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BENÍTEZ luchó con su captor hasta hacerle caer al suelo, pero mientras intentaba levantarse descubrió que no podía mover los brazos. Volvió a chillar, dominado por el terror y la rabia, al comprender que le habían echado una red encima. Estaba indefenso.
De pronto oyó gritos y el sonido del acero partiendo un escudo de madera. Un soldado español había cargado contra los naturales con la pica, obligándolos a dispersarse. El piquero utilizó el mango del arma para derribar al atacante de Benítez, y después se volvió para mantener a raya a los demás.
Era Norte. Torpe e inexperto en el uso de la pica, se había valido de su agilidad y de la violencia de la carga para desconcertar a los indios. Su acción le concedió a Benítez un momento de gracia, el tiempo suficiente para quitarse la red de encima, levantarse y recuperar la espada. Pero ahora estaban rodeados una vez más por un mar rojiblanco. Benítez retrocedió hasta quedar espalda con espalda con Norte. Dos otomíes se adelantaron.

 

Cinco indios yacían a sus pies, muertos o tan malheridos que no podían continuar la lucha. Benítez se preguntó cuánto tiempo más podrían resistir él y Norte. No veía a ninguno de sus camaradas. Quizás el resto de la caballería ya había muerto o había sido capturada. Si Cortés había muerto, no tardarían en seguirle.
Oyó el grito de Norte y a continuación cómo caía a tierra.
Benítez acabó con su contrincante y se giró. Un otomí intentaba llevarse a Norte. Convencido de que había acabado su participación en el combate, no estaba preparado para otro ataque. El español le clavó la espada en el pecho, y después retrocedió, para situarse con las piernas abiertas sobe el cuerpo de Norte, dispuesto a defenderle.
El otomí, herido de muerte, dejó que otros se le enfrentaran.

 

Fue Sandoval el primero en llegar hasta él, abriéndose paso entre los indios, escoltado por un grupo de piqueros. Se inclinó desde la montura para tenderle una mano y ayudarle a montar en la grupa.
Benítez apartó la mano de Sandoval y mantuvo su posición. El renegado le había salvado la vida. Ahora estaba dispuesto a morir antes de abandonar sin él, vivo o muerto.
«Como hubiera hecho cualquier buen indio», pensó, y el pensamiento le hizo soltar una carcajada.

 

El sol desapareció detrás de las montañas y una luz grisácea se extendió por el valle. Los hombres regresaban cojeando del campo de batalla, apoyados en los hombros de los camaradas; otros, agotados, permanecían sentados, con la cabeza apoyada en las rodillas. Los cuerpos de los muertos y moribundos se amontonaban delante de las culebrinas de Mesa. El olor acre de la pólvora lo impregnaba todo.
La Malinche miró al muchacho que había atravesado con la pica. Yacía boca arriba junto a la culebrina. Escuchó sus últimos estertores. Deseó que alguno de los soldados pusiera fin a su agonía, pero todos estaban muy ocupados con sus propias heridas y las de sus camaradas como para preocuparse por los sufrimientos de un indio.
—Tenéis que confesaros —dijo una voz detrás de la joven. Era Aguilar, que seguía con el libro de horas aferrado contra el pecho. Tenía el pelo grasiento pegado al cráneo por el sudor.
La muchacha miró al hermano con una expresión de incredulidad.
—Habéis cometido el pecado mortal del asesinato —añadió Aguilar.
La Malinche intentó comprender las palabras del hermano, pero le fue imposible. ¿Cómo podía ser malo matar a tu enemigo en el combate?
—Debemos rezar por la salvación de vuestra alma —insistió Aguilar cogiéndola por el brazo-»—. Matar es un pecado.
—Mirad a vuestro alrededor, Aguilar.
—Los soldados de Cortés tienen una dispensa especial del papa. Lo que hacen, lo hacen en nombre de Cristo.
Ella le volvió la espalda y se alejó. Aguilar estaba loco. Hablaba con acertijos.
—¡Tenéis que pedirle perdón a Dios! —le gritó el español.
Guzmán, harto de escuchar los estertores del indio tumbado junto a la culebrina, lo remató de un espadazo. El hermano Aguilar bendijo d cadáver con la señal de la cruz.
La princesa azteca
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