacique Gordo, ni algunas de las
piezas que me entregaron los caciques de Tendile. Esas son mías.»—.
Calculo que el valor del oro y las joyas es de dos mil
castellanos.
—Estoy seguro de que Su Majestad se quedará
impresionado.
—Saldremos para la costa a primera hora de
la mañana. Os llevaréis mi nave capitana de San Juan de Ulúa.
Alaminos será el piloto.
Portocarrero se levantó dispuesto a
marcharse, pero vaciló.
—En cuanto a la muchacha...
Cortés simuló no entender a su
subordinado.
—Doña Marina —añadió Portocarrero.
—¿Qué pasa con ella?
—Tratadla con bondad —respondió
Portocarrero, con una sonrisa.
San Juan de
Ulúa
La Santa María de la
Concepción se mecía suavemente en el mar calmo, iluminada por
los primeros rayos del sol. Los gritos resonaban en la bahía
mientras los marineros trepaban a los mástiles para desplegar las
velas. Una chalupa esperaba en la playa, lista para transportar a
Portocarrero hasta la nave.
Unos cuantos soldados montaban guardia. El
oro estaba a bordo. Malinalli les oyó pronunciar el nombre de
Cortés y escupir en la arena.
Portocarrero se acercó al embarcadero. El
pelo y la barba del español relucían como el oro. La muchacha
sintió un repentino e inesperado sentimiento de afecto por el
hombre, ahora que se marchaba. Le dijo algo a Aguilar, que mostraba
una expresión aburrida. El fraile se volvió hacia la joven.
—Dice que no sabe cuándo regresará
—tradujo.
—Decidle al señor Pelo de Oro que le deseo
lo mejor y que le doy las gracias por su bondad. —Estaba demasiado
excitada para seguir con el juego. Sabía que todo aquello era obra
de Cortés. No era poco habitual que un hombre le encargara a su
hermano educar a su novia en los secretos de la cueva antes de
llevársela a la cama, y no tenía ninguna duda de que eso mismo
había hecho Cortés. Ahora que había cumplido su tarea, Portocarrero
regresaba a la tierra de las Nubes. El español cogió las manos de
la joven ente las suyas. Parecía triste por tener que
dejarla.
—Os desea lo mejor —dijo Aguilar.
—Yo también se lo deseo —replicó Malinalli—.
Decidle que mi cueva del placer se sentirá muy solitaria ahora que
él se va.
Aguilar inspiró con fuerza, desviando la
mirada.
—No puedo repetirle esas palabras.
—Entonces decidle que mi deseo es que el
dios del Viento empuje su gran canoa para llevarle cuanto antes al
cielo —manifestó Malinalli con una sonrisa traviesa.
—Castilla no es el cielo —masculló Aguilar.
Le dirigió unas cuantas frases cortas a Portocarrero, quien sonrió
para después responderle en su idioma.
—No habéis traducido lo que dije —protestó
Malinalli.
—¿Cómo podéis saber lo que he dicho?
—replicó Aguilar, frunciendo el entrecejo. Malinalli le sostuvo la
mirada, y el hermano acabó por desviar la suya. Con un tono de
malhumor, añadió—: Le dije que le echaríais de menos y que le
deseáis todo lo mejor.
—Él también me deseó lo mejor.
—Eso lo podéis haber adivinado —afirmó
Aguilar.
—¿Qué más?
—Eso es todo.
—Dijo algo más.
Por un momento, Aguilar dio la impresión de
que iba a seguir discutiendo, pero se encogió de hombros y aceptó
que ella tenía razón.
También dijo que hagáis todo lo que podáis
por su amigo Cortés.
—Hare lo que sea por Cortés —manifestó la
muchacha—, pero no es necesario que se lo digáis a Portocarrero.
Creo que ya lo sabe.
Aguilar soltó un bufido de desprecio, y se
alejó, dejando sola a la pareja para que acabara de
despedirse.
Portocarrero besó la mano de Malinalli.
Después caminó hacia la chalupa. Los marineros empujaron la
embarcación a través de los bajíos. El hombre le dirigió un último
gesto de despedida, antes de ocupar su puesto en la popa. Malinalli
no volvió a verle nunca más.