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COYOACÁN
El lugar del
Lobo
Amarraron a Cuauhtémoc al potro de tortura,
y le untaron los pies con aceite. Cuando acercaron el hierro
candente, escuchó cómo se quemaba la piel. El hedor de carne
chamuscada le produjo náuseas. Pero el mexica permaneció
callado.
»El único consuelo en todo esto —pensó La
Malinche— es que Cortes no lo ha ordenado ni lo aprueba. Al menos,
mi señor ha intentado mantener su palabra. Pero el olor de la carne
quemada...»
Alderete se acarició la barba. Tenía el
rostro largo y delgado, y una expresión solemne como la de un
sacerdote. Había pedido su presencia ante la posibilidad de que
Cuauhtémoc confesara dónde tenían oculto el tesoro. Le hizo un
gesto al verdugo, que echó un poco más de aceite en los pies de la
víctima y cogió el hierro del brasero.
—Preguntadle una vez más si ahora recuerda
con más claridad qué pasó con el oro perdido en la Noche Triste
—dijo Alderete.
Unas diminutas llamas azules lamieron las
plantas de los pies del pobre mexica cuando se encendió el aceite.
El sudor corrió por su cara y se le arqueó el pecho. Los ojos
parecían salirse de las órbitas y los músculos se tensaron como
cuerdas por el esfuerzo de dominar el dolor. Se oyó un gorgoteo en
el fondo de su pecho, un sonido que La Malinche había escuchado
muchas veces desde aquel día en Ceutla, el sonido que hace un
hombre cuando entrega su espíritu y devora la tierra. Pero él aún
no estaba listo para reunirse con la sombra. La muerte nunca era
tan bondadosa.
Repitió la pregunta de Alderete y Cuauhtémoc
volvió la cabeza para mirarla con una expresión de odio y
sufrimiento.
—Dile que ojalá a su mujer le salgan dientes
en la cueva del amor y que sus hijos se ahoguen en mierda de
perro.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Alderete.
La Malinche mantuvo la mirada baja como si
estuviera abstraída en la contemplación del suelo del calabozo. A
pesar de todo lo que había visto en los últimos tres años, la
visión de la carne quemada era algo que le resultaba difícil de
soportar.
—Jura su inocencia e implora a la Virgen
para que interceda en su favor —contestó.
Cristóbal de Ojeda, el cirujano, examinó las
heridas de los pies. La piel requemada colgaba a tiras, como la
corteza, dejando al descubierto los huesos. Ojeda miró a Alderete y
cabeceó. El tesorero del rey se mordió el labio inferior. Le
importaba muy poco que un indio no pudiera volver a caminar, pero
estaba bajo la protección de Hernán Cortés.
La Malinche levantó la cabeza y vio que el
mexica la miraba.
—Has traicionado a tu gente —susurró
Cuauhtémoc.
Ella evitó la mirada.
—Tú no eres mi gente.
—¿Qué eres entonces? ¿Española? ¿Te tratarán
como a uno de ellos?
—¿Qué está diciendo? —intervino Alderete—.
¿Confiesa?
—Ha vuelto a decir que todo lo que quedaba
de nuestro tesoro fue lo que encontraron en la canoa real. El resto
se perdió en el fango de Texcoco, cuando se cayó de la calzada
durante la Noche Triste. Pregunta por qué continuáis torturándolo
cuando ha respondido a todas las preguntas lo mejor que ha
podido.
—No soy una persona carente de compasión. Si
los hombres dijeran la verdad sin tener que insistir tanto, no
habría necesidad de hacer esto.
La Malinche desvió la mirada para no tener
que ver cómo Alderete continuaba con la búsqueda de la verdad. Las
antorchas proyectaban unas sombras horribles en los muros de la
celda. ¿Por qué Cuauhtémoc no quería decírselo? Después de todo, ¿a
los mexicas que más les daba? Dio gracias a Dios, porque su señor
no tuviera nada que ver en todo aquello, que incluso hubiera
intentado evitarlo.
«Este no es el mundo que me imaginé que
traería la Serpiente Emplumada, el mágico reino de Tollan con el
que soñaba de niña.»
«¿Qué nos ha pasado desde Otumba? —se
preguntó La Malinche mientras cruzaba la plaza a paso rápido—. Si
aquel día hubiera acabado de otra manera, ahora no llevaría un
vestido de encaje negro, con una mantilla cubriéndome la cabeza y
con un abanico de madreperla. No sería la consorte del hombre más
poderoso de Nueva España. Claro que tampoco tendría que escuchar
los alaridos de los torturados, ni ver en mis sueños cómo mi señor
Cortés se derrumba y se convierte en polvo.»
Las paredes encaladas del palacio de
Coyoacán se alzaban al otro lado de la plaza. Era una superficie de
primera para los mensajes en los muros. Alguien había escrito, con
pintura negra:
MÁS FUERON CONQUISTADOS POR CORTÉS QUE POR
MÉXICO.
Desde luego. Incluso los héroes de Otumba se
habían alzado por el tema del reparto del botín de su sagrada
expedición. Culpaban a Mejías, el tesorero, quien a su vez acusaba
a Cortés. Corrían rumores de que el capitán se había quedado con un
segundo quinto, que se había hecho con numerosas joyas de oro que
iban enviarse al Rey en nombre de todos.
Cortés, por su parte, proclamaba que era
culpa de Cuauhtémoc. que el mexica había ocultado la mayor parte
del tesoro. Juraba que todo se había hecho de acuerdo con la ley,
que en ningún momento había obrado incorrectamente. Pero vivía en
un palacio, comía en vajilla de oro, y tenía una legión de
sirvientes. En cambio, los hombres debían conformarse con una
cantidad que sólo servía para comprar una espada nueva o una
ballesta. ¿Por qué los hombres no iban a preguntarse si era
justo?
En cuanto a Tenochtitlan, las aves
carroñeras continuaban volando sobre las ruinas cuando comenzaron
la reconstrucción. Cuauhtémoc se vio obligado a llamar a su gente
para que regresara a la capital y se ocupara de enterrar a los
muertos. Muy pronto comenzaron las obras de la nueva catedral, que
se alzaría en el lugar ocupado por el Templo Mayor. En los jardines
y el aviario de Moctezuma edificaban un monasterio franciscano y
Cortés se estaba construyendo un nuevo palacio sobre las ruinas del
que había ocupado el emperador, utilizando miles de cedros de los
bosques cercanos. Incluso rellenaban los canales con los escombros,
para impedir que cualquier nuevo conquistador aislara la nueva
capital como había hecho Cortés con la anterior. Los indios
trabajaban de sol a sol, cargando piedras y tierra, estimulados por
los latigazos de sus nuevos amos. El hambre y las enfermedades los
exterminaban a miles.
Mientras tanto, los sacerdotes habían
ordenado que quemaran todos los códices y destruyeran las estatuas
a martillazos. Aguilar se había tomado muy a pecho esta
responsabilidad.
Si a Quetzalcóatl se le ocurriera ahora
regresar al valle no lo reconocería.
Cortés estaba en su escritorio, redactando
una carta. Vestía un traje de seda negra y encaje blanco. Un collar
de oro, grueso como un dedo, le rodeaba el cuello, y en un mano
relucía una esmeralda del tamaño de un huevo. Le rodeaba su
séquito: el secretario, el tesorero, el mayordomo, los ujieres.
Centinelas armados custodiaban las puertas, y los sirvientes indios
esperaban atentos para satisfacer sus caprichos. Los maceros le
precedían allí donde iba, y cuando salía a la calle se exigía a los
naturales que se prosternaran a su paso, como habían hecho antaño
con Moctezuma. Incluso los españoles se dirigían a él otorgándole
el título de adelantado.
La Malinche entró en la habitación. Cortés
despidió a su séquito con un gesto. Se quedaron a solas, excepto
los sirvientes que permanecían mudos en el fondo.
—Debo entender, ya que estáis aquí, que
Alderete ha concluido con el interrogatorio.
—Así es, mi señor —respondió la joven—.
Ahora mismo le están vendando los pies a Cuauhtémoc.
—¿Respondió a las preguntas del señor a su
entera satisfacción?
—Le dio la misma respuesta que os dio a vos,
mi señor.
El conquistador frunció el entrecejo.
—Le dije que era inútil. No quiso
escucharme. Qué puedo hacer. Estoy cansado de luchar contra su
codicia. Allá ellos con sus ambiciones. Dios decidirá si es
justo.
—Le disteis vuestra palabra a Cuauhtémoc. Le
asegurasteis que estaba bajo vuestra protección.
Cortés la miró, con las cejas enarcadas y un
gesto adusto.
—¿Mi señora?
—Cuando me marchaba, escuché a uno de los
guardias comentar que fuisteis vos y no Alderete quien dio la orden
de torturarle.
El capitán general permaneció en silencio
durante unos minutos.
—¿Tenéis la intención de interrogarme sobre
este asunto?
—Sólo quiero que me digáis la verdad.
—Ya os he dicho la verdad. Fue una decisión
de Alderete, no mía. Dejemos este asunto tal como está.
—¡Le disteis vuestra palabra a
Cuauhtémoc!
Cortés dejó la pluma y se levantó. Se
dirigió a la ventana con las manos cruzadas detrás de la
espalda.
—¡Os estáis poniendo pesada! —comentó.
—¿Es eso o es que ya no soy de utilidad para
vos?
Cortés se volvió. Sus ojos eran grises y
fríos como el invierna
—Os veo muy interesada en interrogarme. Os
contestaré de esta manera: ¿De verdad creéis que alguien débil
podría haber conquistado México?
—Entonces, ¿disteis la orden de
torturarlo?
El conquistador la observó fijamente. La
Malinche descubrió que su mirada era la misma que había visto en el
rostro del chiquillo en Cempoallan, el que habían encontrado al pie
de las escaleras del templo con el corazón arrancado. Era la misma
expresión: fría y vacía. El dios había desaparecido. Ahora sólo
quedaba el hombre con todo el orgullo, la vanidad y la
ambición.
—Aquella noche me salvasteis —dijo la
mujer—. Cuando los mexicas me arrastraban hacia las canoas. ¿Lo
hicisteis porque me amabais, o porque con una mujer en la grupa
teníais la excusa para no acudir en ayuda de vuestros
hombres?
Cortés se movió con una celeridad
sorprendente. La derribó de una bofetada. La Malinche le miró desde
el suelo.
—¡Habéis conseguido lo que queríais! —afirmó
Cortés, colérico.
—¿Mi señor?
—Queríais ser la consorte de un rey. Eso lo
tenéis. No tendréis que regresar a una aldea miserable para ser
otra vez una esclava. Os lo evité. ¡Así que no os atreváis a
insultarme por mis pesares!
—Os amaba.
—¿Amarme? ¿Qué sabe del amor una salvaje? Ni
siquiera eres de la fe. Unas pocas gotas de agua no bastan para
enseñarte lo que es ser una dama cristiana.
La Malinche se enjugó la sangre que le
corría por los labios.
—Os amé como nunca he querido a nadie.
En el rostro de Cortés asomó el
desprecio.
—Amabais lo que podía darte.
—Eso no es cierto, mi señor.
—Mi esposa llegará de Cuba dentro de pocos
meses. Confío en que seréis amable con ella de la misma manera que
lo soy con vos —dijo. Dio media vuelta y se marchó.
La Malinche se quedó sola en la habitación.
Sola, excepto los sirvientes indios. Sus rostros reflejaban
claramente el placer que experimentaban. Mirad cómo sufre la
puta.
La muchacha se llevó las manos al vientre y
notó los movimientos del bebé. Su primer hijo, el regalo que tanto
deseaba darle, había nacido muerto, en Tlaxcala. Se preguntó cómo
sería el trono para este nuevo hijo.
—Te equivocas, mi señor —afirmó en voz alta,
hablándole a la habitación, a la puerta cerrada—. Te equivocas. Te
amaba. Siempre te he amado.
Su vida había sido como un fulgurante cometa
que surcaba el cielo para llevar portentos y desgracias a los
hombres. Todo había acabado. Ahora le tocaba caer por el frío y
silencioso espacio durante el resto de su vida, y más allá. Si él
no la quería ya no le quedaba nada.
Lo maldijo de rodillas en el suelo. Lo
maldijo a él y al niño en su vientre.
Para no olvidarse de nada, también maldijo a
México.