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LOS corazones todavía
palpitantes se asaban en las brasas. Los ojos de la bestia,
brillantes como ascuas, se acercaban a él en la oscuridad. Escapó
por los interminables pasillos del palacio. Sus manos dejaban
huellas sangrientas en las paredes. Cuerpos sin cabeza le
perseguían, gritando su nombre, acusándole. Un olor apestoso le
impedía respirar. Sus piernas se hundieron en el fango del lago. No
podía escapar.
Se sentó en el lecho, sobresaltado, con los
ojos muy abiertos.
Los sacerdotes hacían sonar las caracolas en
la cumbre del Templo Mayor, descabezando a las codornices para
asegurar que por la mañana el sol alumbraría un nuevo día.
Inspiró con fuerza. Tenía la camisa empapada
de sudor. Flor de Lluvia se apretó contra su cuerpo, murmurando
palabras que él no comprendía, en un intento por calmarle. El
hombre volvió a tumbarse y la abrazó con fuerza mientras se
preguntaba si alguna vez podría volver a dormir sin tener miedo de
la mañana. «Querida», susurró, besándola en la frente.
¿Cuándo se había convertido ella en algo tan
precioso? Le había animado a desear vivir un poco más. Pero dudaba
de que hubiese tiempo para ellos. Estaban perdidos para el mundo
que él conocía y el suelo que pisaban estaba empapado de
sangre.
Fue Alonso Yáñez, uno de los carpinteros,
quien lo encontró. El capitán general le había ordenado que
construyera una capilla en una de las habitaciones del palacio y,
mientras seleccionaba el lugar más adecuado, descubrió un trozo de
pared que parecía cubierto con yeso fresco Decidió quitar el yeso y
ver qué había detrás.
Cortés sostuvo la lámpara por encima de la
cabeza, y fue alumbrando, pieza a pieza, todos los objetos del
fabuloso tesoro: jade, ópalos y perlas; collares de oro y piedras
preciosas; estatuas de plata pura; grandes bandejas de oro como las
que le habían obsequiado en San Juan de Ulúa, quizás unas veinte.
Miró todo aquel inmenso botín, sin acabarse de creer lo que estaba
viendo con sus propios ojos.
Todos los regalos que habían recibido hasta
el momento no se podían comparar con aquel tesoro. Allí estaba la
materialización de sus sueños, lo que les había prometido a todos y
se había prometido a él mismo: una riqueza superior a todo lo
imaginable. Lo que habían encontrado le convertía en un hombre más
rico que muchas de las cabezas coronadas de Europa.
—¡Por el culo de Satanás! —exclamó
Alvarado.
—¿Cómo haremos para que los hombres no se
enteren? —preguntó Jaramillo.
—No se lo ocultaremos —replicó Cortés—.
Quiero que todo el mundo lo vea. Hasta el último soldado.
—Eso sólo servirá para aumentar su codicia
—protestó Alvarado—. Habrá disensiones.
—¿Por qué creéis que los hombres están aquí?
Por la codicia. En cuanto se enteren de lo que ahora poseemos,
lucharán como demonios para protegerlo. Haced lo que os digo.
Traedles aquí, en grupos de tres. Dejemos que todos vean lo que
Moctezuma intentó ocultarnos, y que es legalmente nuestro según sus
propias palabras. Después, ocuparos de que sellen este hueco
inmediatamente. Debemos reflexionar un poco más sobre este asunto.
Una cosa es encontrar un tesoro y otra muy distinta
conservarlo.
La Malinche caminaba por la orilla de un
estanque rodeado de sauces. El aire estaba impregnado del aroma de
las flores. Se dirigía hacia la gran escalera que conducía al piso
superior y los aposentos de Cortés. De pronto, vio a Aguilar que
leía su libro de horas a la sombra de un claustro, y aceleró el
paso.
—Doña Marina —llamó el hermano, que corrió
detrás la muchacha. Los faldones del hábito dificultaban sus
movimientos.
—¿Qué pasa ahora, Aguilar? —preguntó La
Malinche sin detenerse.
—Necesito hablar con vos.
—Estoy ocupada. Debo realizar un recado para
mi señor.
—¡No podéis evitarme indefinidamente! Quizá
no lo deseéis, pero estoy aquí y tengo oídos y lengua. ¡Los seguiré
utilizando!
Tenía razón. Su padre siempre le había dicho
que no servía de nada rehuir un conflicto. «El conflicto es tu
destino. Devóralo.» Se detuvo en lo alto de las escaleras, y le
esperó a la sombra de una de las grandes estatuas toltecas que
montaban guardia en la entrada.
¿Qué queréis decirme?
—No habéis hecho caso de mis
advertencias.
—¿Cuáles eran?
—Os habéis ocupado en distorsionar nuestros
mensajes a estas gentes, que Dios os perdone. ¿No es cierto que
Moctezuma todavía sospecha que Cortés es uno de sus dioses que ha
regresado?
—Estáis loco, Aguilar.
—No tanto como para atreverme a cometer
semejantes herejías en el nombre del Señor.
La Malinche se le acercó, como hace una
mujer con el hombre amado. Lo hizo con el propósito de incomodarlo,
y supo por el rubor en el rostro del hermano que lo había
conseguido. Pero el tono de su voz distó mucho de ser
cariñoso.
—Si Moctezuma llegara a creer por un momento
que Cortés no es un dios nos matarían a todos. Únicamente porque
los mexicas creen que es la Serpiente Emplumada nos han permitido
llegar hasta aquí.
—Si eso es verdad, entonces Cortés es
culpable del pecado de blasfemia. No necesitamos de vuestros
hechizos. Dios nos protegerá en nuestra empresa.
Esta era una conversación demasiado
peligrosa como para mantenerla en público. Alguien podía oírles. La
Malinche pasó del castellano al chontal.
—Dios os protege, Aguilar. La Serpiente
Emplumada os protege. Espejo Negro que Humea os protege. Porque
ellos creen que Cortés es uno de ellos.
—Nuestra tarea es enseñar al señor Moctezuma
la verdadera fe. Si nos cuesta la vida, que así sea. —Aguilar
continuó hablando en castellano porque le resultaba más fácil
discutir de teología en su lengua.
—No, Aguilar. Si nos cuesta la vida,
entonces Moctezuma habrá ganado y nosotros habremos perdido.
—¡Eso es una abominación! ¡En vuestra
ignorancia lo habéis condenado! ¿Qué pasaría si esta brujería llega
al conocimiento del Santo Oficio? ¡Si creen que se ha hecho pasar
por uno de estos execrables demonios le mandarán ejecutar!
«El pobre hombre está diciendo tonterías una
vez más», pensó La Malinche. No obstante, comprendía que de alguna
manera había puesto a Cortés unte un peligro injustificado. Sin
embargo, siendo quien era, siempre estaría en peligro. Eso era algo
que no se podía evitar.
—Es un dios, Aguilar.
—¿Cómo os atrevéis a decir semejante cosa?
¡Es un hombre!
La Malinche negó con la cabeza. Tocó la cruz
de madera que colgaba sobre el pecho de Aguilar, haciendo lo
imposible para soportar el hedor del hombre. Nunca se lavaba. ¿Por
qué los sacerdotes, castellanos o mexicas, siempre olían tan
mal?
—¿Creéis que un hombre cualquiera podría
habernos traído hasta aquí? —replicó.
Aguilar intentó apartarse, pero la joven le
retuvo por el crucifijo.
—¡No es más que un hombre! —insistió el
hermano—. De noble cuna, pero no más que muchos otros, y desde
luego pobre. Portocarrero está por encima de él. ¿Recordáis cómo
Cortés siempre le halagaba y quería su apoyo? Lo mismo pasa con
Alvarado. Ellos dieron a su empresa una pátina de respetabilidad.
En cuanto a sus virtudes personales, he hablado con sus compañeros
de armas y me han dicho que en Cuba se le tenía por un magnífico
jinete y gran espadachín, pero que no destacaba precisamente por su
religiosidad. Es de barro, mi señora, como el resto de
nosotros.
—Entonces es que quizá Dios entró tarde en
su vida, como ocurrió con Moctezuma.
—Un hombre puede encontrar a Dios, pero Dios
no toma la forma humana. Eso sólo ocurrió una vez. ¡No podéis
comparar a Cortés con nuestro señor Jesucristo!
La Malinche le volvió la espalda. Las mil y
una tonterías que decía Aguilar le provocaban dolor de cabeza. Pero
el hermano la siguió cuando intentó alejarse.
—No pretendo entenderlo —manifestó la
muchacha por encima del hombro—, pero lleva a un dios en su
interior aunque él mismo no lo sepa. Tiene a la madre y al niño en
su interior. También tiene a ese otro dios colérico. De alguna
manera, me recuerda a vos. Quizá no sea la Serpiente Emplumada que
esperábamos, nuestro amable dios de la sabiduría, pero no es un
hombre común. Además, sé otra cosa: aunque viviera mil años nunca
volvería a conocer a alguien como él. Es mi destino, Aguilar. Sin
Cortés, tampoco hay Malinalli.
—¡Sois una bruja! —gritó Aguilar, sin poder
contenerse.
El sonido de las voces airadas captó la
atención de los centinelas apostados en la entrada de las
habitaciones del capitán general. Incluso Cáceres, el mayordomo,
salió a escucharles, fascinado por la discusión en dos lenguas, de
los cuales él sólo entendía una.
—Si no fuera por Cortés —añadió el hermano,
con rabia contenida, arderíais en la hoguera.
La Malinche se detuvo y se volvió para
mirarle, furiosa.
—Soporto un destino todavía peor. Le quiero,
así que ardo todos los días.
Aguilar la miró mientras ella desaparecía en
los aposentos privados de Cortés, un santuario al que tenía vedada
la entrada sin invitación expresa del conquistador.
—Yo también le quiero —murmuró—, de una
manera que nunca podríais comprender.