98

 

LA tormenta descargaba con todas sus fuerzas. En las montañas la sucesión de relámpagos formaba una cortina blanca. Los clérigos —Díaz, Olmedo y Guevara— llevaban horas escuchando confesiones. Fray Bartolomé dio la última bendición. A medianoche abrieron las puertas de la muralla y Cortés salió de la ciudad de sus sueños.
Desfilaron en silencio por la gran carretera de Trapican; el estrépito de la lluvia enmascaraba la marcha. Las calles estaban resbaladizas, no había ninguna luz encendida, y sólo se escuchaba el ruido de las olas en el lago y el repiquetear de la lluvia. Avanzaron como un ejército de sombras que se confundía con la oscuridad.
López había construido un puente con las vigas que soportaban el tejado del palacio. Cuatrocientos porteadores tlaxcaltecas lo llevaban al mando de uno de los oficiales españoles, Francisco Magariño.
Sandoval llevaba uno de los carromatos y los guió en la salida con el resto de la caballería y doscientos infantes, todos veteranos. La Malinche, las demás mujeres y los sacerdotes iban con ellos. El capitán general cabalgaba en el centro de la columna, con las acémilas y sus rehenes, los grandes señores de México, entre ellos Cacamatzin. Los habían amordazado y ahora avanzaban, cargados de cadenas, detrás de los caballos.
Benítez los seguía montado en un semental alazán, El Romo, al frente de los ocho caballos que transportaban el quinto del rey y los guerreros tlaxcaltecas que lo custodiaban. Alvarado y Velázquez de León se ocupaban de la retaguardia, con la artillería y los treinta soldados que eran el resto del ejército, todos ellos hombres de Narváez.
Benítez se había preparado para encontrarse con una muerte súbita en cuando salieran a la calle. Pero habían alcanzado la calzada y la habían cruzado sin dificultades. El alivio lo embriagó como si fuera vino. Iba a funcionar. La suerte de Cortés aguantaba. Los mexicas habían levantado el asedio para llorar al emperador muerto, tal como había dicho La Malinche que harían.
Iban a escapar.

 

Una vieja que estaba sacando agua del lago dio la voz de alarma a voz en cuello. El grito fue recogido por dos centinelas ocultos en la niebla. La saeta de un ballestero acalló los chillidos de la mujer, pero ya era demasiado tarde. Desde la cumbre de la pirámide del Templo Mayor llegó el horroroso sonido del gran tambor huehuetl. Resonó por todo el lago y el valle, llamando a los guerreros de Huitzilopochtli al ataque.

 

El pánico cundió entre los españoles.
Cortés gritaba que llevasen el puente. Benítez se volvió en la montura, ¿Qué pasaba? ¿Dónde estaba Magariño? Recordó la quebrada en la primera batalla contra los tlaxcaltecas, cuando le habían matado el caballo. Una vez más los habían atrapado en campo abierto. Indefensos.
—¿Dónde está el puente? —gritó Benítez.
Se había atascado. La lluvia que había ocultado la huida, ahora les acababa de jugar una mala pasada. Se habían ablandado las orillas del lago, y los apoyos del puente estaban atascados en el fango. Las antorchas comenzaban a aparecer por todas partes en el lago a medida que las canoas se acercaban a ellos, como miles de luciérnagas.
Los sonidos de las caracolas y los tambores iban en aumento. La columna, que se alargaba casi una legua, pero que sólo ocupaba unos pocos pasos de ancho, se encontraba a merced de los mexicas. Todo un ejército atrapado en un pantano, a punto de ser engullido, a punto de morir. Una gran oruga devorada por las hormigas.
El caballo de Benítez golpeó el suelo con los cascos y se encabritó al oler el miedo. Benítez escuchó el chapoteo de los remos, vio las tónicas blancas de los guerreros mexicas. Una magnífica diana para las ballestas y los arcabuces, en la oscuridad. Pero eran tantas las canoas...
El comandante continuaba reclamando a voz en cuello que trajeran d puente, pero su voz se confundía con los aullidos de los mexicas y los gritos de espanto de los soldados que le rodeaban. La primera andanada de piedras y flechas se abatió sobre ellos como surgida de los negros nubarrones que tapaban el cielo. Benítez hizo lo imposible para dominar a su corcel, sin poder ir atrás ni adelante.
Entonces, la columna avanzó una vez más, hacia el segundo vado, y él fue con ellos, como un corcho en la corriente, furioso, asustado, desafiante con el pensamiento puesto en Flor de Lluvia.

 

La Malinche se dejó resbalar por la ribera fangosa. En cuanto se sumergió en el agua, notó que pisaba algo duro. El vado ya estaba lleno de caballos muertos y carretones volcados. Las cajones con balas para los arcabuces y cuentas de vidrio veneciano estaban desparramados por todas partes. Los hombres intentaban cruzar el canal, con las armaduras y las alforjas cargadas de lingotes de oro. Algunos se hundían en el agua y no volvían a salir. A otros el botín les pesaba tanto que los mexicas les dieron alcance y se los llevaron, gritando como condenados, para sacrificarlos en los altares de Huitzilopochtli.
El número de canoas crecía por momentos.
Nadó hasta la otra orilla. Era prácticamente imposible trepar a la orilla pisoteada por todos los que habían pasado antes. Sus dedos tocaron una roca y la utilizó para salir del agua. Se volvió, sujetándose la barriga.
En el vado se vivía una escena del más absoluto caos, alumbrada por las llamas de las antorchas. Las canoas habían cerrado casi por completo el paso, y los guerreros intentaban capturar a los españoles y a los tlaxcaltecas que no habían conseguido cruzar.
Vio a doña Ana alcanzar la orilla, para después buscar desesperadamente con las manos y los pies un punto de apoyo que le permitiera salir. La hija del emperador descubrió la presencia de La Malinche y le tendió la mano.
«Me pregunto si ya llevará la semilla de Cortés.»
Alargó el brazo y sujetó la mano de la muchacha. Luego, con movimientos lentos y deliberados, apoyó un pie en el vientre de doña Ana y empujó con fuerza. La muchacha soltó un alarido y se precipitó al agua. La cabeza de doña Ana asomó por un segundo pero después desapareció. La Malinche se levantó de un salto y continuó la huida.

 

Cuando la retaguardia llegó al segundo vado, los cadáveres taponaban los accesos. La lluvia caía con tanta fuerza que formaba una cortina más allá de la cual sólo se divisaba el resplandor de las antorchas de los indios en las canoas. Los hombres corrían en la oscuridad saltando sobre los pechos aplastados de los muertos.
Alvarado se dio cuenta de que era imposible mantener el orden. Espoleó a su caballo y entró en el canal. No había acabado de entrar en el agua cuando oyó que alguien gritaba su nombre.
—¡Alvarado! ¡Socorro! ¡Por amor de Dios, no dejéis que me cojan!
Identificó la voz. Era Norte.
Se volvió. Entonces vio a otro jinete, probablemente Velázquez de León, que avanzaba con su caballo hacia el lugar donde sonaban los gritos. Oyó el crujido de un escudo de madera hendido por una espada, mientras Norte seguía gritando.
Entonces fue consciente de que él también gritaba, animando a su caballo para que lo alejara de aquel lugar terrorífico. «Vamos, vamos. ¡No quiero morir! ¡No dejes que me atrapen!»
Una flecha se estrelló contra su coraza, otra alcanzó al caballo en el pescuezo. La sangre brotó como un surtidor, y el animal cayó en el agua, arrojándole de la montura. Sandoval se movió a gatas por el fango. Consiguió ponerse de pie en el momento en que los naturales ya corrían hacia él, dispuestos a tomarlo prisionero.
«¡No dejes que me atrapen!»
Alvarado echó a correr entre las cajas, los caballos caídos y los soldados muertos. Consiguió llegar a la otra orilla y trepó como pudo sin dejar de gritar ni un momento. ¿Qué había pasado con León y Norte? No lo sabía.
«Dios, Dios, salvadme.»
Oyó que alguien le llamaba, reconoció la voz, era la de Gamboa, un oficial. Miró en derredor, y vio la silueta de un jinete. Un brazo lo levantó por los aires y lo montó en la grupa. Un segundo más tarde, se abrían paso entre los mexicas que se apartaban para no acabar bajo los cascos del corcel.
Alvarado se abrazó a la cintura de Gamboa, como un niño que se abraza a su madre.

 

La sujetaron unas manos que la arrastraron hacia el lago y las canoas. Chilló con todas sus fuerzas, tendió una mano hacia la calzada reclamando ayuda, pero allí no había nadie para ayudarla. Un mexica 1a sujetó por el pelo.
No podía creer que acabaría de esa manera.

 

«Podrían haberme matado cien veces —pensó Benítez—, si no fuera por su empeño en cogerme vivo.»
Se valió del caballo acorazado para abrirse paso entre los indios El quinto del rey se había quedado atrás, en el lago o en el canal. Si el rey lo quería, se dijo, que viniera él a reclamarlo. Cruzó otro vado. El Remo subió el talud de la ribera, y buscó su camino entre los restos de los carretones.
Otro grupo de indios intentó arrancarle de la montura. Descargó espadazos a diestro y siniestro. Entonces sintió que el caballo se tambaleaba cuando recibió en una pata el golpe de una macana. Ahora le tenían rodeado, y descargaban los golpes contra el animal que cayó de rodillas, derrotado.
Benítez oyó las carcajadas de Guzmán y Flores desde las entrañas del templo de Yopico. «Mirad dónde os ha conducido la codicia.»
Sacó los pies de los estribos y saltó de la montura, mientras continuaba descargando golpes con la espada.
Oyó que Ordaz gritaba su nombre. El veterano había formado una cuña con el pelotón, que avanzaba abriéndose paso con las picas como si fueran un solo hombre.
Benítez abrió una brecha, consiguió llegar hasta ellos, y todos juntos continuaron su desesperada carrera por el barro, los bultos y los cadáveres. No había la más mínima esperanza de salir con vida. Luchaban por instinto y por hábito. La vida se medía en minutos, no en años.
Si conseguían llegar a la calzada, Dios y Cortés quizás acabarían encontrando la manera de salvarlos.

 

Siete vados en total. Cortés animó a los jinetes, consciente de que necesitaba salvar el máximo de caballos. Si conseguían llegar a Tlacopan podrían reagruparse, pero en la calzada estaban indefensos.
—¡Mi señor!
—¡Marina!
Refrenó a la cabalgadura, dio media vuelta, galopó en dirección al lugar donde sonaban los gritos. Los mexicas habían incendiado unos cuantos carretones. Las llamas proyectaban sus sombras en el fango e iluminaban los rostros de los muertos y los heridos. Por un instante, vio la silueta de La Malinche. Tres naturales la arrastraban hacia una canoa.
Cargó a lo largo de la orilla. Abatió a dos a espadazos. El otro, en su afín por coger a un español vivo, se deshizo de la macana e intentó arrancarlo de la silla. Cortés lo derribó de un golpe, y el indio soltó un alarido cuando los cascos del caballo le destrozaron el pecho.
El comandante aupó a La Malinche en la grupa. La muchacha se sujetó con todas sus fuerzas.
—Casi te pierdo —jadeó Cortés, mientras cabalgaba hacia la orilla.

 

Benítez avanzó a trompicones por la playa de guijarros, hasta que no pudo más y se dejó caer de rodillas. Ahora sólo vestía el jubón y las calzas.
Se había visto obligado a desprenderse de la coraza y el casco para poder cruzar a nado los dos últimos vados. Echó la cabeza hacia atrás y miró el cielo oscuro con la boca abierta, tragando aire y agua. A su alrededor, el resto del pelotón de Ordaz se había tumbado en la playa, exhausto.
Oyó el batir de los cascos en la arena. Se volvió para mirar a los jinetes.
—¿Quién vive?
Reconoció la voz de Cortés. Le acompañaba Sandoval.
—Soy Benítez, mi señor.
—Capitán —suplicó Ordaz, con voz ahogada—, capitán, tenemos que ayudar a los demás. Tenemos que volver.
—No hay nada que podamos hacer. Suerte tenéis de estar vivo, como todos nosotros.
Benítez se volvió hacia la calzada. Casi se habían apagado los sonidos del combate. Los indios ya estaban celebrando la victoria. Allí en 1a playa apenas si había ruidos, casi resultaba un lugar apacible. Deseó poder quedarse dormido. Dormir. Algo parecido a la muerte, a una huida.
Esperaron a los rezagados. Primero aparecieron unos pocos tlaxcaltecas, cubiertos de sangre de pies a cabeza. Uno cayó muerto en cuanto salió del agua.
Al cabo de un rato, llegó Alvarado, solo y a pie.
—¡Mi señor!
—¿Pedro?
Alvarado tenía un aspecto horrible, con los ojos hundidos, el rostro y la cabeza cubiertos de fango, el jubón tinto en sangre. En cuanto vio a sus compatriotas, cayó de rodillas y se echó a llorar.
Benítez y Ordaz corrieron a ayudarle.
—¿Dónde están los demás? —preguntó Cortés, desde la silla.
—Muertos —contestó Alvarado.
—No puede ser que estén todos muertos —protestó Sandoval—. Hay que ir a buscarlos.
—No queda nadie vivo —afirmó Alvarado, sollozando—. Ahora debemos preocupamos de salvar nuestras vidas. No podemos hacer nada más.
El último rezagado salió del agua. Era el caballo de Benítez, con una tremenda herida en el costado. El animal avanzó unos pasos antes de caer muerto.
—Bien —comentó Cortés—. ¡Al menos tendremos carne para la cena!

 

Sólo Sandoval y el grupo de vanguardia habían llegado a Popoda sin sufrir bajas. El resto del ejército se había perdido en la calzada Unos pocos afortunados habían conseguido abrirse paso. Muy pocos.
Cortés se encontraba ahora sentado a la sombra de un árbol, con los hombros encorvados. El capitán general lloraba. Nadie se atrevía a acerarse. ni siquiera La Malinche.

 

La muchacha se mantuvo apartada, intentando controlar los temblores. Aún sentía la fuerza de las manos que apretaban sus carnes, y la arrastraban por las piedras hacia la canoa. De pronto, notó un dolor agudo en el vientre y algo húmedo que le corría por la parte interior de los muslos. El bebé.
—¿Por qué no vienen a por nosotros?
La Malinche levantó la cabeza. Era Benítez. Había perdido el casco en el combate, y la sangre y la lluvia le apelmazaron el pelo y la barba.
—Esta noche no nos atacarán —respondió, sorprendida al escuchar que su voz sonaba fuerte y clara.
—¿Por qué no? Estamos a su merced. Podrían rematarnos.
«Le atormenta —pensó La Malinche—. Es como si deseara que los mexicas se echasen sobre nosotros». Sin duda, creía que era el deber de un buen comandante español. O quizá sabía que no tenían salvación y deseaba acabar cuanto antes.
—Tienen muchos cautivos para ofrecerle a Colibrí —le explicó La Malinche—. Los guerreros que consiguieron hacer cautivos tienen que cumplir con el ayuno ritual y llevar a sus prisioneros al altar para que los sacrifiquen. Si Colibrí no recibe esta noche las ofrendas debidas, no importa lo bien que luchen mañana, porque no ganarán. Pero si honran a su dios, entonces nos derrotarán por mucho que hagamos, o por rápido que corramos. Eso es lo que creen.
La Malinche miró a Cortés. Ahora se había puesto de rodillas, tiritando de frío, y pasaba las cuentas del rosario mientras rezaba a la Virgen. Pero en realidad parecía estar más allá de la salvación. Se le veía aplastado. La muchacha no podía soportar el espectáculo de ver a su dios destrozado.
No era más que un hombre, un ser hecho de barro lo mismo que ella, como todos los demás.
Buscó protección debajo de las ramas de una ceiba muy vieja. Se apoyó en el tronco, puso la cabeza sobre las rodillas, y se quedó dormida.
La princesa azteca
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