51

 

UN silencio siniestro reinaba en el patio donde se apiñaban casi dos mil guerreros y porteadores cholutecas, presididos por los caciques y señores de la ciudad. Cuando acabaron de entrar todos, los soldados españoles cerraron las puertas.
Los cholutecas miraron en derredor. Vieron que las negras bocas de las serpientes de hierro les apuntaban, mientras los españoles armados con los palos de fuego tomaban posiciones en las escaleras de la pirámide y en lo alto del muro. El silencio se volvió opresivo.
Cortés apareció montado en su corcel zaino, escoltado por La Malinche. El capitán general se detuvo a unos pasos del señor de Aquí y Ahora y del señor de Debajo de la Tierra, y los miró con expresión feroz. Se dirigió a la muchacha.
—Saludad a estos grandes señores de Cholula —dijo, con una voz que resonó por todo el patio—. Decidles que son muy amables al venir a despedirme en esta hermosa mañana. Decidles también que estoy muy furioso. Vine aquí como un amigo, en son de paz. No esperaba recibir una hospitalidad tan mísera.
La Malinche tradujo estas palabras al señor de Aquí y Ahora, que pareció desconsolado al escucharlas.
—¿El señor Malinche no está satisfecho con el alojamiento que le hemos dado a él y a sus hombres? —preguntó.
La muchacha repitió las palabras del cacique mientras intercambiaba una mirada con el comandante que parecía reclamarle una confirmación. «¿Qué más puedo decirte? —se preguntó La Malinche—. Todo lo que sabía te lo conté anoche en nuestra cama.»
—Preguntadle por qué ha intentado hacernos salir de la ciudad, privándonos de comida.
El cacique pareció asustado cuando escuchó la pregunta.
—Perdonadnos, pero las órdenes las dio Moctezuma —tartamudeó- .
¿Qué podíamos hacer?
La Malinche le observó con atención; mentía con mucho descaro.
—Dice que la orden la dio el gran tlatoani —tradujo.
El corcel del conquistador caracoleó, nervioso: el repiqueteo dé los arreos de latón sonó como un toque de alerta. Cortés miró al señor choluteca con una expresión pétrea.
—Decidle que conocemos sus mentiras.
La Malinche se volvió una vez más hacia los caciques. Vio a Coyote Furioso que la observaba por encima del hombro del señor de Debajo de la Tierra.
—Os advertí antes de que entráramos en la ciudad que mi señor podía leer vuestras mentes además de escuchar vuestras palabras. Sabe que habéis aceptado el oro de Moctezuma a cambio de tendernos una trampa cuando abandonemos la ciudad. Está enterado de las piedras amontonadas en los tejados y de los pozos de las calles.
—¡Los chismes de mi madre! —gritó Coyote Furioso, adelantándose—. ¡Son cosas que escuchó en el mercado! ¡Nada de todo eso es verdad!
El señor de Aquí y Ahora y el señor de Debajo de la Tierra se volvieron, sorprendidos, y luego miraron otra vez a La Malinche. En sus rostros se veía claramente el desconcierto.
—Nada de eso es cierto —protestó el señor de Debajo de la Tierra—. Teníamos miedo. Hay dos mil tlaxcaltecas, nuestros enemigos ancestrales, acampados a nuestras puertas, y tenéis a los totonacas dentro de la ciudad. ¿Podéis acusarnos por adoptar medidas de protección?
La Malinche se preguntó si ése era el verdadero motivo para la evacuación de las mujeres y los niños de la ciudad. Quizá, después de todo, no en una traición, sino el miedo. ¿Podía estar equivocada?
—Moctezuma nos ordenó que os atacáramos —añadió el cacique—, pero nos negamos. ¿Cómo podíamos atacar a Serpiente Emplumada en su ciudad?
—¿Qué dicen? —preguntó Cortés.
—Lo niegan todo.
Miró el rostro de Cortés, y vio reflejadas sus propias dudas. El capitán general respiraba agitado, debatiendo consigo mismo para tomar la decisión adecuada.
—La culpa es de Moctezuma —gritó el señor de Aquí y Ahora—. ¡No es nuestra!
«Si se hubiera quedado quieto», pensaría La Malinche más tarde. Sí se hubiera quedado quieto. Pero cuando vio la furia en el rostro de Cortés, comprendió que eran ellos los que estaban atrapados, y no los españoles, dio media vuelta y amagó la huida.
Cortés desenvainó la espada y la enarboló, trazando un arco en el aire: la señal convenida para lo que vendría después.

 

Algunos de los cholutecas consiguieron escapar de la sangrienta carnicería provocada por los disparos de la artillería, los arcabuces y las ballestas, y salieron a la plaza, donde les esperaban los lanceros. Murieron mientras el resto de la ciudad se despertaba. En cuanto acabaron, los soldados fueron casa por casa. Para su sorpresa, no encontraron a ningún ejército apostado en los tejados, ni nadie que les preparara una emboscada.
Los cholutecas que salieron al campo se tropezaron con los tlaxcaltecas, siempre dispuestos a saldar viejas cuentas con sus enemigos tradicionales.
Mientras tanto, en el patío del templo de la Serpiente Emplumada, La Malinche contemplaba cómo los españoles remataban la faena. Los infantes buscaban a los heridos y los degollaban sin piedad. Buscó a Cortés, pero el comandante se había marchado.
La princesa azteca
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