68

 

LOS corazones todavía palpitantes se asaban en las brasas. Los ojos de la bestia, brillantes como ascuas, se acercaban a él en la oscuridad. Escapó por los interminables pasillos del palacio. Sus manos dejaban huellas sangrientas en las paredes. Cuerpos sin cabeza le perseguían, gritando su nombre, acusándole. Un olor apestoso le impedía respirar. Sus piernas se hundieron en el fango del lago. No podía escapar.
Se sentó en el lecho, sobresaltado, con los ojos muy abiertos.
Los sacerdotes hacían sonar las caracolas en la cumbre del Templo Mayor, descabezando a las codornices para asegurar que por la mañana el sol alumbraría un nuevo día.
Inspiró con fuerza. Tenía la camisa empapada de sudor. Flor de Lluvia se apretó contra su cuerpo, murmurando palabras que él no comprendía, en un intento por calmarle. El hombre volvió a tumbarse y la abrazó con fuerza mientras se preguntaba si alguna vez podría volver a dormir sin tener miedo de la mañana. «Querida», susurró, besándola en la frente.
¿Cuándo se había convertido ella en algo tan precioso? Le había animado a desear vivir un poco más. Pero dudaba de que hubiese tiempo para ellos. Estaban perdidos para el mundo que él conocía y el suelo que pisaban estaba empapado de sangre.

 

Fue Alonso Yáñez, uno de los carpinteros, quien lo encontró. El capitán general le había ordenado que construyera una capilla en una de las habitaciones del palacio y, mientras seleccionaba el lugar más adecuado, descubrió un trozo de pared que parecía cubierto con yeso fresco Decidió quitar el yeso y ver qué había detrás.
Cortés sostuvo la lámpara por encima de la cabeza, y fue alumbrando, pieza a pieza, todos los objetos del fabuloso tesoro: jade, ópalos y perlas; collares de oro y piedras preciosas; estatuas de plata pura; grandes bandejas de oro como las que le habían obsequiado en San Juan de Ulúa, quizás unas veinte. Miró todo aquel inmenso botín, sin acabarse de creer lo que estaba viendo con sus propios ojos.
Todos los regalos que habían recibido hasta el momento no se podían comparar con aquel tesoro. Allí estaba la materialización de sus sueños, lo que les había prometido a todos y se había prometido a él mismo: una riqueza superior a todo lo imaginable. Lo que habían encontrado le convertía en un hombre más rico que muchas de las cabezas coronadas de Europa.
—¡Por el culo de Satanás! —exclamó Alvarado.
—¿Cómo haremos para que los hombres no se enteren? —preguntó Jaramillo.
—No se lo ocultaremos —replicó Cortés—. Quiero que todo el mundo lo vea. Hasta el último soldado.
—Eso sólo servirá para aumentar su codicia —protestó Alvarado—. Habrá disensiones.
—¿Por qué creéis que los hombres están aquí? Por la codicia. En cuanto se enteren de lo que ahora poseemos, lucharán como demonios para protegerlo. Haced lo que os digo. Traedles aquí, en grupos de tres. Dejemos que todos vean lo que Moctezuma intentó ocultarnos, y que es legalmente nuestro según sus propias palabras. Después, ocuparos de que sellen este hueco inmediatamente. Debemos reflexionar un poco más sobre este asunto. Una cosa es encontrar un tesoro y otra muy distinta conservarlo.

 

La Malinche caminaba por la orilla de un estanque rodeado de sauces. El aire estaba impregnado del aroma de las flores. Se dirigía hacia la gran escalera que conducía al piso superior y los aposentos de Cortés. De pronto, vio a Aguilar que leía su libro de horas a la sombra de un claustro, y aceleró el paso.
—Doña Marina —llamó el hermano, que corrió detrás la muchacha. Los faldones del hábito dificultaban sus movimientos.
—¿Qué pasa ahora, Aguilar? —preguntó La Malinche sin detenerse.
—Necesito hablar con vos.
—Estoy ocupada. Debo realizar un recado para mi señor.
—¡No podéis evitarme indefinidamente! Quizá no lo deseéis, pero estoy aquí y tengo oídos y lengua. ¡Los seguiré utilizando!
Tenía razón. Su padre siempre le había dicho que no servía de nada rehuir un conflicto. «El conflicto es tu destino. Devóralo.» Se detuvo en lo alto de las escaleras, y le esperó a la sombra de una de las grandes estatuas toltecas que montaban guardia en la entrada.
¿Qué queréis decirme?
—No habéis hecho caso de mis advertencias.
—¿Cuáles eran?
—Os habéis ocupado en distorsionar nuestros mensajes a estas gentes, que Dios os perdone. ¿No es cierto que Moctezuma todavía sospecha que Cortés es uno de sus dioses que ha regresado?
—Estáis loco, Aguilar.
—No tanto como para atreverme a cometer semejantes herejías en el nombre del Señor.
La Malinche se le acercó, como hace una mujer con el hombre amado. Lo hizo con el propósito de incomodarlo, y supo por el rubor en el rostro del hermano que lo había conseguido. Pero el tono de su voz distó mucho de ser cariñoso.
—Si Moctezuma llegara a creer por un momento que Cortés no es un dios nos matarían a todos. Únicamente porque los mexicas creen que es la Serpiente Emplumada nos han permitido llegar hasta aquí.
—Si eso es verdad, entonces Cortés es culpable del pecado de blasfemia. No necesitamos de vuestros hechizos. Dios nos protegerá en nuestra empresa.
Esta era una conversación demasiado peligrosa como para mantenerla en público. Alguien podía oírles. La Malinche pasó del castellano al chontal.
—Dios os protege, Aguilar. La Serpiente Emplumada os protege. Espejo Negro que Humea os protege. Porque ellos creen que Cortés es uno de ellos.
—Nuestra tarea es enseñar al señor Moctezuma la verdadera fe. Si nos cuesta la vida, que así sea. —Aguilar continuó hablando en castellano porque le resultaba más fácil discutir de teología en su lengua.
—No, Aguilar. Si nos cuesta la vida, entonces Moctezuma habrá ganado y nosotros habremos perdido.
—¡Eso es una abominación! ¡En vuestra ignorancia lo habéis condenado! ¿Qué pasaría si esta brujería llega al conocimiento del Santo Oficio? ¡Si creen que se ha hecho pasar por uno de estos execrables demonios le mandarán ejecutar!
«El pobre hombre está diciendo tonterías una vez más», pensó La Malinche. No obstante, comprendía que de alguna manera había puesto a Cortés unte un peligro injustificado. Sin embargo, siendo quien era, siempre estaría en peligro. Eso era algo que no se podía evitar.
—Es un dios, Aguilar.
—¿Cómo os atrevéis a decir semejante cosa? ¡Es un hombre!
La Malinche negó con la cabeza. Tocó la cruz de madera que colgaba sobre el pecho de Aguilar, haciendo lo imposible para soportar el hedor del hombre. Nunca se lavaba. ¿Por qué los sacerdotes, castellanos o mexicas, siempre olían tan mal?
—¿Creéis que un hombre cualquiera podría habernos traído hasta aquí? —replicó.
Aguilar intentó apartarse, pero la joven le retuvo por el crucifijo.
—¡No es más que un hombre! —insistió el hermano—. De noble cuna, pero no más que muchos otros, y desde luego pobre. Portocarrero está por encima de él. ¿Recordáis cómo Cortés siempre le halagaba y quería su apoyo? Lo mismo pasa con Alvarado. Ellos dieron a su empresa una pátina de respetabilidad. En cuanto a sus virtudes personales, he hablado con sus compañeros de armas y me han dicho que en Cuba se le tenía por un magnífico jinete y gran espadachín, pero que no destacaba precisamente por su religiosidad. Es de barro, mi señora, como el resto de nosotros.
—Entonces es que quizá Dios entró tarde en su vida, como ocurrió con Moctezuma.
—Un hombre puede encontrar a Dios, pero Dios no toma la forma humana. Eso sólo ocurrió una vez. ¡No podéis comparar a Cortés con nuestro señor Jesucristo!
La Malinche le volvió la espalda. Las mil y una tonterías que decía Aguilar le provocaban dolor de cabeza. Pero el hermano la siguió cuando intentó alejarse.
—No pretendo entenderlo —manifestó la muchacha por encima del hombro—, pero lleva a un dios en su interior aunque él mismo no lo sepa. Tiene a la madre y al niño en su interior. También tiene a ese otro dios colérico. De alguna manera, me recuerda a vos. Quizá no sea la Serpiente Emplumada que esperábamos, nuestro amable dios de la sabiduría, pero no es un hombre común. Además, sé otra cosa: aunque viviera mil años nunca volvería a conocer a alguien como él. Es mi destino, Aguilar. Sin Cortés, tampoco hay Malinalli.
—¡Sois una bruja! —gritó Aguilar, sin poder contenerse.
El sonido de las voces airadas captó la atención de los centinelas apostados en la entrada de las habitaciones del capitán general. Incluso Cáceres, el mayordomo, salió a escucharles, fascinado por la discusión en dos lenguas, de los cuales él sólo entendía una.
—Si no fuera por Cortés —añadió el hermano, con rabia contenida, arderíais en la hoguera.
La Malinche se detuvo y se volvió para mirarle, furiosa.
—Soporto un destino todavía peor. Le quiero, así que ardo todos los días.

 

Aguilar la miró mientras ella desaparecía en los aposentos privados de Cortés, un santuario al que tenía vedada la entrada sin invitación expresa del conquistador.
—Yo también le quiero —murmuró—, de una manera que nunca podríais comprender.
La princesa azteca
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