105

 

COYOACÁN
El lugar del Lobo

 

Amarraron a Cuauhtémoc al potro de tortura, y le untaron los pies con aceite. Cuando acercaron el hierro candente, escuchó cómo se quemaba la piel. El hedor de carne chamuscada le produjo náuseas. Pero el mexica permaneció callado.
»El único consuelo en todo esto —pensó La Malinche— es que Cortes no lo ha ordenado ni lo aprueba. Al menos, mi señor ha intentado mantener su palabra. Pero el olor de la carne quemada...»
Alderete se acarició la barba. Tenía el rostro largo y delgado, y una expresión solemne como la de un sacerdote. Había pedido su presencia ante la posibilidad de que Cuauhtémoc confesara dónde tenían oculto el tesoro. Le hizo un gesto al verdugo, que echó un poco más de aceite en los pies de la víctima y cogió el hierro del brasero.
—Preguntadle una vez más si ahora recuerda con más claridad qué pasó con el oro perdido en la Noche Triste —dijo Alderete.
Unas diminutas llamas azules lamieron las plantas de los pies del pobre mexica cuando se encendió el aceite. El sudor corrió por su cara y se le arqueó el pecho. Los ojos parecían salirse de las órbitas y los músculos se tensaron como cuerdas por el esfuerzo de dominar el dolor. Se oyó un gorgoteo en el fondo de su pecho, un sonido que La Malinche había escuchado muchas veces desde aquel día en Ceutla, el sonido que hace un hombre cuando entrega su espíritu y devora la tierra. Pero él aún no estaba listo para reunirse con la sombra. La muerte nunca era tan bondadosa.
Repitió la pregunta de Alderete y Cuauhtémoc volvió la cabeza para mirarla con una expresión de odio y sufrimiento.
—Dile que ojalá a su mujer le salgan dientes en la cueva del amor y que sus hijos se ahoguen en mierda de perro.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Alderete.
La Malinche mantuvo la mirada baja como si estuviera abstraída en la contemplación del suelo del calabozo. A pesar de todo lo que había visto en los últimos tres años, la visión de la carne quemada era algo que le resultaba difícil de soportar.
—Jura su inocencia e implora a la Virgen para que interceda en su favor —contestó.
Cristóbal de Ojeda, el cirujano, examinó las heridas de los pies. La piel requemada colgaba a tiras, como la corteza, dejando al descubierto los huesos. Ojeda miró a Alderete y cabeceó. El tesorero del rey se mordió el labio inferior. Le importaba muy poco que un indio no pudiera volver a caminar, pero estaba bajo la protección de Hernán Cortés.
La Malinche levantó la cabeza y vio que el mexica la miraba.
—Has traicionado a tu gente —susurró Cuauhtémoc.
Ella evitó la mirada.
—Tú no eres mi gente.
—¿Qué eres entonces? ¿Española? ¿Te tratarán como a uno de ellos?
—¿Qué está diciendo? —intervino Alderete—. ¿Confiesa?
—Ha vuelto a decir que todo lo que quedaba de nuestro tesoro fue lo que encontraron en la canoa real. El resto se perdió en el fango de Texcoco, cuando se cayó de la calzada durante la Noche Triste. Pregunta por qué continuáis torturándolo cuando ha respondido a todas las preguntas lo mejor que ha podido.
—No soy una persona carente de compasión. Si los hombres dijeran la verdad sin tener que insistir tanto, no habría necesidad de hacer esto.
La Malinche desvió la mirada para no tener que ver cómo Alderete continuaba con la búsqueda de la verdad. Las antorchas proyectaban unas sombras horribles en los muros de la celda. ¿Por qué Cuauhtémoc no quería decírselo? Después de todo, ¿a los mexicas que más les daba? Dio gracias a Dios, porque su señor no tuviera nada que ver en todo aquello, que incluso hubiera intentado evitarlo.
«Este no es el mundo que me imaginé que traería la Serpiente Emplumada, el mágico reino de Tollan con el que soñaba de niña.»

 

«¿Qué nos ha pasado desde Otumba? —se preguntó La Malinche mientras cruzaba la plaza a paso rápido—. Si aquel día hubiera acabado de otra manera, ahora no llevaría un vestido de encaje negro, con una mantilla cubriéndome la cabeza y con un abanico de madreperla. No sería la consorte del hombre más poderoso de Nueva España. Claro que tampoco tendría que escuchar los alaridos de los torturados, ni ver en mis sueños cómo mi señor Cortés se derrumba y se convierte en polvo.»
Las paredes encaladas del palacio de Coyoacán se alzaban al otro lado de la plaza. Era una superficie de primera para los mensajes en los muros. Alguien había escrito, con pintura negra:

 

MÁS FUERON CONQUISTADOS POR CORTÉS QUE POR MÉXICO.

 

Desde luego. Incluso los héroes de Otumba se habían alzado por el tema del reparto del botín de su sagrada expedición. Culpaban a Mejías, el tesorero, quien a su vez acusaba a Cortés. Corrían rumores de que el capitán se había quedado con un segundo quinto, que se había hecho con numerosas joyas de oro que iban enviarse al Rey en nombre de todos.
Cortés, por su parte, proclamaba que era culpa de Cuauhtémoc. que el mexica había ocultado la mayor parte del tesoro. Juraba que todo se había hecho de acuerdo con la ley, que en ningún momento había obrado incorrectamente. Pero vivía en un palacio, comía en vajilla de oro, y tenía una legión de sirvientes. En cambio, los hombres debían conformarse con una cantidad que sólo servía para comprar una espada nueva o una ballesta. ¿Por qué los hombres no iban a preguntarse si era justo?
En cuanto a Tenochtitlan, las aves carroñeras continuaban volando sobre las ruinas cuando comenzaron la reconstrucción. Cuauhtémoc se vio obligado a llamar a su gente para que regresara a la capital y se ocupara de enterrar a los muertos. Muy pronto comenzaron las obras de la nueva catedral, que se alzaría en el lugar ocupado por el Templo Mayor. En los jardines y el aviario de Moctezuma edificaban un monasterio franciscano y Cortés se estaba construyendo un nuevo palacio sobre las ruinas del que había ocupado el emperador, utilizando miles de cedros de los bosques cercanos. Incluso rellenaban los canales con los escombros, para impedir que cualquier nuevo conquistador aislara la nueva capital como había hecho Cortés con la anterior. Los indios trabajaban de sol a sol, cargando piedras y tierra, estimulados por los latigazos de sus nuevos amos. El hambre y las enfermedades los exterminaban a miles.
Mientras tanto, los sacerdotes habían ordenado que quemaran todos los códices y destruyeran las estatuas a martillazos. Aguilar se había tomado muy a pecho esta responsabilidad.
Si a Quetzalcóatl se le ocurriera ahora regresar al valle no lo reconocería.
Cortés estaba en su escritorio, redactando una carta. Vestía un traje de seda negra y encaje blanco. Un collar de oro, grueso como un dedo, le rodeaba el cuello, y en un mano relucía una esmeralda del tamaño de un huevo. Le rodeaba su séquito: el secretario, el tesorero, el mayordomo, los ujieres. Centinelas armados custodiaban las puertas, y los sirvientes indios esperaban atentos para satisfacer sus caprichos. Los maceros le precedían allí donde iba, y cuando salía a la calle se exigía a los naturales que se prosternaran a su paso, como habían hecho antaño con Moctezuma. Incluso los españoles se dirigían a él otorgándole el título de adelantado.
La Malinche entró en la habitación. Cortés despidió a su séquito con un gesto. Se quedaron a solas, excepto los sirvientes que permanecían mudos en el fondo.
—Debo entender, ya que estáis aquí, que Alderete ha concluido con el interrogatorio.
—Así es, mi señor —respondió la joven—. Ahora mismo le están vendando los pies a Cuauhtémoc.
—¿Respondió a las preguntas del señor a su entera satisfacción?
—Le dio la misma respuesta que os dio a vos, mi señor.
El conquistador frunció el entrecejo.
—Le dije que era inútil. No quiso escucharme. Qué puedo hacer. Estoy cansado de luchar contra su codicia. Allá ellos con sus ambiciones. Dios decidirá si es justo.
—Le disteis vuestra palabra a Cuauhtémoc. Le asegurasteis que estaba bajo vuestra protección.
Cortés la miró, con las cejas enarcadas y un gesto adusto.
—¿Mi señora?
—Cuando me marchaba, escuché a uno de los guardias comentar que fuisteis vos y no Alderete quien dio la orden de torturarle.
El capitán general permaneció en silencio durante unos minutos.
—¿Tenéis la intención de interrogarme sobre este asunto?
—Sólo quiero que me digáis la verdad.
—Ya os he dicho la verdad. Fue una decisión de Alderete, no mía. Dejemos este asunto tal como está.
—¡Le disteis vuestra palabra a Cuauhtémoc!
Cortés dejó la pluma y se levantó. Se dirigió a la ventana con las manos cruzadas detrás de la espalda.
—¡Os estáis poniendo pesada! —comentó.
—¿Es eso o es que ya no soy de utilidad para vos?
Cortés se volvió. Sus ojos eran grises y fríos como el invierna
—Os veo muy interesada en interrogarme. Os contestaré de esta manera: ¿De verdad creéis que alguien débil podría haber conquistado México?
—Entonces, ¿disteis la orden de torturarlo?
El conquistador la observó fijamente. La Malinche descubrió que su mirada era la misma que había visto en el rostro del chiquillo en Cempoallan, el que habían encontrado al pie de las escaleras del templo con el corazón arrancado. Era la misma expresión: fría y vacía. El dios había desaparecido. Ahora sólo quedaba el hombre con todo el orgullo, la vanidad y la ambición.
—Aquella noche me salvasteis —dijo la mujer—. Cuando los mexicas me arrastraban hacia las canoas. ¿Lo hicisteis porque me amabais, o porque con una mujer en la grupa teníais la excusa para no acudir en ayuda de vuestros hombres?
Cortés se movió con una celeridad sorprendente. La derribó de una bofetada. La Malinche le miró desde el suelo.
—¡Habéis conseguido lo que queríais! —afirmó Cortés, colérico.
—¿Mi señor?
—Queríais ser la consorte de un rey. Eso lo tenéis. No tendréis que regresar a una aldea miserable para ser otra vez una esclava. Os lo evité. ¡Así que no os atreváis a insultarme por mis pesares!
—Os amaba.
—¿Amarme? ¿Qué sabe del amor una salvaje? Ni siquiera eres de la fe. Unas pocas gotas de agua no bastan para enseñarte lo que es ser una dama cristiana.
La Malinche se enjugó la sangre que le corría por los labios.
—Os amé como nunca he querido a nadie.
En el rostro de Cortés asomó el desprecio.
—Amabais lo que podía darte.
—Eso no es cierto, mi señor.
—Mi esposa llegará de Cuba dentro de pocos meses. Confío en que seréis amable con ella de la misma manera que lo soy con vos —dijo. Dio media vuelta y se marchó.
La Malinche se quedó sola en la habitación. Sola, excepto los sirvientes indios. Sus rostros reflejaban claramente el placer que experimentaban. Mirad cómo sufre la puta.
La muchacha se llevó las manos al vientre y notó los movimientos del bebé. Su primer hijo, el regalo que tanto deseaba darle, había nacido muerto, en Tlaxcala. Se preguntó cómo sería el trono para este nuevo hijo.
—Te equivocas, mi señor —afirmó en voz alta, hablándole a la habitación, a la puerta cerrada—. Te equivocas. Te amaba. Siempre te he amado.
Su vida había sido como un fulgurante cometa que surcaba el cielo para llevar portentos y desgracias a los hombres. Todo había acabado. Ahora le tocaba caer por el frío y silencioso espacio durante el resto de su vida, y más allá. Si él no la quería ya no le quedaba nada.
Lo maldijo de rodillas en el suelo. Lo maldijo a él y al niño en su vientre.
Para no olvidarse de nada, también maldijo a México.
La princesa azteca
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