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LA llanura entera parecía
estar cubierta de naturales«con las plumas ondeando al viento como
las hojas del maíz en un maizal. Estaban los otomíes, con las
pinturas de guerra roja y blanca, y los tlaxcaltecas pintados con
las rayas amarillas y blancas de la tribu de las Garzas. Los
generales llevaban los grandes estandartes de guerra de su señor,
Xicoténcatl (Aguijón de Avispa). El sol arrancaba destellos en
miles de hojas de obsidiana.
El ruido de los preparativos bélicos crecía
por momentos: los toques de los silbos y las caracolas, el aullido
de los gritos de guerra, el redoblar de los tambores teponaztli. Cortés hizo formar a su diminuto
ejército en un cuadrado, con la artillería en los flancos y los
jinetes en las puntas. Luego avanzó sobre su caballo; él mismo dio
lectura al Requerimiento. Su voz se perdió en el estruendo a medida
que los aborígenes comenzaban su avance a través de la
llanura.
Cortés continuó con la lectura del documento
redactado en latín, tal como se le exigía que hiciera, y luego hizo
girar a su cabalgadura para mirar a sus tropas.
—Caballeros, la caballería hará las cargas
en grupos de tres. Mantened las lanzas altas.
Los tlaxcaltecas prosiguieron el avance. El
ruido de los silbos y los tambores era ensordecedor. Cortés alzó la
voz para hacerse oír.
—Recordad que os quieren cautivos y no
muertos, y que sus lanzas de vidrio se romperán contra vuestras
armaduras. Que no os preocupe veros superados en número porque sólo
la primera línea de los indios entrará en combate y no os
enfrentaréis a más de un natural por vez. Vuestro único enemigo es
la fatiga.
Los indios estaban casi a tiro de
arco.
—Los arcabuceros y los ballesteros
mantendrán segura la artillería. —Cortés hizo girar a su
cabalgadura una vez más para enfrentarse ahora al enemigo y
desenvainó la espada—. ¡Por Dios y por Santiago!
La Malinche, apostada junto a una de las
piezas de artillería, se dio cuenta de que los aliados totonacas no
habían entendido ni una sola palabra del discurso de Cortés. Así
que se volvió hacia ellos y les gritó en náhuatl:
—¡La Serpiente Emplumada os promete la
victoria! ¡No moriréis! ¡Él os hará invencibles!
Los totonacas alzaron las armas y gritaron
de entusiasmo.
—¿Qué les habéis dicho? —le preguntó Aguilar
entre el griterío.
La muchacha no le hizo caso.
—¿Qué les habéis dicho? —chilló Aguilar,
pero sus palabras se perdieron en la barahúnda. Una lluvia de
flechas, dardos y piedras comenzó a caer sobre ellos a medidas que
los tlaxcaltecas entraban en la batalla.
Los indios cargaron un grupo cada vez,
mientras el resto del ejército esperaba al margen de la batalla.
Eran un blanco perfecto para la artillería de Mesa. Los proyectiles
de treinta libras que disparaban las culebrinas diezmaban sus
filas. Una y otra vez, los jinetes españoles acababan con los
naturales que insistían en retirar a los muertos y heridos del
campo.
Así y todo, no cejaban en el empeño. La
muerte en el campo de flores significaba la gloria y les
garantizaba un lugar en el cielo,
Pero a medida que pasaban las horas, la
superioridad numérica hacía mella en el pequeño ejército español.
Una compañía de guerreros tlaxcaltecas, con los cuerpos y los
rostros pintados a rayas blancas y amarillas, rompió las líneas. La
Malinche vio cómo Guzmán, uno de los artilleros, resbalaba y caía.
El español se encontró indefenso, tendido de espaldas, junto a una
de las culebrinas. Un guerrero tlaxcalteca se acercó, levantado su
macuáhuitl por encima de la cabeza.
—¡No! —gritó Guzmán.
El natural descargó la macana contra el
cañón y su arma se hizo pedazos al golpear contra el hierro.
Un soldado de infantería se arrastraba,
sujetándose la pierna herida, La Malinche le arrebató la pica y se
lanzó contra el tlaxcalteca, apuntándole al pecho con el
arma.
Fue como clavar un cuchillo en madera. La
punta de la pica se enganchó y no pudo sacarla. Miró el rostro del
guerrero; era más joven incluso que ella. Todavía llevaba el
piochtli, el mechón de pelo en la nuca
como prueba de que aún no había capturado a su primer prisionero.
El muchacho, tambaleante, se apoyó en el cañón de la culebrina,
boqueando como un pez fuera del agua.
Guzmán se levantó de un salto, la ayudó a
arrancar la pica del pecho del guerrero y luego la apartó de un
empellón.
La Malinche trastabilló. Un grupo de
españoles corrieron a proteger las preciosas culebrinas. Al
volverse, vio que Aguilar la miraba, estupefacto. «¿Por qué me mira
tan espantado? —se preguntó—. Todos estos hombres están luchando
para salvar sus vidas, ¿por qué no puedo defender la mía?»
Los ejércitos indios comenzaron a retirarse
hacia el desfiladero.
—¡Santiago y cierra España! —gritó Cortés
para ordenar después a la caballería que persiguiera a los
rezagados.
Benítez espoleó a su cabalgadura. La yegua
cojeaba y no podía mantenerse al mismo nivel que los demás. Desde
su posición en la retaguardia del grupo, Benítez observó lo que
estaba ocurriendo pero se vio impotente para hacer nada.
Los tlaxcaltecas los habían llevado a una
trampa. Había mantenido como tropas de reserva a millares de
otomíes, ocultos a ambos lados del desfiladero. Ahora bajaban las
laderas como una avalancha rojiblanca. Cortés ordenó la retirada,
pero sus gritos se perdieron en el tremendo estrépito de los
tambores, los silbos y las caracolas.
Benítez se vio rodeado. Los naturales
intentaban sujetarle por las piernas y desmontarle de la silla.
Comenzó a repartir espadazos a diestro y siniestro hasta que
consiguió hacer retroceder a los atacantes. Entonces, uno de los
naturales dio un salto prodigioso, enarbolando la macana con
cuchillas de obsidiana, y descargó un golpe tremendo contra el
animal. La macana casi decapitó a la yegua que cayó al suelo como
fulminada por un rayo.
«Dejadme morir ahora —rogó Benítez mientras
caía a tierra—. Dejad que me maten, no permitáis que me tomen
prisionero.»
La violencia del choque le hizo soltar la
espada y le dejó sin aliento. Intentó levantarse, pero se le
echaron encima sin perder un instante. Notó el contacto de las
manos que le sujetaban para llevárselo. Se defendió como un animal
salvaje, mientras escuchaba sus propios alaridos.