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TODAVÍA estaba oscuro cuando
Benítez se levantó. Se vistió deprisa y subió a la azotea para
contemplar la salida del sol. En el horizonte comenzaban a
despuntar las primeras luces del alba.
Las canoas ya se movían entre la bruma que
cubría el lago, y el rítmico chapoteo de los remos se oía con toda
claridad en el aire calmo. En las calles, la gente se encaminaba
hacia el templo; niños con ascuas para los braseros; las niñas
cargadas con tortillas de maíz para el desayuno de los
sacerdotes.
La primera y resplandeciente pincelada de
oro apareció por encima de las cumbres de la sierra, y fue saludada
por el redoble de los tambora del templo. Al cabo de unos minutos,
el toque de las caracolas señaló que se habían realizado los
primeros sacrificios.
Benítez comprendió de pronto lo
completamente distinta que era aquella ciudad; en ella no había
ninguna de las vistas ni los olores que había encontrado en
cualquier otro lugar. Incluso Santiago de Cuba siempre le había
parecido sólo una ciudad española trasladada a un pantano. Pero
aquí no se escuchaban el traqueteo de las ruedas de los carros en
las calles adoquinadas, o los relinchos de los caballos, porque
todos los productos que decentaban estas gentes los traían a
hombros o en embarcaciones: tampoco se oían las típicas discusiones
entre comerciantes ni los gritos de los mendigos. En las calles
todo era orden y silencio. En vez del hedor del estiércol, y los
desperdicios putrefactos, dominaban los olores de los pimientos y
las hierbas, el aroma de las flores, el perfume del incienso que
llegaba de los templos.
Desde su punto de observación, veía los
caminos que formaban una cuadrícula. Las avenidas principales
tenían d ancho suficiente peta permitir el paso de doce caballos en
fondo. Muchas de las calles tenían canales en el centro por donde
corría el agua.
Ordaz, que había participado en numerosas
campañas en Italia, había comparado la capital con Venecia, donde
también había canales en lugar de calles. «Pero este lugar no
apesta como Venecia.»
Benítez vio un mexica vestido con una amplia
capa que caminaba a paso lento, charlando con un vecino que iba en
una canoa. Por todas parte se veía a los barrenderos que se
ocupaban de barrer el polvo y de regar la tierra apisonada.
Paganos, los había llamado cuando desembarcó
en las orillas del río Grijalva. Salvajes. Sin embargo, quizá no
eran tan salvajes.
Los rugidos le devolvieron a la realidad. El
zoológico de Moctezuma estaba cerca y ahora los jaguares, ocelotes
y coyotes se disputaban la primera comida de la mañana, perturbando
el silencio de la ciudad con sus rugidos, ladridos y gritos. Flor
de Lluvia le había dicho que a las fieras las alimentaban con los
restos de los prisioneros sacrificados en los templos.
El español detectó la primera mácula en
aquel paraíso terrenal: el olor acre del azufre que venía del
Templo Mayor. Incluso desde donde estaba veía algo que chorreaba
por los cortes tallados en los escalones de la pirámide.
Sangre.
Cortés se había vestido con su traje de
terciopelo negro. En la cabeza llevaba una gorra de terciopelo con
una medalla en la que se veía la figura de San Jorge matando al
dragón. Alrededor del cuello tenía una cadena de oro con otro
medallón con la imagen de la Virgen y el Niño. También se había
puesto un anillo con un diamante.
Se miró complacido en el espejo que sostenía
su ayuda de cámara, y se volvió hacia La Malinche.
—Esta mañana tengo una audiencia con el
emperador. Te encomiendo que seas diligente en tu tarea.
—Siempre lo soy, mi señor.
—Marina... —comenzó a decir.
«Por una vez, se ha quedado sin palabras»,
pensó la muchacha.
—¿Mi señor?
—Esta mañana debes traducir mis palabras al
pie de la letra. Sí, al pie de la letra.
La Malinche no respondió. «¡El idiota de
Aguilar ha estado murmurándole al oído!»
—Creo que en el pasado me has atribuido
cosas que nunca dije.
—Sólo he traducido tus palabras en un
lenguaje que mis hermanas y hermanos pudieran entender.
—Les has dicho que en un dios.
La Malinche bajó la mirada, aparentemente
contrita, pero en realidad para disimular su rabia. «Eres un dios
—dijo para sus adentros—. Pero has permitido que otros te convenzan
de lo contrario. Sin embargo, lo eres».
—¿Sabes lo que me pasaría si mi rey
descubriera que afirmó ser un hechicero, o algo parecido?
—La culpa es mía, no tuya.
—Si es una mentira y permito que la digas,
entonces la mentira bien podría salir de mis labios. —Cortés hizo
una pausa, y después añadió con un tono más amable—: Sé que lo
haces con la mejor intención, chiquita, pero hay que acabar con
esto. Hoy no debes añadir nada de tu propia cosecha. —Cruzó la
habitación para acariciarle el pelo—. ¿Me lo prometes,
chiquita?
«Es una promesa que puede tener
consecuencias fatales para todos nosotros —pensó la muchacha—.
Tezcatlipoca, Espejo Negro que Humea, dispone de una multitud de
disfraces para destruir a la Serpiente Emplumada. Creo que esta vez
se ha disfrazado de hermano Aguilar para acabar contigo.»
—Haré lo que me mandes.
El capitán general sonrió, convencido de
haberla domado.
—Muy bien. Vámonos. No podemos hacer esperar
al emperador.