63

 

TODAVÍA estaba oscuro cuando Benítez se levantó. Se vistió deprisa y subió a la azotea para contemplar la salida del sol. En el horizonte comenzaban a despuntar las primeras luces del alba.
Las canoas ya se movían entre la bruma que cubría el lago, y el rítmico chapoteo de los remos se oía con toda claridad en el aire calmo. En las calles, la gente se encaminaba hacia el templo; niños con ascuas para los braseros; las niñas cargadas con tortillas de maíz para el desayuno de los sacerdotes.
La primera y resplandeciente pincelada de oro apareció por encima de las cumbres de la sierra, y fue saludada por el redoble de los tambora del templo. Al cabo de unos minutos, el toque de las caracolas señaló que se habían realizado los primeros sacrificios.
Benítez comprendió de pronto lo completamente distinta que era aquella ciudad; en ella no había ninguna de las vistas ni los olores que había encontrado en cualquier otro lugar. Incluso Santiago de Cuba siempre le había parecido sólo una ciudad española trasladada a un pantano. Pero aquí no se escuchaban el traqueteo de las ruedas de los carros en las calles adoquinadas, o los relinchos de los caballos, porque todos los productos que decentaban estas gentes los traían a hombros o en embarcaciones: tampoco se oían las típicas discusiones entre comerciantes ni los gritos de los mendigos. En las calles todo era orden y silencio. En vez del hedor del estiércol, y los desperdicios putrefactos, dominaban los olores de los pimientos y las hierbas, el aroma de las flores, el perfume del incienso que llegaba de los templos.
Desde su punto de observación, veía los caminos que formaban una cuadrícula. Las avenidas principales tenían d ancho suficiente peta permitir el paso de doce caballos en fondo. Muchas de las calles tenían canales en el centro por donde corría el agua.
Ordaz, que había participado en numerosas campañas en Italia, había comparado la capital con Venecia, donde también había canales en lugar de calles. «Pero este lugar no apesta como Venecia.»
Benítez vio un mexica vestido con una amplia capa que caminaba a paso lento, charlando con un vecino que iba en una canoa. Por todas parte se veía a los barrenderos que se ocupaban de barrer el polvo y de regar la tierra apisonada.
Paganos, los había llamado cuando desembarcó en las orillas del río Grijalva. Salvajes. Sin embargo, quizá no eran tan salvajes.
Los rugidos le devolvieron a la realidad. El zoológico de Moctezuma estaba cerca y ahora los jaguares, ocelotes y coyotes se disputaban la primera comida de la mañana, perturbando el silencio de la ciudad con sus rugidos, ladridos y gritos. Flor de Lluvia le había dicho que a las fieras las alimentaban con los restos de los prisioneros sacrificados en los templos.
El español detectó la primera mácula en aquel paraíso terrenal: el olor acre del azufre que venía del Templo Mayor. Incluso desde donde estaba veía algo que chorreaba por los cortes tallados en los escalones de la pirámide.
Sangre.

 

Cortés se había vestido con su traje de terciopelo negro. En la cabeza llevaba una gorra de terciopelo con una medalla en la que se veía la figura de San Jorge matando al dragón. Alrededor del cuello tenía una cadena de oro con otro medallón con la imagen de la Virgen y el Niño. También se había puesto un anillo con un diamante.
Se miró complacido en el espejo que sostenía su ayuda de cámara, y se volvió hacia La Malinche.
—Esta mañana tengo una audiencia con el emperador. Te encomiendo que seas diligente en tu tarea.
—Siempre lo soy, mi señor.
—Marina... —comenzó a decir.
«Por una vez, se ha quedado sin palabras», pensó la muchacha.
—¿Mi señor?
—Esta mañana debes traducir mis palabras al pie de la letra. Sí, al pie de la letra.
La Malinche no respondió. «¡El idiota de Aguilar ha estado murmurándole al oído!»
—Creo que en el pasado me has atribuido cosas que nunca dije.
—Sólo he traducido tus palabras en un lenguaje que mis hermanas y hermanos pudieran entender.
—Les has dicho que en un dios.
La Malinche bajó la mirada, aparentemente contrita, pero en realidad para disimular su rabia. «Eres un dios —dijo para sus adentros—. Pero has permitido que otros te convenzan de lo contrario. Sin embargo, lo eres».
—¿Sabes lo que me pasaría si mi rey descubriera que afirmó ser un hechicero, o algo parecido?
—La culpa es mía, no tuya.
—Si es una mentira y permito que la digas, entonces la mentira bien podría salir de mis labios. —Cortés hizo una pausa, y después añadió con un tono más amable—: Sé que lo haces con la mejor intención, chiquita, pero hay que acabar con esto. Hoy no debes añadir nada de tu propia cosecha. —Cruzó la habitación para acariciarle el pelo—. ¿Me lo prometes, chiquita?
«Es una promesa que puede tener consecuencias fatales para todos nosotros —pensó la muchacha—. Tezcatlipoca, Espejo Negro que Humea, dispone de una multitud de disfraces para destruir a la Serpiente Emplumada. Creo que esta vez se ha disfrazado de hermano Aguilar para acabar contigo.»
—Haré lo que me mandes.
El capitán general sonrió, convencido de haberla domado.
—Muy bien. Vámonos. No podemos hacer esperar al emperador.
La princesa azteca
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