9
HABÍAN plantado la tienda de
Cortés detrás de las dunas, a la sombra de las palmeras. La brisa
del océano sacudía la seda azul. Cortés estaba sentado detrás de la
mesa, con el ayuda de cámara y el mayordomo, de pie, a cada
lado.
Malinalli le observó. Llegó a la conclusión
de que poseía magia; tenía los ojos de un hombre búho y cuando te
escrutaba no podías mirar a otra parte. Por primera vez advirtió la
pequeña cicatriz en la barbilla y el labio inferior, oculta en
parte por la barba. Se preguntó si él también había sido atacado
por el monstruo Tierra, como había sucedido con Tezcatlipoca, otro
de sus dioses.
Cortés le preguntó algo a Aguilar, quien
tradujo de inmediato.
—Quiere saber dónde aprendiste el lenguaje
de los mexicas.
—No nací en Tabasco —respondió. No tenía
claro cuánto podía decirle. Le daba vergüenza contárselo todo—.
Vengo de un lugar llamado Painala. Allí hablamos el lenguaje
elegante, el náhuatl. Me capturaron cuando era una niña y me
convirtieron en esclava.
El conquistador se inclinó hacia adelante,
con los codos apoyados en la mesa. Escuchó la respuesta de
Malinalli y formuló otra pregunta.
—Pregunta si sabes algo del tal
Moctezuma.
—Fui una vez a Tenochtitlan, cuando era
pequeña. Lo vi pasar por la calle, sentado en un palanquín. Sólo sé
que es el príncipe más rico del mundo, y que es muy cruel.
—La ciudad, ¿Tenustitlan?2 ¿Cómo es?
Malinalli dirigió sus respuestas a Cortés,
aunque era Aguilar quien le hablaba. Quería mostrarle a Cortés que
ella era una persona y que no tenía miedo.
—Tenochtitlan se levanta en un lago en medio
de un gran valle rodeado de montañas. Es la ciudad más hermosa del
mundo. Dicen que allí viven unas cien mil personas.
Aguilar sonrió al escuchar la cifra. Era
obvio que lo consideraba una exageración.
—¿Son ricos?
Esta vez fue Malinalli la que sonrió ante la
pregunta.
—Los mexicas son los dueños de la mitad del
mundo, y la mitad del mundo les paga tributos todos los años.
Cortés pareció satisfecho con la
respuesta.
—Dice que serás bien recompensada por tus
servicios —manifestó Aguilar, para después formularle una pregunta
propia—: Cuando estábamos hablando con los mexicas, con Tendile,
¿tradujiste exactamente lo que dije?
La joven bajó la mirada. ¿Aguilar sospechaba
algo? Le había dicho a Tendile la verdad, aunque no era
precisamente lo que aquel tonto le había pedido que dijera.
—Sí, mi señor —respondió.
—¿Estás segura?
Cortés la miraba con mucha atención. Ella
comprendió que aquí había en juego algo que era mucho más
importante. Sintió un poco de miedo.
—Lo repetí todo tal como me lo
dijisteis.
—¿Ellos lo comprendieron?
—Lo comprendieron.
Notó la fuerza de la mirada de Aguilar.
Sospechaba que ella le mentía. Pero, ¿qué podía hacer el fraile?
Ella sólo le había dicho a Tendile lo que era una verdad evidente.
Tuvo la impresión de que Aguilar era un tonto o un charlatán,
dispuesto a disminuir la importancia de la Serpiente Emplumada.
¡Hubiera dado cualquier cosa por conocer las verdaderas palabras de
Cortés!
—Muchas gracias, doña Marina —dijo Aguilar.
Uno de los guardias españoles la escoltó fuera de la tienda, pero
en el momento de salir, Malinalli volvió la cabeza para mirar a
Cortés y el comandante le respondió con una sonrisa.
«Seré su mano derecha —se dijo la muchacha—.
Ojalá te caigas sobre un puercoespín, hermano Aguilar. ¡Yo seré su
mano derecha, no tú!»