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LA cabeza de Guzmán apareció por encima del muro, alumbrado por la luna. La habían atado a un pie amputado y parecía caminar por sus propios medios por el parapeto.
El padre Guevara se apartó de la ventana, con el semblante pálido y descompuesto.
—¡Es obra del diablo! —afirmó.
«No, no es cosa del diablo —pensó Cortés—, pero no deja de ser una táctica muy astuta.» Los mexicas tenían mucho trucos por el estilo que resultaban muy eficaces con los hombres de Narváez, recién llegados al país y todavía poco habituados a las costumbres de los indios.
La incursión de Ordaz por las calles había resultado un desastre. Los soldados habían tenido que retirarse luchando por cada palmo y las bajas sumaban veintitrés entre muertos y heridos. Guzmán y Flores eran dos de los desaparecidos. Casi todos los que consiguieron regresar al palacio estaban heridos. Ordaz tenía tres heridas.
Los mexicas habían intentado incendiar las puertas, e incluso lograron abrir una brecha en uno de los muros. Habían conseguido mantenerlos a raya con las incesantes descargas de los arcabuces y las ballestas, pero los naturales no cejaron en el empeño hasta que los españoles arrastraron un falconete a través del patio y con un disparo los hicieron volar por los aires.
La primera jornada se saldó con otros cuarenta y seis españoles heridos, de los cuales doce murieron durante la noche.
Los ataques continuaron, día tras día. Las piedras y las flechas incendiarias llovían sobre los defensores de los muros mientras los Guerreros Águila dirigían nuevas embestidas contra las puertas. Los patios y jardines» antaño tranquilos y hermosos, estaban esos días cubiertos de piedras y flechas. Los españoles pasaban todos las horas de vigilia repeliendo los asaltos de los mexicas: cortaban las escalas, cerraban las brechas, curaban sus heridas. Vivían, comían y dormían en las armaduras, luchaban hasta el agotamiento, y continuaban luchando.
El gran tambor en lo alto del Templo Mayor sonaba día y noche, como parte de la guerra de nervios.
—Comienzan a escasear la comida y el agua —comentó Al varado— Los mexicas no necesitan derrotarnos en combate. Pueden hacernos morir de hambre si quieren. Soy partidario de escapar hacia la costa. Nuestra posición es insostenible.
—¿Cómo podríamos hacerlo? —le preguntó León—. Ya habéis visto lo que le pasó a Ordaz. Nos matarán a todos en cuanto demos un paso fuera de la protección del palacio.
—Los mexicas no pelean de noche —señaló Benítez—. Si nos marchamos amparados en la oscuridad quizá conseguiríamos esquivarlos.
—Tendremos que cruzar los puentes. Han cortado las calzadas en varios puntos. Nos tienen atrapados aquí.
—Podemos construir puentes portátiles —respondió Benítez—. Hay madera más que suficiente en el palacio. Martín López está dispuesto a construir los que hagan falta.
—En el caso de que consiguiéramos escapar, hay otra pregunta cuya respuesta no sabremos hasta el momento en que sea demasiado tarde —manifestó Sandoval—. ¿Los tlaxcaltecas nos darán refugio, o se lanzarán sobre nosotros para ponerse a buenas con los mexicas?
El padre Guevara se llevó las manos a la cabeza, desesperado.
—¡Nunca tendría que haberos seguido, Cortés! ¡Mirad la situación en la que nos habéis metido!
El capitán general no hizo comentario alguno. Continuó mirando a través de la ventana, con las manos cruzadas detrás de la espalda. Las antorchas se movían por la plaza como luciérnagas enormes.. Las mujeres mexicas buscaban a sus hijos, maridos, hermanos y padres entre los muertos. Los atacantes gritaban insultos y desafíos desde los edificios cercanos y, de vez en cuando, una flecha caía sobre el tejado.
—El Señor nos salvará —proclamó el hermano Aguilar—. Ha cabalgado con nosotros desde Veracruz. Ahora no nos abandonará.
—Creo que hemos abusado un poco de la paciencia de nuestro Señor con nuestras aventuras —opinó fray Bartolomé.
—¿Qué pasará con el oro? —preguntó León—. Si escapamos, ¿qué «era del ovo? ¡Nos arriesgamos a perder todo lo que tanto nos ha costado conseguir!
«¡Ya está bien! —pensó Cortés—. ¡Basta ya de decir estupideces!»
—¡No! —exclamó, apartándose de la ventana para volver a ocupar su sitio en la cabecera de la mesa—. Si abandonamos Tenochtitlan perderemos mucho más que el oro. ¡Perderemos un reino! ¡Esta es nuestra recompensa y no renunciaremos a ella. Nunca jamás!
El capitán general contempló los rostros asustados. «La mayoría de los hombres son como el polvo —se dijo—. Van allí donde los lleve el viento.»
—¿Qué clase de hombres sois vosotros? —les increpó, con una voz apenas audible—. Cualquier soldado— es valiente cuando las victorias son fáciles y el enemigo es débil. Pero sólo en los momentos difíciles un hombre pone a prueba de verdad su coraje. ¿Debemos renunciar sin más a esta ciudad después de todo lo que hemos padecido y aguantado para hacerla nuestra?
Nadie respondió a la pregunta del comandante. Ninguno se atrevió a mirarle a la cara.
—Quizá Moctezuma podría interceder por nosotros con su gente —sugirió fray Bartolomé.
—¡Maldito perro! ¡No pienso pedirle nada!
—Mi señor...
—¡No! ¡Juro por mi alma que no quiero nada de ese perro!
—Quizá dispongamos de otro camino.
Todos miraron a La Malinche que permanecía detrás de la silla del capitán general en la cabecera de la mesa, escuchando la discusión.
—La táctica de guerra entre los mexicas es capturar la ciudad e incendiar el templo. La profanación de sus dioses la consideran como un símbolo de la derrota. Si hiciéramos lo mismo con el Templo Mayor, podrían creer que los dioses les han abandonado y rendirse.
Los presentes se miraron los unos a los otros.
—Si salimos del palacio nos exponemos a ser las víctimas de una matanza —señaló Ordaz—. A mis hombres les costó muchísimo regresar hasta aquí el día que hicimos la primera incursión.
—Por otra parte —intervino Benítez—, cuando intentemos cruzar la plaza nos encontraremos sin nada que nos proteja de las piedras y las flechas.
—Si pudiéramos tan solo transportar la protección sobre ruedas, como hacemos con los cañones, solucionaríamos el problema —manifestó Sandoval, con un tono de añoranza.
Cortés miró a su lugarteniente.
—Creo que no es una idea tan mala. Llamad a Martin López. Queda relevado del trabajo de construir naves. Tengo otra tarea que encomendarle.
La princesa azteca
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