81

 

LA locura desapareció en algún momento de la noche y Flor de Lluvia durmió beatíficamente durante unas horas. Cuando abrió los ojos, momentos antes de la madrugada, vio a Benítez que roncaba a su lado, con la cabeza apoyada en el brazo. Se inclinó sobre él y le dio un beso en la frente.
Notó la presencia de alguien más en la habitación. Al volverse, se encontró con La Malinche, con el rostro iluminado por la luz de la vela. Estaba de rodillas en la estera, con un trozo de tela en la mano y un cántaro con agua sujeto entre las rodillas.
—Hermanita.
—Madrecita.
—Ya ha pasado todo —dijo La Malinche, acariciándole el pelo.
—¿Fue muy malo?
—No sabíamos cuánto habías comido.
—Sólo una cucharada —respondió Flor de Lluvia—. Entonces, perdí el coraje. ¿Has estado aquí toda la noche?
—Sí, con tu señor peludo.
Flor de Lluvia le tendió una mano. «Mi Malinalli, has sido mi madre, mi hermana, y mi mejor amiga. Pero te he perdido a manos de Cortés, y muy pronto me odiarás por lo que debo hacer», pensó.
—Ahora ya estoy bien —dijo—. ¿No tendrías que volver al dormitorio de tu señor?
La Malinche se encogió de hombros.
—Estos días no me necesita —comentó, al tiempo que se acariciaba el vientre hinchado—. Creo que mi nueva silueta le disgusta. ¿Los sueños descorrieron la cortina, hermanita? ¿Viste el futuro?
Flor de Lluvia recordó los templos encantados, una vez más vio a los

 

españoles con las armaduras repitiendo la matanza de Cholula, los colores de la sangre y los pendones más brillantes que nunca.
—Espero que no. Confío en que aquello no fuera el futuro.

 

Los Guerreros Jaguares acechaban en las paredes pintadas de gris y las sombras de los centinelas parecían bailar en las largas sombras proyectadas por las antorchas. La hora del alba, la última guardia de la noche, cuando los hombres heridos entregaban su alma a la oscuridad y los bebés nacían muertos. La Malinche recorría a paso rápido el pasillo que conducía a sus aposentos, ansiosa por sentir el calor del cuerpo de Cortés.
No vio de dónde salió Jaramillo, pero de pronto se lo encontró allí, como una sombra a su lado. Soltó una exclamación de sorpresa. El rostro marcado por la viruela parecía mucho más siniestro a la luz de las antorchas.
—Os ruego que me disculpéis, mi señora. No pretendía asustaros.
—¿Qué queréis? —replicó la muchacha, furiosa.
—Es muy tarde para estar paseando por el palacio.
A La Malinche no le gustó nada la forma cómo 1a miraba. Estaba borracho. El olor a vino cubano de su aliento resultaba insoportable. Reanudó la marcha, pero él la siguió.
—Una mujer tan hermosa como vos no tendría que estar levantada a estas horas. Tendríais que estar en la cama de vuestro capitán.
La Malinche no le hizo caso y siguió su camino.
—El comandante es un hombre de suerte —comentó Jaramillo—. Tener a dos hermosas mujeres para pasar las noches.
La muchacha se detuvo bruscamente.
—Claro está que vos ya sabéis lo de doña Ana, ¿verdad, mi señora?
La Malinche le miró con los ojos bien abiertos. El hombre sonreía.
—Una vez más, os pido perdón. Estaba seguro de que lo sabíais. Buenas noches, doña Marina —añadió Jaramillo, y se alejó.
Ella echó a correr, con el corazón en un puño. Subió las escaleras hasta los aposentos, pasó junto a los centinelas, apartó las cortinas con las campanillas.
El resplandor de una vela brillaba en una copa de plata. Dos cuerpos estaban tendidos sobre la estera. Vio la hermosa espalda cobriza de la princesa, el pelo largo desparramado sobre el pecho del hombre, la mano de la mujer entre los muslos.
Se tapó la boca. Creyó que vomitaría. «Cálmate —se dijo—. Está en la naturaleza de los reyes tener grandes apetitos y muchas concubinas. No puedes hacer nada al respecto. Si le despiertas, y te comportas como la mujer celosa, no conseguirás nada. Compórtate con inteligencia y espeta tu momento.»
Volvió a mirar a los amantes. «Como estoy hinchada y fea por nuestro hijo ya no me quiere. Esto cambiará. Todavía tengo al hijo de México en la barriga.»
Encontró una cama en otra de las habitaciones y se acostó en silencio, contemplado cómo la luz de la aurora entraba en el cuarto, silenciosa como un ladrón. «No lloraré —se prometió—. Aunque lo amo, siempre he sabido que no nací para ser feliz, no de esa manera. ¿Por qué malgastar las lágrimas en algo que es imposible?»
Sin embargo, se echó a llorar desesperadamente, con unas lágrimas que le quemaban en las mejillas como fuego.
La princesa azteca
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