43

 

FLOR de Lluvia examinó la herida a la luz de la vela. El hedor de la infección le hizo arrugar la nariz cuando redro la venda mugrienta. La lanza tlaxcalteca había penetrado profundamente en el músculo, y los bordes de la herida estaban inflamados. Un humor acuoso manaba del corte. Benítez soltó un gruñido de dolor.
La muchacha había traído un emplasto maloliente de hierbas. Lo aplicó sobre la herida y lo sujetó bien firme con tiras de tela. En cuanto acabó de vendar la herida, miró a Benítez e hizo una cosa que él no se esperaba. Le sonrió.
Flor de Lluvia murmuró unas cuantas palabras MI su idioma, y el hombre le respondió acariciándole el pelo.
«Es tan hermosa cuando te acostumbras al tono cobrizo de la piel.. pensó Benítez. Mucho más hermosa que cualquiera de las mujeres castellanas a las que había cortejado. Claro que él no tenía mucha experiencia en la materia. Sabía que no era lo que las mujeres consideraban un hombre atractivo; era corpulento, de movimientos torpes, con la nariz muy grande y de facciones bastas. No era como Alvarado, o incluso Cortés, quien gozaba de la reputación de cortejar a todas las damitas de Cuba. No, nunca había sido un conquistador, nunca había tenido el poder o la personalidad para compensar las faltas de su apariencia.
De pronto, se sintió sobrecogido por la fuerza de su soledad Aquí está él, a solas con una mujer hermosa, y sin embargo, no podía hablar con ella ni siquiera con las palabras más sencillas. Se preguntó qué estaría pensando. Sin duda en Norte, se dijo un tanto furioso, el amante renegado: Norte con los lóbulos de las orejas desgarrados y el rostro cubierto de tatuajes, Norte que hablaba su idioma y conocía sus costumbres y sus dioses.
Era inútil. No conseguía recuperar la furia que había sentido cuando descubrió la traición. Ahora sólo sentía el dolor de su propia torpeza. Nunca había sido capaz de conservar las cosas bonitas; era culpa suya, no de ella. ¿Y Norte? Resultaba difícil odiar a un hombre cuando había sido tu único compañero en la batalla.
Flor de Lluvia acarició la mejilla de Benítez.
—Querida —susurró el hombre, a sabiendas de que ella no le entendía.
La joven le besó. No fue un beso forzado, o una recompensa. Por cierto que ninguna mujer le había besado nunca de esa manera. «Ten cuidado —le advirtió una voz en su interior—. No te engañes creyendo que podrás enamorarte de una natural. Sencillamente acepta lo que te ofrecen, si puedes.» Esa era la vida del soldado.
La abrazó y la acostó suavemente en la estera.

 

La Hermana Luna cruzaba el cielo, con su vientre ubérrimo. Las sombras que proyectaban las nubes se movían presurosas por el valle. Los teules ocupaban el poblado en la cumbre de la colina, y utilizaban uno de los templos de la Serpiente Emplumada como fortaleza; quizás un presagio.
Ciuacuecuenotzin maldijo en silencio a los hombres búho. Luchar de noche era algo antinatural y carente de honor. También era poco práctico. ¿Cómo podrían ver los guerreros las señales de su general, cómo podrían distinguir entre camaradas y enemigos?
Permaneció junto a Xicoténcatl el Joven, observando las siluetas de los guerreros que avanzaban por la ladera hacia el poblado.
El viento sopló con más fuerza. La Serpiente Emplumada, señor del Viento, les vigilaba. En la distancia se oyó el chistido de un búho, el enviado de Mictlantecuhtli. Otro mal augurio.

 

De pronto fue como si toda la colina se cubriera de luciérnagas. Ciuacuecuenotzin oyó el chasquido de los palos de fuego de los teules y los gritos de pánico y dolor de los guerreros en la oscuridad. ¿Cómo habían descubierto su presencia? ¿Podían ver en la oscuridad? Gritó a sus capitanes que dieran la señal de retirada. El sonido de los tambores y los silbos resonó en el valle.
Ciuacuecuenotzin se convenció de que lo que había dicho la muchacha a sus guerreros era verdad. El señor Malintzin era la Serpiente Emplumada.

 

El hombre sólo vestía el taparrabos. La Malinche veía los movimientos de los músculos y los tendones. Le habían puesto de rodillas, con los pies atados, y uno de los españoles, Jaramillo, pisaba la soga y con la mano derecha sujetaba la cuerda atada a las muñecas y que le rodeaba el cuello con un nudo corredizo. La mantenía tensa, levantando los brazos del prisionero entre los hombros al tiempo que le estrangulaba. Al varado se encargaba de hacer girar una palanca atravesada en el nudo de otra cuerda atada en uno de los brazos del indio. La apretó tanto que le había cortado la circulación y el brazo se hinchaba cada vez más. El muchacho se retorcía de dolor.
Lo habían capturado durante el ataque nocturno. La luz de la luna había delatado los movimientos de los tlaxcaltecas; uno de los centinelas había dado la voz de alarma. No había tenido tanta suerte como los demás prisioneros. Cortés había decidido emplear una táctica muy diferente en lugar de los regalos y las ofertas de paz.
La Malinche miró al capitán general. ¿No podía impedir aquel martirio? La fiebre le había cambiado. Ya no se comportaba como un dios, sino como un hombre.
—Preguntadle si sabe quién soy —le dijo Cortés a la muchacha, con una expresión extraña en el rostro.
—La Serpiente Emplumada pregunta si le reconoces —tradujo la muchacha—. Díselo si quieres acabar con tu sufrimiento. Está furioso.
Jaramillo aflojó la cuerda para permitir que el hombre hablara. El tlaxcalteca comenzó a toser y a jadear, luchando por recuperar la respiración, con los labios llenos de saliva. Poco a poco, respiró con más normalidad, y Jaramillo tiró de la cuerda para recordarle que aún no había respondido a la pregunta.
El guerrero miró a La Malinche sin pronunciar palabra, pero suplicándole con la mirada que pusiera fin a la tortura. No le daba miedo morir en combate, o sacrificado en un altar. Pero esto era algo indigno de cualquier hombre.
—Algunos dicen que es un dios, otros que es un hombre —contestó con voz entrecortada—. El señor Xicoténcatl no está seguro.
—Sabe quién sois —tradujo La Malinche.
—Preguntadle por qué su gente guerrea contra nosotros.
Esta vez, el guerrero respondió en cuanto escuchó la pregunta:
—¡Porque estáis en nuestra tierra! ¡Sois ladrones y asesinos! ¡Muy pronto asaremos vuestros corazones y se los daremos a los dioses!
La muchacha no tradujo la respuesta, pero Jaramillo había escuchado el tono de furia del guerrero y volvió a estrangularlo con la cuerda. La Malinche miró a Cortés. ¿Por qué lo permitía? Matar en el combate eta inevitable, pero ordenar aquella crueldad era deshonroso.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Cortés, con la frente perlada de gruesas gotas de sudor, a pesar del frío intenso.
—Dice que guerrean contra vosotros porque sois invasores.
Cortés se desplomó en la silla, agotado por el esfuerzo de estar unos minutos de pie. Después de un breve silencio, miró a Jaramillo.
—Cortadle las manos y la nariz, atádselas alrededor del cuello y enviadle de regreso a su pueblo.
La Malinche no podía creer lo que había escuchado. Miró al capitán general, implorándole con la mirada que revocara la orden, pero él permaneció con la mirada ausente, indiferente a cualquier muestra de piedad. ¿Era éste el mismo dios que lloraba al ver el sufrimiento ajeno? ¿El comandante que parecía tan desconsolado cuando firmó la sentencia de muerte para los traidores en Veracruz, el hombre que rezaba de rodillas ante la imagen de una madre y su hijo?
—Antes de que enviemos de regreso a los prisioneros —le dijo Cortés—, quiero que les des un mensaje para el señor Xicoténcatl. Deben comunicarle que han agotado mi paciencia. Les concedo dos días para que se presenten en son de paz o marcharé a su capital y la convertiré en cenizas.
En el exterior, Jaramillo cumplía con las órdenes del comandante. Apoyó las manos del prisionero en un bloque de madera, con una sonrisa de oreja a oreja, mientras Guzmán blandía la pica. La hoja amputó las manos de la víctima y se clavó en la madera, mientras sendos chorros de sangre manaban de las heridas. Jaramillo hundió los muñones del muchacho en un cubo de brea caliente para cauterizar los cortes.
El guerrero todavía gritaba de dolor cuando Jaramillo le cortó la nariz con el puñal.
Era terrible, mucho más espantoso que cualquier cosa de las que ella había visto en los templos. Se le negaba a un hombre la muerte de un guerrero y la vida eterna. Irían al mundo subterráneo como ancianos inválidos. ¿Por qué, por qué su dios de la Amable Sabiduría lo había permitido? ¿Por qué?
—Mi señor.
Cortés la despidió con un ademán.
—Estoy cansado. Necesito descansar. Haced lo que os he dicho. —Llamó al mayordomo para que la acompañara fuera de la habitación.

 

—Sigo sin creerme que ellos sean dioses —manifestó Xicoténcatl el joven.
Los integrantes del consejo le miraron. Era obvio por sus expresiones que no compartían su opinión.
—¿Cómo explicas nuestra derrota? —preguntó Ciuacuecuenotzin—, Incluso si son hombres como dices tú, entonces es que tienen a un dios al mando. Los teuctin pueden ver de noche, además de leer nuestros pensamientos.
—Podemos derrotarlos —insistió el joven general.
—No —intervino su padre. El anciano jefe estaba cansado de todo aquello, de las discusiones interminables, del redoble de los tambores que lloraban la muerte de sus jóvenes guerreros—. Ya no creo que podamos derrotarlos. Hemos luchado contra ellos durante todo el mes Ochpaniztli [de las Escobas, 11 al 31 de agosto], y no se retiran a pesar de que todo el tiempo nos envían ofertas de paz. Afirman que su único deseo es combatir a los mexicas, nuestros más acérrimos enemigos. Ahora nos devuelven a nuestros guerreros sin manos y sin narices. —Nadie protestó las palabras del viejo, ni siquiera su hijo—. Es imprevisible como un dios y si realmente es la Serpiente Emplumada, entonces hemos abusado de su paciencia más allá de lo tolerable. Estos teuctin nos ofrecen una alianza contra los mexicas. Supongamos que sea cierto. Durante cincuenta años, Moctezuma y sus antepasados han derramado la sangre de nuestros jóvenes en sus altares. Pero si nos aliamos con estos teuctin, tendremos la oportunidad de derrotarles y vernos libres por fin de su arrogancia y su crueldad. Luego, cuando ellos regresen al país de las Nubes, nosotros seremos los amos del valle.
Xicoténcatl el Joven comenzó a protestar pero su padre levantó una mano para ordenarle silencio.
—Has tenido tu oportunidad, hijo mío. Hemos hecho la guerra sin resultado. Ahora parlamentaremos para conseguir la paz.
La princesa azteca
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