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LA locura desapareció en algún
momento de la noche y Flor de Lluvia durmió beatíficamente durante
unas horas. Cuando abrió los ojos, momentos antes de la madrugada,
vio a Benítez que roncaba a su lado, con la cabeza apoyada en el
brazo. Se inclinó sobre él y le dio un beso en la frente.
Notó la presencia de alguien más en la
habitación. Al volverse, se encontró con La Malinche, con el rostro
iluminado por la luz de la vela. Estaba de rodillas en la estera,
con un trozo de tela en la mano y un cántaro con agua sujeto entre
las rodillas.
—Hermanita.
—Madrecita.
—Ya ha pasado todo —dijo La Malinche,
acariciándole el pelo.
—¿Fue muy malo?
—No sabíamos cuánto habías comido.
—Sólo una cucharada —respondió Flor de
Lluvia—. Entonces, perdí el coraje. ¿Has estado aquí toda la
noche?
—Sí, con tu señor peludo.
Flor de Lluvia le tendió una mano. «Mi
Malinalli, has sido mi madre, mi hermana, y mi mejor amiga. Pero te
he perdido a manos de Cortés, y muy pronto me odiarás por lo que
debo hacer», pensó.
—Ahora ya estoy bien —dijo—. ¿No tendrías
que volver al dormitorio de tu señor?
La Malinche se encogió de hombros.
—Estos días no me necesita —comentó, al
tiempo que se acariciaba el vientre hinchado—. Creo que mi nueva
silueta le disgusta. ¿Los sueños descorrieron la cortina,
hermanita? ¿Viste el futuro?
Flor de Lluvia recordó los templos
encantados, una vez más vio a los
españoles con las armaduras repitiendo la
matanza de Cholula, los colores de la sangre y los pendones más
brillantes que nunca.
—Espero que no. Confío en que aquello no
fuera el futuro.
Los Guerreros Jaguares acechaban en las
paredes pintadas de gris y las sombras de los centinelas parecían
bailar en las largas sombras proyectadas por las antorchas. La hora
del alba, la última guardia de la noche, cuando los hombres heridos
entregaban su alma a la oscuridad y los bebés nacían muertos. La
Malinche recorría a paso rápido el pasillo que conducía a sus
aposentos, ansiosa por sentir el calor del cuerpo de Cortés.
No vio de dónde salió Jaramillo, pero de
pronto se lo encontró allí, como una sombra a su lado. Soltó una
exclamación de sorpresa. El rostro marcado por la viruela parecía
mucho más siniestro a la luz de las antorchas.
—Os ruego que me disculpéis, mi señora. No
pretendía asustaros.
—¿Qué queréis? —replicó la muchacha,
furiosa.
—Es muy tarde para estar paseando por el
palacio.
A La Malinche no le gustó nada la forma cómo
1a miraba. Estaba borracho. El olor a vino cubano de su aliento
resultaba insoportable. Reanudó la marcha, pero él la siguió.
—Una mujer tan hermosa como vos no tendría
que estar levantada a estas horas. Tendríais que estar en la cama
de vuestro capitán.
La Malinche no le hizo caso y siguió su
camino.
—El comandante es un hombre de suerte
—comentó Jaramillo—. Tener a dos hermosas mujeres para pasar las
noches.
La muchacha se detuvo bruscamente.
—Claro está que vos ya sabéis lo de doña
Ana, ¿verdad, mi señora?
La Malinche le miró con los ojos bien
abiertos. El hombre sonreía.
—Una vez más, os pido perdón. Estaba seguro
de que lo sabíais. Buenas noches, doña Marina —añadió Jaramillo, y
se alejó.
Ella echó a correr, con el corazón en un
puño. Subió las escaleras hasta los aposentos, pasó junto a los
centinelas, apartó las cortinas con las campanillas.
El resplandor de una vela brillaba en una
copa de plata. Dos cuerpos estaban tendidos sobre la estera. Vio la
hermosa espalda cobriza de la princesa, el pelo largo desparramado
sobre el pecho del hombre, la mano de la mujer entre los
muslos.
Se tapó la boca. Creyó que vomitaría.
«Cálmate —se dijo—. Está en la naturaleza de los reyes tener
grandes apetitos y muchas concubinas. No puedes hacer nada al
respecto. Si le despiertas, y te comportas como la mujer celosa, no
conseguirás nada. Compórtate con inteligencia y espeta tu
momento.»
Volvió a mirar a los amantes. «Como estoy
hinchada y fea por nuestro hijo ya no me quiere. Esto cambiará.
Todavía tengo al hijo de México en la barriga.»
Encontró una cama en otra de las
habitaciones y se acostó en silencio, contemplado cómo la luz de la
aurora entraba en el cuarto, silenciosa como un ladrón. «No lloraré
—se prometió—. Aunque lo amo, siempre he sabido que no nací para
ser feliz, no de esa manera. ¿Por qué malgastar las lágrimas en
algo que es imposible?»
Sin embargo, se echó a llorar
desesperadamente, con unas lágrimas que le quemaban en las mejillas
como fuego.