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HABÍAN plantado la tienda de Cortés detrás de las dunas, a la sombra de las palmeras. La brisa del océano sacudía la seda azul. Cortés estaba sentado detrás de la mesa, con el ayuda de cámara y el mayordomo, de pie, a cada lado.
Malinalli le observó. Llegó a la conclusión de que poseía magia; tenía los ojos de un hombre búho y cuando te escrutaba no podías mirar a otra parte. Por primera vez advirtió la pequeña cicatriz en la barbilla y el labio inferior, oculta en parte por la barba. Se preguntó si él también había sido atacado por el monstruo Tierra, como había sucedido con Tezcatlipoca, otro de sus dioses.
Cortés le preguntó algo a Aguilar, quien tradujo de inmediato.
—Quiere saber dónde aprendiste el lenguaje de los mexicas.
—No nací en Tabasco —respondió. No tenía claro cuánto podía decirle. Le daba vergüenza contárselo todo—. Vengo de un lugar llamado Painala. Allí hablamos el lenguaje elegante, el náhuatl. Me capturaron cuando era una niña y me convirtieron en esclava.
El conquistador se inclinó hacia adelante, con los codos apoyados en la mesa. Escuchó la respuesta de Malinalli y formuló otra pregunta.
—Pregunta si sabes algo del tal Moctezuma.
—Fui una vez a Tenochtitlan, cuando era pequeña. Lo vi pasar por la calle, sentado en un palanquín. Sólo sé que es el príncipe más rico del mundo, y que es muy cruel.
—La ciudad, ¿Tenustitlan?2 ¿Cómo es?
Malinalli dirigió sus respuestas a Cortés, aunque era Aguilar quien le hablaba. Quería mostrarle a Cortés que ella era una persona y que no tenía miedo.
—Tenochtitlan se levanta en un lago en medio de un gran valle rodeado de montañas. Es la ciudad más hermosa del mundo. Dicen que allí viven unas cien mil personas.
Aguilar sonrió al escuchar la cifra. Era obvio que lo consideraba una exageración.
—¿Son ricos?
Esta vez fue Malinalli la que sonrió ante la pregunta.
—Los mexicas son los dueños de la mitad del mundo, y la mitad del mundo les paga tributos todos los años.
Cortés pareció satisfecho con la respuesta.
—Dice que serás bien recompensada por tus servicios —manifestó Aguilar, para después formularle una pregunta propia—: Cuando estábamos hablando con los mexicas, con Tendile, ¿tradujiste exactamente lo que dije?
La joven bajó la mirada. ¿Aguilar sospechaba algo? Le había dicho a Tendile la verdad, aunque no era precisamente lo que aquel tonto le había pedido que dijera.
—Sí, mi señor —respondió.
—¿Estás segura?
Cortés la miraba con mucha atención. Ella comprendió que aquí había en juego algo que era mucho más importante. Sintió un poco de miedo.
—Lo repetí todo tal como me lo dijisteis.
—¿Ellos lo comprendieron?
—Lo comprendieron.
Notó la fuerza de la mirada de Aguilar. Sospechaba que ella le mentía. Pero, ¿qué podía hacer el fraile? Ella sólo le había dicho a Tendile lo que era una verdad evidente. Tuvo la impresión de que Aguilar era un tonto o un charlatán, dispuesto a disminuir la importancia de la Serpiente Emplumada. ¡Hubiera dado cualquier cosa por conocer las verdaderas palabras de Cortés!
—Muchas gracias, doña Marina —dijo Aguilar. Uno de los guardias españoles la escoltó fuera de la tienda, pero en el momento de salir, Malinalli volvió la cabeza para mirar a Cortés y el comandante le respondió con una sonrisa.
«Seré su mano derecha —se dijo la muchacha—. Ojalá te caigas sobre un puercoespín, hermano Aguilar. ¡Yo seré su mano derecha, no tú!»
La princesa azteca
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