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EL único ruido mientras
cruzaban el patio del templo era el taconeo de las botas y el
golpeteo metálico de las espadas. La multitud se separó para
dejarles paso.
Cortés fue el primero en subir por las
escaleras de la pirámide. Era una subida muy larga y empinada, y
cuando llegaron a la cima, jadeaban por el esfuerzo y el sudor les
corría a chorros por el rostro, agobiados como estaban por el peso
de las armaduras. Los sacerdotes, ataviados con capas blancas y
cruces rojas, les observan, apiñados en un grupo. El comandante no
les prestó atención y entró en el templo. Benítez le siguió.
Tardó unos momentos en acomodar la visión a
la penumbra interior. Después vio una enorme estatua de piedra que
representaba a una serpiente enrollada. La escultura llevaba un
manto blanco con cruces rojas, similar a los que vestían los
sacerdotes. El cuerpo de la serpiente estaba tachonado con piedras
de jade, pero no tenía la cabeza de ofidio sino la de un hombre de
pelo largo y barba.
—Así que ésta es la Serpiente Emplumada
—dijo Cortés.
Benítez notó que se le ponía piel de
gallina. La sangre fresca que manchaba el ara resplandecía como el
metal. El olor de la muerte lo impregnaba todo.
Miró a Cortés. Sonreía y sus ojos
resplandecían de una manera extraña en la penumbra. Tenía el
aspecto de quien ha bebido demasiado vino. El capitán general se
dirigió a Alvarado.
—Algunas de estas gentes creen que soy la
Serpiente Emplumada. —Se encaramó de un salto a la peana para
situarse junto a la estatua—. ¿Creéis que se me parece?
Alvarado miró de soslayo a fray Bartolomé
Olmedo, que no parecía estar disfrutando con la situación.
—No debéis hablar de esa manera —afirmó
Alvarado.
—Es el demonio —opinó fray Bartolomé.
—Yo creo que se parece a Aguilar —comentó
Sandoval, en tono risueño—, o a Pedro —añadió mirando a
Alvarado.
—No digas esas cosas —protestó el
aludido.
Benítez buscó la empuñadura de la espada. No
le gustaba nada el aspecto de los sacerdotes, ni la manera en que
se apiñaban alrededor de la entrada.
—Salgamos de este lugar —declaró—, y
reguemos para no tener que luchar ahora. Sólo somos seis rodeados
de miles de naturales.
Miró al capitán general por encima del
hombro, preocupado por lo que podía hacer. En las últimas semanas
se había vuelto peligroso e impredecible. Desde luego, no era el
mismo hombre que había salido de Santiago de Cuba siete meses
atrás. También Cortés observaba a los sacerdotes y cambió de
actitud.
—Al parecer tienen gárgolas humanas en sus
catedrales. —Miró a fray Bartolomé—. Vos seréis mi testigo, padre.
¡En este día juro que arrancaré todos los ídolos de este reino y
borraré hasta la última gota de sangre de estas paredes! Porque no
hay otros dios que Dios y yo soy su siervo. Amén.
—Amén —repitió fray Bartolomé Olmedo.
Cortés se bajó de la peana de un salto, y se
abrió paso entre el grupo de sacerdotes. Los demás se apresuraron a
seguirle, ansiosos por verse lejos de aquel lugar maldito.
La Malinche dio un paseo por el mercado.
Flores y otros cinco soldados la seguían, como escolta. Aquí se
podía comprar de todo, piedra, cal y vigas de madera para la
construcción, cacharros de cocina, espejos de obsidiana, maquillaje
para los ojos, hierbas medicinales, plumas, sal, betún, caucho. Los
mercaderes discutían sobre la calidad del maíz y el cacao, los
porteadores con cinchas sujetas a la frente cargaban con grandes
canastos de mimbre con capas, faldas bordados, o sandalias de
fibra. Una prostituta se levantaba las faldas y enseñaba las
piernas tatuadas como reclamo para los posibles clientes. Las
viejas, sentadas en el suelo junto a las esteras cubiertas de
mazorcas de maíz y ristras de pimientos, pregonaban a voz en cuello
la calidad de sus productos. La muchacha disfrutaba con los olores
de la comida; los deliciosos tamales, las semillas de calabaza
tostadas rociadas con sal o rebozadas en miel. Por todas partes se
escuchaba el rumor del regateo.
De pronto, la multitud que tenía delante se
abrió pan dar paso a una mujer que llevaba una capa ricamente
bordada, y joyas de ónice en las muñecas, la garganta y las manos.
Iba rodeada por un séquito de esclavos. La Malinche la reconoció en
el acto como una de las personas presentes en las fiestas de
bienvenida: era Ave entre las Cañas, la madre de uno de los más
importantes jefes cholutecas, Coyote Furioso.
Ave entre las Cañas esperó mientras una
joven esclava regateaba la compra de un centenar de hojas de papel
de corteza. El precio quedó acordado finalmente en ciento veinte
semillas de cacao. La Malinche le dijo a su escolta que esperaran y
se acercó a la mujer.
—Ave entre las Cañas. —La mujer la miró con
una expresión altanera, sin decir una palabra, pero la muchacha
añadió con la cabeza gacha como muestra de respeto—: Necesito
hablar con vos, madre.
—¿De qué tenemos que hablar?
—Necesito vuestra ayuda.
La declaración motivó un cambio instantáneo
en la mujer. Se suavizó su expresión. Miró a los soldados españoles
por encima del hombro de la joven.
—No hay ningún peligro, madre —manifestó La
Malinche—. Ninguno de esos perros habla la lengua elegante. No
entienden ni una palabra de lo que decimos.
—¿Qué ocurre, niña? —murmuró Ave entre las
Cañas.
—Quiero escapar de esos demonios.
Ave entre las Cañas pareció alarmada, pero
no sorprendida, casi como si hubiera estado esperando algo
así.
—¿Eres una esclava?
—Tengo sangre real mexicana en las venas y
era hija de un gran y noble señor hasta que esos inmundos me
raptaron de mi casa en Painala. ¿Me ayudaréis?
—Aquí no —respondió la anciana—. Esta noche.
En mi casa.
Ave entre en las Cañas dirigió una última
mirada temerosa a los soldados antes de dar media vuelta y alejarse
con su séquito.
—Ya hace dos días que no nos traen comida
—protestó Alvarado—. Los hombres pasan hambre. ¿Qué van a comer?
¿Las promesas de los cholutecas?
—Norte ha hablado con algunos de los
totonacas —intervino Benítez—. Dicen que han encontrado pozos en
los caminos que salen de la ciudad con estacas aguzadas que pueden
empalar a cualquiera que caiga dentro. También dicen que han visto
pilas de piedras en los tejados, listas para ser lanzadas contra
cualquier que intente escapar por las calles. Creo que nos han
traído a una trampa.
Habían pasado eres días desde la entrada
triunfal en Cholula. Los habían alojado en un magnífico palacio
delante de 1a plaza y habían comido pavo, conejo y maíz. Pero ahora
se había interrumpido bruscamente el suministro de víveres y cuando
los soldados recorrían las calles, en lugar de ramos de bienvenida,
los naturales les observaban con expresiones de desprecio y miradas
asesinas.
—Hoy he escuchado sonar las caracolas seis
veces, o sea seis sacrificios a Huitzilopochtli, su dios de la
guerra —comentó León—. Es como si nos estuvieran desafiando.
—Me ha llegado el rumor —intervino
Sandoval—, de que Moctezuma ha prometido a los cholutecas una gran
cantidad de oro si envían a una veintena de nosotros a Tenochtitlan
para ser sacrificados.
La discusión fue interrumpida por otro toque
de caracola, que sonó muy cercano. Otro sacrificio, otro corazón
ofrecido a Colibrí. El sonido hizo estremecer a los presentes, que
guardaron silencio.
—Se han llevado a todas las mujeres y los
niños —informó Jaramillo—. Vi a centenares marcharse esta tarde en
dirección a las colinas.
—Tendríamos que regresar a Veracruz —opinó
De Grado.
Ordaz se cruzó de brazos y gruñó para
mostrar su desprecio por la propuesta del contable.
—Vos fuisteis uno de los que más reclamó que
regresáramos hace unos meses —le recordó De Grado.
—Desde entonces he visto cómo se apilaba el
oro en nuestros carretones, y nuestro jefe nos ha proporcionado
victorias como nunca hubiera imaginado. Además, ya hemos discutido
este tema multitud de veces. No podemos regresar.
—Entonces tendríamos que traer a los
tlaxcaltecas a la ciudad —manifestó Alvarado.
—Quizás estamos luchando contra fantasmas
—dijo Cortés, que no había abierto la boca, ensimismado en sus
pensamientos—. Nadie dice que nos quieran, como ocurre con los
tlaxcaltecas, pero todavía no he visto ninguna prueba de que
pretendan traicionarnos. —Se volvió hacia La Malinche que también
se había mantenido al margen—. Doña Marina, ¿qué pensáis de todo
esto?
La luna se había ocultado detrás de las
colinas. Una figura amparada en la oscuridad entró en uno de los
grandes palacios vecinos a la plaza. Un sirviente escoltó al
visitante a través del patio y lo llevó hasta una pequeña
habitación iluminada con antorchas. La casa estaba en silencio; los
demás ocupantes dormían.
—¿Los diablos españoles te han seguido hasta
aquí? —preguntó Ave entre las Cañas.
—Tuve mucho cuidado —contestó La Malinche—.
Me escabullí entre la línea de centinelas.
Ave entre las Cañas le señaló a la visitante
la estera que tenía a su lado. Otro sirviente les trajo tazas de
chocolate humeante. Las manos de La Malinche temblaron mientras
cogía la taza.
«La muchacha está aterrorizada —pensó la
anciana—. ¡Esos bárbaros! Se atreven a venir aquí en compañía de
los asesinos tlaxcaltecas y su jefe se hace pasar por la Serpiente
Emplumada. La muerte es poco para ellos.» Observó a la muchacha con
atención. Era muy delgada pero eso era de esperar después de las
recientes tribulaciones. Incluso así, sus facciones no eran
desagradables. Además, todavía era muy joven. Sin embargo, existía
el peligro de que llevara en ella la semilla de alguno de los
bárbaros. Eso podía ser un problema.
—Háblame de ti —dijo Ave entre las
Cañas.
—Nací en Painala, a un día de marcha de
Coatzacoalcos —respondió Mali, con la mirada baja—. Mi madre era
mexica, la hija de un gran noble, una descendiente del señor Cara
en el Agua, el abuelo de Moctezuma. Mi padre era el cacique de la
región.
A Ave entre las Cañas el corazón le dio un
vuelco. Había acertado al confiar en sus instintos. Si aquella
muchacha tenía sangre real en las venas —algo muy sencillo de
verificar— su valor como esposa aumentaba considerablemente. Todo
el mundo sabía que, en aquellos tiempos, la única manera de
prosperar en la corte era ser pariente de sangre, aunque fuera muy
lejano, del gran tlatoani.
—Un día los españoles acamparon cerca de
nuestro pueblo —continuó la muchacha—, y me raptaron. Tuve que
permanecer con ellos contra mi voluntad. Cuando descubrieron que
hablaba la lengua elegante y también conocía los salvajes gruñidos
de los mayas, decidieron retenerme como intérprete. También me
obligaron a aprender su idioma.
—¿Quién es ese que dice ser la Serpiente
Emplumada?
—Confieso que yo también creía que la
leyenda podía ser cierta la primera vez que le vi. Tiene cierto
parecido físico y sus hombres disponen de muchos poderes mágicos
como los palos de fuego y las serpientes de hierro que escupen
fuego y humo. Pero desde entonces he descubierto que son mortales,
como nosotros. Ahora me doy cuenta de que sólo quieren robarnos
nuestro oro, el chocolate y el jade.
—¡Lo sabía! —exclamó la anciana—. ¡Sabía que
no era un dios! —Cogió la mano de la muchacha—. ¡Debes de haber
sufrido mucho!
—No me atrevo a huir porque tengo miedo de
que me maten. No sé qué hacer —replicó La Malinche.
—No te angusties más. Quizá pueda ayudarte.
Eres una muchacha bonita y te han educado correctamente. Ser de
sangre noble mexicana te permitirá conseguir un buen marido. Te
mereces un destino mejor.
—Primero tengo que escapar de los
españoles.
—Podría esconderte aquí.
—Los españoles no descansarán hasta dar
conmigo. Sólo os causaré problemas —manifestó La Malinche.
Ave entre las Cañas vaciló, preguntándose si
aquel era el momento oportuno para hablar. Pero al final no pudo
contenerse.
—No me crearás ningún problema, muchacha.
Pronto estarán muertos.
—¿Muertos?
—No tendría que decirte nada —dijo la mujer,
moviendo la cabeza.
La Malinche la miró con el rostro
demudado.
—¿Qué no podéis decirme? ¿Qué va a
pasar?
Una vez más, Ave entre las Cañas vaciló
antes de responder en voz muy baja como si hubiera espías en cada
rincón del cuarto.
—Mi marido y otros jefes han mantenido
comunicaciones secretas con Moctezuma. Nuestro Adorado Portavoz
quiere que maten a los extranjeros. No les suministrarán comida
para obligarlos a salir del palacio y los matarán cuando intenten
abandonar la ciudad. ¿Qué sentido tiene que tú también mueras?
Tengo un hijo y está en edad de casarse. Si no llevas a un monstruo
de los españoles en la barriga, puedes anudar tu capa a la suya y
volver a vivir como una persona.
—Desearía tanto poder hacerlo... —murmuró La
Malinche—, pero es imposible. No se les puede derrotar. Vencieron a
los tlaxcaltecas que los superaban en número. Son demonios.
—Quizá sean demonios en el campo de flores,
pero cuando marchen en fila por las calles de la ciudad, los
tendremos encajonados, y ya no serán tan formidables.
La Malinche se inclinó hacia la anciana, y
la cogió de las manos con una expresión ansiosa.
—Soñaré con ese momento, madre. Pero, ¿cómo
podré huir? ¿Qué debo hacer?
—Por ahora, no harás nada. Esperamos hasta
el último momento, porque no queremos despertar sus sospechas. En
cuanto comiencen los preparativos para marcharse vendrás aquí y yo
te ocultaré hasta que todo acabe.
La Malinche permaneció en silencio durante
un buen rato. Ave entre Las Cañal apoyó una mano en el brazo de la
joven.
—¿Te hicieron daño, Mali? ¿Tuviste que hacer
muchas cosas terribles?
—Creía de verdad que eran dioses —contestó
la muchacha—, He vi vio una tonca. —Se echó a llorar.
Ave entre las Cañas abrazó a la muchacha.
Pobre niña.
Le habían hecho jurar que guardaría el
secreto, pero ¿qué podía hacer? ¿Qué sentido tenía que una bella
muchacha mexica muriera con el resto de los diablos? Era su
obligación salvarla. Si comprobaban su parentesco real, uno de sus
hijos podría encontrarse muy pronto entre la aristocracia de
Tenochtitlan.
Al día siguiente. Cortés envió un mensaje a
los dos caciques de Cholula, el señor de Aquí y Ahora y el señor de
Debajo de la Tierra, para comunicarles que se marcharía de la
ciudad al día siguiente. Les solicitaba comida para el viaje,
además de porteadores para llevar las provisiones y una escolta de
mil guerreros. También los invitaba a ellos y a los demás jefes de
la ciudad a una ceremonia de despedida que tendría lugar en el
parió del templo de la Serpiente Emplumada.