50

 

EL único ruido mientras cruzaban el patio del templo era el taconeo de las botas y el golpeteo metálico de las espadas. La multitud se separó para dejarles paso.
Cortés fue el primero en subir por las escaleras de la pirámide. Era una subida muy larga y empinada, y cuando llegaron a la cima, jadeaban por el esfuerzo y el sudor les corría a chorros por el rostro, agobiados como estaban por el peso de las armaduras. Los sacerdotes, ataviados con capas blancas y cruces rojas, les observan, apiñados en un grupo. El comandante no les prestó atención y entró en el templo. Benítez le siguió.
Tardó unos momentos en acomodar la visión a la penumbra interior. Después vio una enorme estatua de piedra que representaba a una serpiente enrollada. La escultura llevaba un manto blanco con cruces rojas, similar a los que vestían los sacerdotes. El cuerpo de la serpiente estaba tachonado con piedras de jade, pero no tenía la cabeza de ofidio sino la de un hombre de pelo largo y barba.
—Así que ésta es la Serpiente Emplumada —dijo Cortés.
Benítez notó que se le ponía piel de gallina. La sangre fresca que manchaba el ara resplandecía como el metal. El olor de la muerte lo impregnaba todo.
Miró a Cortés. Sonreía y sus ojos resplandecían de una manera extraña en la penumbra. Tenía el aspecto de quien ha bebido demasiado vino. El capitán general se dirigió a Alvarado.
—Algunas de estas gentes creen que soy la Serpiente Emplumada. —Se encaramó de un salto a la peana para situarse junto a la estatua—. ¿Creéis que se me parece?
Alvarado miró de soslayo a fray Bartolomé Olmedo, que no parecía estar disfrutando con la situación.
—No debéis hablar de esa manera —afirmó Alvarado.
—Es el demonio —opinó fray Bartolomé.
—Yo creo que se parece a Aguilar —comentó Sandoval, en tono risueño—, o a Pedro —añadió mirando a Alvarado.
—No digas esas cosas —protestó el aludido.
Benítez buscó la empuñadura de la espada. No le gustaba nada el aspecto de los sacerdotes, ni la manera en que se apiñaban alrededor de la entrada.
—Salgamos de este lugar —declaró—, y reguemos para no tener que luchar ahora. Sólo somos seis rodeados de miles de naturales.
Miró al capitán general por encima del hombro, preocupado por lo que podía hacer. En las últimas semanas se había vuelto peligroso e impredecible. Desde luego, no era el mismo hombre que había salido de Santiago de Cuba siete meses atrás. También Cortés observaba a los sacerdotes y cambió de actitud.
—Al parecer tienen gárgolas humanas en sus catedrales. —Miró a fray Bartolomé—. Vos seréis mi testigo, padre. ¡En este día juro que arrancaré todos los ídolos de este reino y borraré hasta la última gota de sangre de estas paredes! Porque no hay otros dios que Dios y yo soy su siervo. Amén.
—Amén —repitió fray Bartolomé Olmedo.
Cortés se bajó de la peana de un salto, y se abrió paso entre el grupo de sacerdotes. Los demás se apresuraron a seguirle, ansiosos por verse lejos de aquel lugar maldito.

 

La Malinche dio un paseo por el mercado. Flores y otros cinco soldados la seguían, como escolta. Aquí se podía comprar de todo, piedra, cal y vigas de madera para la construcción, cacharros de cocina, espejos de obsidiana, maquillaje para los ojos, hierbas medicinales, plumas, sal, betún, caucho. Los mercaderes discutían sobre la calidad del maíz y el cacao, los porteadores con cinchas sujetas a la frente cargaban con grandes canastos de mimbre con capas, faldas bordados, o sandalias de fibra. Una prostituta se levantaba las faldas y enseñaba las piernas tatuadas como reclamo para los posibles clientes. Las viejas, sentadas en el suelo junto a las esteras cubiertas de mazorcas de maíz y ristras de pimientos, pregonaban a voz en cuello la calidad de sus productos. La muchacha disfrutaba con los olores de la comida; los deliciosos tamales, las semillas de calabaza tostadas rociadas con sal o rebozadas en miel. Por todas partes se escuchaba el rumor del regateo.
De pronto, la multitud que tenía delante se abrió pan dar paso a una mujer que llevaba una capa ricamente bordada, y joyas de ónice en las muñecas, la garganta y las manos. Iba rodeada por un séquito de esclavos. La Malinche la reconoció en el acto como una de las personas presentes en las fiestas de bienvenida: era Ave entre las Cañas, la madre de uno de los más importantes jefes cholutecas, Coyote Furioso.
Ave entre las Cañas esperó mientras una joven esclava regateaba la compra de un centenar de hojas de papel de corteza. El precio quedó acordado finalmente en ciento veinte semillas de cacao. La Malinche le dijo a su escolta que esperaran y se acercó a la mujer.
—Ave entre las Cañas. —La mujer la miró con una expresión altanera, sin decir una palabra, pero la muchacha añadió con la cabeza gacha como muestra de respeto—: Necesito hablar con vos, madre.
—¿De qué tenemos que hablar?
—Necesito vuestra ayuda.
La declaración motivó un cambio instantáneo en la mujer. Se suavizó su expresión. Miró a los soldados españoles por encima del hombro de la joven.
—No hay ningún peligro, madre —manifestó La Malinche—. Ninguno de esos perros habla la lengua elegante. No entienden ni una palabra de lo que decimos.
—¿Qué ocurre, niña? —murmuró Ave entre las Cañas.
—Quiero escapar de esos demonios.
Ave entre las Cañas pareció alarmada, pero no sorprendida, casi como si hubiera estado esperando algo así.
—¿Eres una esclava?
—Tengo sangre real mexicana en las venas y era hija de un gran y noble señor hasta que esos inmundos me raptaron de mi casa en Painala. ¿Me ayudaréis?
—Aquí no —respondió la anciana—. Esta noche. En mi casa.
Ave entre en las Cañas dirigió una última mirada temerosa a los soldados antes de dar media vuelta y alejarse con su séquito.

 

—Ya hace dos días que no nos traen comida —protestó Alvarado—. Los hombres pasan hambre. ¿Qué van a comer? ¿Las promesas de los cholutecas?
—Norte ha hablado con algunos de los totonacas —intervino Benítez—. Dicen que han encontrado pozos en los caminos que salen de la ciudad con estacas aguzadas que pueden empalar a cualquiera que caiga dentro. También dicen que han visto pilas de piedras en los tejados, listas para ser lanzadas contra cualquier que intente escapar por las calles. Creo que nos han traído a una trampa.
Habían pasado eres días desde la entrada triunfal en Cholula. Los habían alojado en un magnífico palacio delante de 1a plaza y habían comido pavo, conejo y maíz. Pero ahora se había interrumpido bruscamente el suministro de víveres y cuando los soldados recorrían las calles, en lugar de ramos de bienvenida, los naturales les observaban con expresiones de desprecio y miradas asesinas.
—Hoy he escuchado sonar las caracolas seis veces, o sea seis sacrificios a Huitzilopochtli, su dios de la guerra —comentó León—. Es como si nos estuvieran desafiando.
—Me ha llegado el rumor —intervino Sandoval—, de que Moctezuma ha prometido a los cholutecas una gran cantidad de oro si envían a una veintena de nosotros a Tenochtitlan para ser sacrificados.
La discusión fue interrumpida por otro toque de caracola, que sonó muy cercano. Otro sacrificio, otro corazón ofrecido a Colibrí. El sonido hizo estremecer a los presentes, que guardaron silencio.
—Se han llevado a todas las mujeres y los niños —informó Jaramillo—. Vi a centenares marcharse esta tarde en dirección a las colinas.
—Tendríamos que regresar a Veracruz —opinó De Grado.
Ordaz se cruzó de brazos y gruñó para mostrar su desprecio por la propuesta del contable.
—Vos fuisteis uno de los que más reclamó que regresáramos hace unos meses —le recordó De Grado.
—Desde entonces he visto cómo se apilaba el oro en nuestros carretones, y nuestro jefe nos ha proporcionado victorias como nunca hubiera imaginado. Además, ya hemos discutido este tema multitud de veces. No podemos regresar.
—Entonces tendríamos que traer a los tlaxcaltecas a la ciudad —manifestó Alvarado.
—Quizás estamos luchando contra fantasmas —dijo Cortés, que no había abierto la boca, ensimismado en sus pensamientos—. Nadie dice que nos quieran, como ocurre con los tlaxcaltecas, pero todavía no he visto ninguna prueba de que pretendan traicionarnos. —Se volvió hacia La Malinche que también se había mantenido al margen—. Doña Marina, ¿qué pensáis de todo esto?

 

La luna se había ocultado detrás de las colinas. Una figura amparada en la oscuridad entró en uno de los grandes palacios vecinos a la plaza. Un sirviente escoltó al visitante a través del patio y lo llevó hasta una pequeña habitación iluminada con antorchas. La casa estaba en silencio; los demás ocupantes dormían.
—¿Los diablos españoles te han seguido hasta aquí? —preguntó Ave entre las Cañas.
—Tuve mucho cuidado —contestó La Malinche—. Me escabullí entre la línea de centinelas.
Ave entre las Cañas le señaló a la visitante la estera que tenía a su lado. Otro sirviente les trajo tazas de chocolate humeante. Las manos de La Malinche temblaron mientras cogía la taza.
«La muchacha está aterrorizada —pensó la anciana—. ¡Esos bárbaros! Se atreven a venir aquí en compañía de los asesinos tlaxcaltecas y su jefe se hace pasar por la Serpiente Emplumada. La muerte es poco para ellos.» Observó a la muchacha con atención. Era muy delgada pero eso era de esperar después de las recientes tribulaciones. Incluso así, sus facciones no eran desagradables. Además, todavía era muy joven. Sin embargo, existía el peligro de que llevara en ella la semilla de alguno de los bárbaros. Eso podía ser un problema.
—Háblame de ti —dijo Ave entre las Cañas.
—Nací en Painala, a un día de marcha de Coatzacoalcos —respondió Mali, con la mirada baja—. Mi madre era mexica, la hija de un gran noble, una descendiente del señor Cara en el Agua, el abuelo de Moctezuma. Mi padre era el cacique de la región.
A Ave entre las Cañas el corazón le dio un vuelco. Había acertado al confiar en sus instintos. Si aquella muchacha tenía sangre real en las venas —algo muy sencillo de verificar— su valor como esposa aumentaba considerablemente. Todo el mundo sabía que, en aquellos tiempos, la única manera de prosperar en la corte era ser pariente de sangre, aunque fuera muy lejano, del gran tlatoani.
—Un día los españoles acamparon cerca de nuestro pueblo —continuó la muchacha—, y me raptaron. Tuve que permanecer con ellos contra mi voluntad. Cuando descubrieron que hablaba la lengua elegante y también conocía los salvajes gruñidos de los mayas, decidieron retenerme como intérprete. También me obligaron a aprender su idioma.
—¿Quién es ese que dice ser la Serpiente Emplumada?
—Confieso que yo también creía que la leyenda podía ser cierta la primera vez que le vi. Tiene cierto parecido físico y sus hombres disponen de muchos poderes mágicos como los palos de fuego y las serpientes de hierro que escupen fuego y humo. Pero desde entonces he descubierto que son mortales, como nosotros. Ahora me doy cuenta de que sólo quieren robarnos nuestro oro, el chocolate y el jade.
—¡Lo sabía! —exclamó la anciana—. ¡Sabía que no era un dios! —Cogió la mano de la muchacha—. ¡Debes de haber sufrido mucho!
—No me atrevo a huir porque tengo miedo de que me maten. No sé qué hacer —replicó La Malinche.
—No te angusties más. Quizá pueda ayudarte. Eres una muchacha bonita y te han educado correctamente. Ser de sangre noble mexicana te permitirá conseguir un buen marido. Te mereces un destino mejor.
—Primero tengo que escapar de los españoles.
—Podría esconderte aquí.
—Los españoles no descansarán hasta dar conmigo. Sólo os causaré problemas —manifestó La Malinche.
Ave entre las Cañas vaciló, preguntándose si aquel era el momento oportuno para hablar. Pero al final no pudo contenerse.
—No me crearás ningún problema, muchacha. Pronto estarán muertos.
—¿Muertos?
—No tendría que decirte nada —dijo la mujer, moviendo la cabeza.
La Malinche la miró con el rostro demudado.
—¿Qué no podéis decirme? ¿Qué va a pasar?
Una vez más, Ave entre las Cañas vaciló antes de responder en voz muy baja como si hubiera espías en cada rincón del cuarto.
—Mi marido y otros jefes han mantenido comunicaciones secretas con Moctezuma. Nuestro Adorado Portavoz quiere que maten a los extranjeros. No les suministrarán comida para obligarlos a salir del palacio y los matarán cuando intenten abandonar la ciudad. ¿Qué sentido tiene que tú también mueras? Tengo un hijo y está en edad de casarse. Si no llevas a un monstruo de los españoles en la barriga, puedes anudar tu capa a la suya y volver a vivir como una persona.
—Desearía tanto poder hacerlo... —murmuró La Malinche—, pero es imposible. No se les puede derrotar. Vencieron a los tlaxcaltecas que los superaban en número. Son demonios.
—Quizá sean demonios en el campo de flores, pero cuando marchen en fila por las calles de la ciudad, los tendremos encajonados, y ya no serán tan formidables.
La Malinche se inclinó hacia la anciana, y la cogió de las manos con una expresión ansiosa.
—Soñaré con ese momento, madre. Pero, ¿cómo podré huir? ¿Qué debo hacer?
—Por ahora, no harás nada. Esperamos hasta el último momento, porque no queremos despertar sus sospechas. En cuanto comiencen los preparativos para marcharse vendrás aquí y yo te ocultaré hasta que todo acabe.
La Malinche permaneció en silencio durante un buen rato. Ave entre Las Cañal apoyó una mano en el brazo de la joven.
—¿Te hicieron daño, Mali? ¿Tuviste que hacer muchas cosas terribles?
—Creía de verdad que eran dioses —contestó la muchacha—, He vi vio una tonca. —Se echó a llorar.
Ave entre las Cañas abrazó a la muchacha. Pobre niña.
Le habían hecho jurar que guardaría el secreto, pero ¿qué podía hacer? ¿Qué sentido tenía que una bella muchacha mexica muriera con el resto de los diablos? Era su obligación salvarla. Si comprobaban su parentesco real, uno de sus hijos podría encontrarse muy pronto entre la aristocracia de Tenochtitlan.

 

Al día siguiente. Cortés envió un mensaje a los dos caciques de Cholula, el señor de Aquí y Ahora y el señor de Debajo de la Tierra, para comunicarles que se marcharía de la ciudad al día siguiente. Les solicitaba comida para el viaje, además de porteadores para llevar las provisiones y una escolta de mil guerreros. También los invitaba a ellos y a los demás jefes de la ciudad a una ceremonia de despedida que tendría lugar en el parió del templo de la Serpiente Emplumada.
La princesa azteca
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