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LAS cuatro sambucas estaban
preparadas.
Consistían en un cajón vertical hecho de
tablas, montado sobre ruedas, con mirillas para acomodar a una
veintena larga de arcabuceros y ballesteros. Se movían empujadas
por los hombres que iban en el interior.
Benítez oyó el estrépito de la puerta
principal cuando se abría, y les gritó a sus hombres que empujaran.
La gran fortaleza de madera se movió lentamente.
Oyó los gritos y los aullidos de los
mexicas, seguidos por los estampidos secos de la primera descarga
de los arcabuceros. Se sumó al esfuerzo de los demás para empujar
la sambuca a través de la plaza. Las piedras se estrellaban contra
los laterales y el techo, mientras las flechas se clavaban en la
madera con un golpe sordo.
El templo estaba a menos de cien pasos.
«Bien podía estar a cien leguas», pensó Benítez.
Benítez siguió a Cortés que subía las
escaleras del templo de dos en dos. Oyó el ruido de las maderas
cuando la última de las tortugas se derrumbó, destrozada por la
incesante lluvia de piedras lanzadas desde los tejados. Ahora no
había tiempo para preguntarse cómo podrían regresar al palacio.
Debía seguir a Cortés, quemar el templo, cumplir con su deber. Si
hoy le tocaba morir, que así fuera.
Miró hacia lo alto de la pirámide; uno de
los sacerdotes empujaba troncos en llamas escaleras abajo. Unos
cuantos hombres resultaron aplastados por los troncos y muchos más,
en sus intentos desesperados por evitar los proyectiles«cayeron
rodando y acabaron partiéndose la cabeza contra el patio. Benítez
siguió subiendo.
El capitán general ya estaba en la cumbre.
Cuando Benítez se unió a él, ya había dos sacerdotes muertos a sus
pies. Aparecieron algunos de los soldados de Ordaz, que se ocuparon
de derribar los ídolos y arrojarlos por los costados de la
pirámide.
Benítez entró en el templo con una antorcha
en la mano.
Los rostros de los cinco españoles
capturados durante la primera salida de Ordaz colgaban en las
paredes como máscaras barbudas. Los mexicas habían curtido las
pieles y luego las habían pintado con mucho arte para que dieran la
impresión de estar vivas. La única excepción eran los trozos de
jade que reemplazaban los ojos arrancados.
Benítez reconoció dos de las cabezas. Las de
Flores y Guzmán.
«Bienvenido —les oyó decir—. Te esperábamos
para que te unieras a nosotros en el infierno.»
Xipe Tótec, el Desollado, dios de las
cosechas, le observaba desde la oscuridad, junto al gran pozo donde
arrojaban los restos de sus sacrificados, sin duda el lugar donde
ahora se pudrían Flores y Guzmán.
En el exterior sonaron gritos, alaridos, el
ruido del acero. Pero Benítez se sintió poseído por una extraña
calma.
«Es aquí donde todo termina —susurró
Flores—. Las ambiciones y la codicia. Este es el final de todos los
apetitos. Este es el último capítulo de la carne.»
«Ya puedes soñar con riquezas, deliciosos
vinos, bellas mujeres y montañas de joyas —añadió Guzmán—:—, que
aquí es donde acaba el camino.»
Oyó un jadeo a sus espaldas. Se volvió. Era
Norte, con sangre en el pelo y en la espada, que acababa de entrar
en el templo.
—Vuestros amigos —dijo Benítez—. ¿Recordáis
lo que os hicieron?
Norte arrancó las cabezas de las lanzas y
las arrojó al pozo, oscuro, vacío, sin eco. Las entrañas de la
tierra. No había regreso desde sus profundidades.
Cortés apareció en la entrada, cogió una de
las antorchas sujetas a la pared y acercó la llama a la paja seca
de la techumbre.
—¡Salid de aquí! —ordenó—. ¡Debemos regresar
al palacio!
La paja se encendió rápidamente con un
rugido tremendo, llenando el interior con un humo negro. Benítez y
Norte salieron corriendo, casi ahogados. En cuestión de segundos,
el templo ardía por los cuatro costados.
Quizás ahora los mexicas cederían.