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UN silencio siniestro reinaba
en el patio donde se apiñaban casi dos mil guerreros y porteadores
cholutecas, presididos por los caciques y señores de la ciudad.
Cuando acabaron de entrar todos, los soldados españoles cerraron
las puertas.
Los cholutecas miraron en derredor. Vieron
que las negras bocas de las serpientes de hierro les apuntaban,
mientras los españoles armados con los palos de fuego tomaban
posiciones en las escaleras de la pirámide y en lo alto del muro.
El silencio se volvió opresivo.
Cortés apareció montado en su corcel zaino,
escoltado por La Malinche. El capitán general se detuvo a unos
pasos del señor de Aquí y Ahora y del señor de Debajo de la Tierra,
y los miró con expresión feroz. Se dirigió a la muchacha.
—Saludad a estos grandes señores de Cholula
—dijo, con una voz que resonó por todo el patio—. Decidles que son
muy amables al venir a despedirme en esta hermosa mañana. Decidles
también que estoy muy furioso. Vine aquí como un amigo, en son de
paz. No esperaba recibir una hospitalidad tan mísera.
La Malinche tradujo estas palabras al señor
de Aquí y Ahora, que pareció desconsolado al escucharlas.
—¿El señor Malinche no está satisfecho con
el alojamiento que le hemos dado a él y a sus hombres?
—preguntó.
La muchacha repitió las palabras del cacique
mientras intercambiaba una mirada con el comandante que parecía
reclamarle una confirmación. «¿Qué más puedo decirte? —se preguntó
La Malinche—. Todo lo que sabía te lo conté anoche en nuestra
cama.»
—Preguntadle por qué ha intentado hacernos
salir de la ciudad, privándonos de comida.
El cacique pareció asustado cuando escuchó
la pregunta.
—Perdonadnos, pero las órdenes las dio
Moctezuma —tartamudeó- .
¿Qué podíamos hacer?
La Malinche le observó con atención; mentía
con mucho descaro.
—Dice que la orden la dio el gran tlatoani —tradujo.
El corcel del conquistador caracoleó,
nervioso: el repiqueteo dé los arreos de latón sonó como un toque
de alerta. Cortés miró al señor choluteca con una expresión
pétrea.
—Decidle que conocemos sus mentiras.
La Malinche se volvió una vez más hacia los
caciques. Vio a Coyote Furioso que la observaba por encima del
hombro del señor de Debajo de la Tierra.
—Os advertí antes de que entráramos en la
ciudad que mi señor podía leer vuestras mentes además de escuchar
vuestras palabras. Sabe que habéis aceptado el oro de Moctezuma a
cambio de tendernos una trampa cuando abandonemos la ciudad. Está
enterado de las piedras amontonadas en los tejados y de los pozos
de las calles.
—¡Los chismes de mi madre! —gritó Coyote
Furioso, adelantándose—. ¡Son cosas que escuchó en el mercado!
¡Nada de todo eso es verdad!
El señor de Aquí y Ahora y el señor de
Debajo de la Tierra se volvieron, sorprendidos, y luego miraron
otra vez a La Malinche. En sus rostros se veía claramente el
desconcierto.
—Nada de eso es cierto —protestó el señor de
Debajo de la Tierra—. Teníamos miedo. Hay dos mil tlaxcaltecas,
nuestros enemigos ancestrales, acampados a nuestras puertas, y
tenéis a los totonacas dentro de la ciudad. ¿Podéis acusarnos por
adoptar medidas de protección?
La Malinche se preguntó si ése era el
verdadero motivo para la evacuación de las mujeres y los niños de
la ciudad. Quizá, después de todo, no en una traición, sino el
miedo. ¿Podía estar equivocada?
—Moctezuma nos ordenó que os atacáramos
—añadió el cacique—, pero nos negamos. ¿Cómo podíamos atacar a
Serpiente Emplumada en su ciudad?
—¿Qué dicen? —preguntó Cortés.
—Lo niegan todo.
Miró el rostro de Cortés, y vio reflejadas
sus propias dudas. El capitán general respiraba agitado, debatiendo
consigo mismo para tomar la decisión adecuada.
—La culpa es de Moctezuma —gritó el señor de
Aquí y Ahora—. ¡No es nuestra!
«Si se hubiera quedado quieto», pensaría La
Malinche más tarde. Sí se hubiera quedado quieto. Pero cuando vio
la furia en el rostro de Cortés, comprendió que eran ellos los que
estaban atrapados, y no los españoles, dio media vuelta y amagó la
huida.
Cortés desenvainó la espada y la enarboló,
trazando un arco en el aire: la señal convenida para lo que vendría
después.
Algunos de los cholutecas consiguieron
escapar de la sangrienta carnicería provocada por los disparos de
la artillería, los arcabuces y las ballestas, y salieron a la
plaza, donde les esperaban los lanceros. Murieron mientras el resto
de la ciudad se despertaba. En cuanto acabaron, los soldados fueron
casa por casa. Para su sorpresa, no encontraron a ningún ejército
apostado en los tejados, ni nadie que les preparara una
emboscada.
Los cholutecas que salieron al campo se
tropezaron con los tlaxcaltecas, siempre dispuestos a saldar viejas
cuentas con sus enemigos tradicionales.
Mientras tanto, en el patío del templo de la
Serpiente Emplumada, La Malinche contemplaba cómo los españoles
remataban la faena. Los infantes buscaban a los heridos y los
degollaban sin piedad. Buscó a Cortés, pero el comandante se había
marchado.