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—ESTA mañana se le ve muy
animado —informó Olid. Cristóbal de Olid era el capitán de la
guardia destinada a los aposentos de Moctezuma. A lo largo de los
meses había llegado a conocer muy bien los humores del gran
tlatoani, y Cortés decidió que esta información era otra mala
noticia. «Me cae mucho mejor cuando está deprimido», se dijo.
El capitán general, en compañía de Alvarado,
entró en los aposentos reales y descubrió que, tal como había dicho
Olid, Moctezuma no sólo parecía animado sino que su expresión era
francamente alegre. Recorría la habitación, hablando con los
pájaros enjaulados, aparentemente ansioso por comenzar la audiencia
con Cortés. Ofreció a los visitantes una taza de chocolate que
Cortés rechazó amablemente. Moctezuma se sentó en una estera. El
comandante y su lugarteniente se sentaron a su lado.
—Pregunta cómo va la construcción de la nave
—dijo La Malinche.
—Decidle que avanza, pero que el trabajo es
un poco lento. Nuestras grandes canoas de guerra no son tan
sencillas de construir como las embarcaciones que su gente utiliza
en el lago.
La muchacha transmitió estas palabras al
gran tlatoani, pero é! no pareció prestar mucha atención. La
Malinche no había acabado cuando Moctezuma dio una palmada. Un
sirviente apareció en el acto, cargado con una gran hoja de papel
de corteza que depositó delante del gran tlatoani. Moctezuma le enseñó el códice al
conquistador.
—Sus mensajeros lo trajeron de la costa
—explicó La Malinche—. Han llegado más de vuestros compañeros desde
el país de las Nubes en canoas de guerra. Dice que ahora no
tendréis que seguir esperando en Tenochtitlan. Las embarcaciones
que necesitáis ya están en la costa.
Cortés sintió una profunda sensación de
alivio. ¡Por fin! Portocarrero con los refuerzos y el nombramiento
real!
Miró el códice y sintió que empalidecía. Los
glifos y las figuras mostraban trece naves españolas ancladas por
encima de las palmeras. En primer plano aparecían los dibujos de
los soldados barbudos, los caballos y los cañones emplazados en la
arena. La figura central era un hombre gordo con una gran barba
roja, sin duda el jefe. Estaba muy claro que no se trataba de
Portocarrero. A menos que el escriba fuera muy inepto en su
trabajo, reconoció inmediatamente al hombre de la imagen.
—¡Narváez! —exclamó.
Cortés salió al patio de armas, donde Ordaz
ejercitaba a los arcabuceros.
—¡Ordaz! ¡Decidles a los hombres que los
refuerzos han llegado a la costa! ¡Que disparen al aire! ¡Que hagan
todo el ruido que puedan!
Dio media vuelta y se alejó. Los soldados
que habían escuchado el anuncio comenzaron a dar vivas. Ordaz,
sonriente, cumplió con la orden recibida. Les gritó a sus hombres
que cargaran las armas con pólvora.
Fue Benítez quien advirtió primero la
expresión en el rostro del capitán general y comprendió que las
celebraciones eran prematuras. Corrió a su encuentro.
—Mi señor, ¿es verdad? ¿Portocarrero ha
regresado de España?
—No es Portocarrero —replicó Cortés,
furioso—. Es el sicario de Velázquez, Pánfilo de Narváez y el resto
de esos cabrones de Cuba que sólo piensan en el oro.
—¿Narváez?
—¡No tan alto! Debemos ocultárselo a los
hombres hasta tomar una decisión sobre lo que haremos. Permitiremos
a los mexicas que crean que estamos alegres con la noticia. ¡A la
menor señal de discordia se nos echarán encima como los
ladrones!
Anocheció mientras los españoles continuaban
con los festejos. Se consumieron las últimas jarras de vino cubano
y los gritos de los borrachos resonaban en el patio. Cortés, solo
en sus aposentos, hacía lo posible por no oír los gritos y los
cantos mientras intentaba resolver el dilema. Iba y venía por la
habitación; el sebo fundido de la vela chorreaba sobre la mesa
formando una mancha.
Era la tercera guardia de la noche. Las
antorchas que iluminaban los pasillos del palacio dejaban grandes
zonas en sombra donde podía esconderse un hombre. Cuando ella
regresaba a las habitaciones de Benítez, la atrapó. Sin duda,
llevaba horas esperándola.
Una mano le tapó la boca mientras la
arrastraba a una alcoba. La muchacha olió el olor del sudor y el
vino. ¡Repugnante! En un primer momento, convencida de que sería
alguno de los soldados españoles, borracho con tanto vino cubano o
pulque mexica, se defendió con uñas y dientes como una gata
furiosa.
—No tengas miedo —le dijo una voz en
chontal.
—Norte. ¡Norte!
Flor de Lluvia dejó de luchar. Norte apartó
la mano de su boca.
—Querida —susurró el hombre en
castellano.
—¿Estás loco? —replicó la muchacha—.
¡Benítez hará que te ahorquen!
—Sólo si nos descubre —afirmó Norte. Con
manos ansiosas buscó sus pechos y la apretó contra su cuerpo. Flor
de Lluvia sintió el calor y la dureza del pene contra las nalgas—.
O si tú se lo dices. Peto no tú no lo harás, ¿verdad?
Aflojó un poco la presión. La muchacha se
volvió para echarle los brazos al cuello. Dejó que él la besara,
que le metiera la lengua en la boca, mientras le levantaba el
vestido. Le clavó los dientes en el labio inferior. El grito de
Norte quedó ahogado por la boca de Flor de Lluvia. La muchacha
saboreó la sangre del español antes de apartarse.
Norte se llevó las manos a la cara, al
tiempo que gemía como un animal herido. Comenzó a mascullar
insultos en español, pero era casi imposible entender lo que
decía.
—¡No me vuelvas a tocar nunca más! —le dijo
Flor de Lluvia en chontal—. El amor es un regalo, no un
derecho.
—Estoy sangrando —protestó Norte, sentándose
sobre los talones—. ¿Por qué lo has hecho? Estoy sangrando.
Flor de Lluvia, ahora que dominaba la
situación, lamentó lo que había hecho. Se arrodilló junto al
hombre.
—Lo siento.
—¿Qué te pasa?
—Me asustaste. ¿Duele mucho? —La muchacha
intentó tocarle, pero Norte la apartó.
—Ya no me miras —gimoteó Norte.
—Porque ya no eres una persona. Llegaste
aquí como un diablo. Durante un tiempo fuiste una persona. Ahora
eres otra vez un diablo.
—¿Qué más da? ¿Qué ganaría con seguir siendo
una persona? Tú te pasas todo el tiempo con Benítez.
—Me entregaron a él.
—Eso no te importó en San Juan de
Ulúa.
—Eso fue ayer. Hoy es otro día. Además, le
quiero.
—¿Y a mí?
—A ti te quiero menos —respondió Flor de
Lluvia, levantándose.
—Te deseo.
—Sé lo que quieres. Todos sois diablos. —Se
alejó por el pasillo, sin hacer ruido con los pies descalzos, para
reunirse con Benítez, su amante, su señor peludo, su español.