79

 

—ESTA mañana se le ve muy animado —informó Olid. Cristóbal de Olid era el capitán de la guardia destinada a los aposentos de Moctezuma. A lo largo de los meses había llegado a conocer muy bien los humores del gran tlatoani, y Cortés decidió que esta información era otra mala noticia. «Me cae mucho mejor cuando está deprimido», se dijo.
El capitán general, en compañía de Alvarado, entró en los aposentos reales y descubrió que, tal como había dicho Olid, Moctezuma no sólo parecía animado sino que su expresión era francamente alegre. Recorría la habitación, hablando con los pájaros enjaulados, aparentemente ansioso por comenzar la audiencia con Cortés. Ofreció a los visitantes una taza de chocolate que Cortés rechazó amablemente. Moctezuma se sentó en una estera. El comandante y su lugarteniente se sentaron a su lado.
—Pregunta cómo va la construcción de la nave —dijo La Malinche.
—Decidle que avanza, pero que el trabajo es un poco lento. Nuestras grandes canoas de guerra no son tan sencillas de construir como las embarcaciones que su gente utiliza en el lago.
La muchacha transmitió estas palabras al gran tlatoani, pero é! no pareció prestar mucha atención. La Malinche no había acabado cuando Moctezuma dio una palmada. Un sirviente apareció en el acto, cargado con una gran hoja de papel de corteza que depositó delante del gran tlatoani. Moctezuma le enseñó el códice al conquistador.
—Sus mensajeros lo trajeron de la costa —explicó La Malinche—. Han llegado más de vuestros compañeros desde el país de las Nubes en canoas de guerra. Dice que ahora no tendréis que seguir esperando en Tenochtitlan. Las embarcaciones que necesitáis ya están en la costa.
Cortés sintió una profunda sensación de alivio. ¡Por fin! Portocarrero con los refuerzos y el nombramiento real!
Miró el códice y sintió que empalidecía. Los glifos y las figuras mostraban trece naves españolas ancladas por encima de las palmeras. En primer plano aparecían los dibujos de los soldados barbudos, los caballos y los cañones emplazados en la arena. La figura central era un hombre gordo con una gran barba roja, sin duda el jefe. Estaba muy claro que no se trataba de Portocarrero. A menos que el escriba fuera muy inepto en su trabajo, reconoció inmediatamente al hombre de la imagen.
—¡Narváez! —exclamó.

 

Cortés salió al patio de armas, donde Ordaz ejercitaba a los arcabuceros.
—¡Ordaz! ¡Decidles a los hombres que los refuerzos han llegado a la costa! ¡Que disparen al aire! ¡Que hagan todo el ruido que puedan!
Dio media vuelta y se alejó. Los soldados que habían escuchado el anuncio comenzaron a dar vivas. Ordaz, sonriente, cumplió con la orden recibida. Les gritó a sus hombres que cargaran las armas con pólvora.
Fue Benítez quien advirtió primero la expresión en el rostro del capitán general y comprendió que las celebraciones eran prematuras. Corrió a su encuentro.
—Mi señor, ¿es verdad? ¿Portocarrero ha regresado de España?
—No es Portocarrero —replicó Cortés, furioso—. Es el sicario de Velázquez, Pánfilo de Narváez y el resto de esos cabrones de Cuba que sólo piensan en el oro.
—¿Narváez?
—¡No tan alto! Debemos ocultárselo a los hombres hasta tomar una decisión sobre lo que haremos. Permitiremos a los mexicas que crean que estamos alegres con la noticia. ¡A la menor señal de discordia se nos echarán encima como los ladrones!

 

Anocheció mientras los españoles continuaban con los festejos. Se consumieron las últimas jarras de vino cubano y los gritos de los borrachos resonaban en el patio. Cortés, solo en sus aposentos, hacía lo posible por no oír los gritos y los cantos mientras intentaba resolver el dilema. Iba y venía por la habitación; el sebo fundido de la vela chorreaba sobre la mesa formando una mancha.

 

Era la tercera guardia de la noche. Las antorchas que iluminaban los pasillos del palacio dejaban grandes zonas en sombra donde podía esconderse un hombre. Cuando ella regresaba a las habitaciones de Benítez, la atrapó. Sin duda, llevaba horas esperándola.
Una mano le tapó la boca mientras la arrastraba a una alcoba. La muchacha olió el olor del sudor y el vino. ¡Repugnante! En un primer momento, convencida de que sería alguno de los soldados españoles, borracho con tanto vino cubano o pulque mexica, se defendió con uñas y dientes como una gata furiosa.
—No tengas miedo —le dijo una voz en chontal.
—Norte. ¡Norte!
Flor de Lluvia dejó de luchar. Norte apartó la mano de su boca.
—Querida —susurró el hombre en castellano.
—¿Estás loco? —replicó la muchacha—. ¡Benítez hará que te ahorquen!
—Sólo si nos descubre —afirmó Norte. Con manos ansiosas buscó sus pechos y la apretó contra su cuerpo. Flor de Lluvia sintió el calor y la dureza del pene contra las nalgas—. O si tú se lo dices. Peto no tú no lo harás, ¿verdad?
Aflojó un poco la presión. La muchacha se volvió para echarle los brazos al cuello. Dejó que él la besara, que le metiera la lengua en la boca, mientras le levantaba el vestido. Le clavó los dientes en el labio inferior. El grito de Norte quedó ahogado por la boca de Flor de Lluvia. La muchacha saboreó la sangre del español antes de apartarse.
Norte se llevó las manos a la cara, al tiempo que gemía como un animal herido. Comenzó a mascullar insultos en español, pero era casi imposible entender lo que decía.
—¡No me vuelvas a tocar nunca más! —le dijo Flor de Lluvia en chontal—. El amor es un regalo, no un derecho.
—Estoy sangrando —protestó Norte, sentándose sobre los talones—. ¿Por qué lo has hecho? Estoy sangrando.
Flor de Lluvia, ahora que dominaba la situación, lamentó lo que había hecho. Se arrodilló junto al hombre.
—Lo siento.
—¿Qué te pasa?
—Me asustaste. ¿Duele mucho? —La muchacha intentó tocarle, pero Norte la apartó.
—Ya no me miras —gimoteó Norte.
—Porque ya no eres una persona. Llegaste aquí como un diablo. Durante un tiempo fuiste una persona. Ahora eres otra vez un diablo.
—¿Qué más da? ¿Qué ganaría con seguir siendo una persona? Tú te pasas todo el tiempo con Benítez.
—Me entregaron a él.
—Eso no te importó en San Juan de Ulúa.
—Eso fue ayer. Hoy es otro día. Además, le quiero.
—¿Y a mí?
—A ti te quiero menos —respondió Flor de Lluvia, levantándose.
—Te deseo.
—Sé lo que quieres. Todos sois diablos. —Se alejó por el pasillo, sin hacer ruido con los pies descalzos, para reunirse con Benítez, su amante, su señor peludo, su español.
La princesa azteca
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