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PORTOCARRERO la zarandeó
violentamente hasta despertarla. Su cabello rubio brillaba a la luz
de la vela. Era la quinta guardia pero iba completamente vestido.
Le indicó con un gesto que debía acompañarle. Malinalli se puso la
falda y la camisa, y le siguió hasta el claustro iluminado por las
teas sujetas a las paredes. Llegaron a los aposentos de Cortés.
Portocarrero abrió la puerta y la hizo entrar de un empellón.
Malinalli miró en derredor, mientras hacía
un esfuerzo por despertarse del todo. Vio los rostros barbudos de
los soldados españoles, muchos de ellos vestidos con armadura
completa, y armados con picas y espadas que reflejaban con un
brillo mortecino la luz de las antorchas. Cortés se encontraba
sentado detrás de una mesa de madera en el centro de la habitación,
con varios de sus oficiales a cada lado y Aguilar a su espalda. El
capitán general le dirigió una sonrisa de aliento que se desvaneció
con la misma rapidez con que había aparecido, para dejar paso una
vez más a Cortés el dios, la serpiente.
Tres de los recaudadores de impuestos
mexicas permanecían de pie delante de la mesa, con pesados yugos de
madera alrededor del cuello. «Ya no son tan altivos», pensó la
joven. Tenían las manos amarradas a la espalda, y mantenían la
cabeza gacha. ¿Qué estaban haciendo allí? ¿Qué estaba pasando?
Aguilar, con una expresión pía en su rostro pálido, fue el primero
en hablar.
—Mi señor Cortés quiere que preguntéis a
estos hombres quiénes son, de dónde vienen y por qué los totonacas
los han hecho prisioneros.
—Pero si él conoce la respuesta a todas esas
preguntas.
—¡Haced sólo lo que se os dice!
Malinalli, sorprendida, acató la orden. Se
volvió hacia los mexicas, y decidió dirigirse a uno que recordaba
del día anterior, a quien por el lujo de la capa y los adornos que
llevaba había tomado por d de mayor rango.
—Mi señor, Quetzalcóatl desea saber quiénes
sois y por qué estáis aquí. También pregunta por qué los totonacas
os han hecho prisioneros.
El mexica levantó la cabeza y la contempló
por encima de su nariz de loro. «Todavía demasiado arrogante para
su propio bien», pensó Malinalli.
—Somos calpixqui,
recaudadores de impuestos, del gran Moctezuma. En cuanto a por qué
se nos ha hecho prisioneros, y todos vosotros pagaréis diez veces
por nuestras humillaciones, se hizo por orden y voluntad de vuestro
señor.
Malinalli se preguntó cuál sería el objetivo
de aquella pantomima: Cortés sabía todo lo ocurrido, pero le
tradujo fielmente a Aguilar la respuesta del calpixqui. El hermano conferenció con Cortés.
—Mi señor Cortés responde que él no sabía
absolutamente nada de las intenciones de los totonacas. Pero cuando
se enteró de que se disponían a sacrificar a los prisioneros
mexicas a sus dioses, decidió intervenir. Decidle que esto lo hizo
porque Cortés considera a Moctezuma como un amigo, porque sabe que
es un gran señor como él mismo y que le ha enviado muchos
regalos.
Malinalli no conseguía adivinar qué deseaba
obtener Cortés con todas aquellas tonterías. Pero no le
correspondía a ella comprender la mente de un dios. En cambio,
disfrutó muchísimo al ver cómo palidecían los mexicas cuando
mencionó el supuesto «sacrificio» organizado por los totonacas.
«¡Qué hermoso sería veros a todos amarrados a la piedra del
sacrificio!»
—Los totonacas nos dijeron que nos
capturaron por orden de vuestro señor —replicó el mexica, pero con
un cierto tono de duda.
Aguilar tradujo la respuesta, y Cortés se
las arregló para mostrar usa expresión de desconcierto.
—Mi señor dice que los totonacas deben de
ser personas pérfidas y mentirosas, porque él no sabía
absolutamente nada de todo esto.
Malinalli miró a Cortés. Su expresión era
inescrutable. Buscó alguna comunicación secreta en sus ojos, pero
el capitán general rehuyó su mirada. ¿Por qué mentía? Sin embargo,
tradujo las palabras tal como se las había dicho Aguilar. Los
mexicas se mostraron tan desconcertados como ella.
—Quizá —opinó uno de ellos— dice la verdad.
¿Si no es así, por qué iba a querer salvarnos?
—¿Qué está pasando aquí? —le preguntó
Malinalli a Aguilar.
No es algo que os incumba —respondió d
hermano, sin siquiera mirarla—. Os han llamado para que
traduzcáis.
«¡Así te pinche un erizo leproso! ¡No te
atrevas a hablarme de esa manera! ¡Ambos sabemos que soy mucho más
que una traductora para la Serpiente Emplumada!»
Cortés le dijo algo a Aguilar, quien se
volvió hacia Malinalli con una sonrisa relamida. «Sé lo que
intentáis hacer —decía la sonrisa—. Pero yo todavía soy su
confidente, y vos no sois más que una india.»
—Decidles que mi señor Cortés se siente
dolido al ver a sus excelencias en semejantes apuros. Por su
condición de representantes del gran Moctezuma y por haber sido
arrestados sin causa justa, se les debe dejar en libertad
inmediatamente. Además, él mismo se pone a su completa
disposición.
Mientras Malinalli traducía, los guardias
españoles se adelantaron para cortar las ligaduras que amarraban
sus manos y quitarles los pesados yugos de madera. Por segunda vez
en el día, los mexicas se vieron pillados por sorpresa. El
calpixqui miró a Malinalli.
—Agradeced a vuestro señor su ayuda
—manifestó, en tono vacilante, aunque incapaz de explicarse lo que
acababa de ocurrir—. Pero decidle que aunque nos ha devuelto la
libertad, no podemos marcharnos. Los totonacas volverán a cogernos
prisioneros en cuanto atravesemos las puertas de este palacio y nos
encontremos fuera de su protección.
Aguilar no se molestó en retransmitir estas
palabras a Cortés. Al parecer, ya habían previsto esta contingencia
y le habían dicho la respuesta.
—Decidle que no deben tener miedo. Nuestros
soldados les llevaran hasta la costa, disfrazados con capas
españolas, y después se les sacará del territorio de los totonacas
a bordo de una de nuestras naves. Luego podrán continuar con sus
asuntos en paz. Lo único que pide mi señor Cortés es que cuando
esté una vez más ante la gloriosa presencia de Moctezuma, le
recuerde que Cortés es su amigo.
Malinalli tradujo la respuesta aunque tuvo
problemas con la última frase. ¿Cómo podía decirle al gran
tlatoani de los mexicas que la Serpiente
Emplumada, el enemigo tradicional de los dioses de Moctezuma, era
en realidad su aliado? Tradujo lo mejor que pudo y dejó que el
mexica interpretara sus palabras de la manera más
conveniente.
Los tres recaudadores de impuestos
abandonaron la habitación. En cuanto se marcharon, los españoles se
echaron a reír. Malinalli los miró, desconcertada. ¿Por qué la
Serpiente Emplumada no había querido que aquellos monstruos
acabaran muertos en el altar del sacrificio? ¿Por qué los había
dejado en libertad y había traicionado al Cacique Gordo, que le
había dispensado su confianza? ¿Por qué los españoles se mostraban
tan contentos pon lo que habían hecho?
Cortés se volvió hacia ella y le dirigió una
fugaz sonrisa, que revalidaba la conspiración entre ellos. En aquel
momento, Portocarrero la cogió por un brazo y se la llevó de vuelta
a la habitación.
—Ayer el Cacique Gordo parecía estar muerto
de miedo —comentó Sandoval—, pero por los muy santos cojones de san
José, que hoy está blanco como la teta de la Virgen.
Todos los oficiales se echaron a reír,
excepto Cortés.
—Tened cuidado con lo que decís —manifestó,
con voz agria.
Las carcajadas cesaron en el acto.
La verdad era que el Cacique Gordo se había
convertido en una triste caricatura del jefe que les había recibido
en la plaza hacía sólo unos días «Tiembla ante Cortés como un
corazón caliente en el cuenco», pensó la joven.
Tradujo las primeras explicaciones del
cacique y esperó a que Aguilar se las repitiera a Cortés. El
capitán general se levantó hecho una furia en cuanto escuchó lo que
dijo el jefe indio.
—¿Cómo? ¿Los habéis dejado escapar? ¿Es que
vuestros centinelas estaban dormidos?
El Cacique Gordo intentó explicarle a
Malinalli que no comprendía cómo había podido ocurrir y que los
responsables ya habían pagado las consecuencias. Ahora mismo, sus
corazones se asaban en los braseros. Cortés no esperó la
traducción. Después de todo, se dijo la joven, él sabía mucho mejor
que el Cacique Gordo cómo se había producido la fuga. Durante la
primera guardia nocturna, Guzmán y Flores se habían acercado a los
centinelas totonacas con una jarra de vino cubano, que a los
naturales les había parecido delicioso. Cuando los españoles
volvieron al cabo de dos horas, los hombres dormían la borrachera.
No les hubiera despertado ni el disparo de una culebrina. Abrieron
los calabozos y se llevaron a los prisioneros.
Cortés recorrió la habitación como una fiera
enjaulada. Gruñía y de— cargaba puñetazos contra la palma de la
mano. Malinalli sabía que la cólera era fingida. Se preguntó el
motivo de la perfidia.
—Mi señor Cortés dice que esto es un
terrible desastre. Decidle a este perro que nos debe entregar
inmediatamente a los otros prisioneros porque es obvio que no se
puede confiar en él. Los trasladaremos a una de nuestras naves. —El
Cacique Gordo asintió. Lo que el gran señor quisiera estaba bien—.
Mi señor Cortés insiste —añadió Aguilar, mientras el capitán
general rabiaba en el otro extremo de la habitación— en que el
Cacique Gordo debe jurar fidelidad ahora mismo a Su Excelencia y al
rey de España, su Muy Católica Majestad Carlos I, en presencia del
notario real. También debe aceptar unir sus fuerzas con nosotros
para luchar contra los mexicas, poniendo a todos los guerreros bajo
su mando. Si no acepta hacer estas cosas, le abandonará a su
suerte.
Malinalli hizo lo imposible para controlar
la risa. Miró a Cortés. «Qué bien finges estar enfadado. De verdad
que eres un dios porque puedes usar muchos disfraces. Has manejado
al Cacique Gordo como a un muñeco». Tradujo las condiciones de
Cortés. El cacique debía someterse a las órdenes de la Serpiente
Emplumada. Se produjo un largo y tenso silencio mientras el Cacique
Gordo pensaba en las posibles consecuencias si ahora lo dejaban
solo para enfrentarse a la ira de Moctezuma. Asintió con tanto
vigor que el movimiento de las papadas sonó como un aplauso.
—¿Qué responde? —preguntó Aguilar.
—Está de acuerdo.