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ESTABAN acampados en un lugar que bautizaron como la Colina de la Torre. Habían encontrado unos cuantos sacos de maíz y algunos perros que mataron para comer un poco de carne. Cortés sospechaba que los totonacas redondeaban la dieta con los prisioneros tlaxcaltecas, pero fray Bartolomé Olmedo le había convencido para que no discutiera con ellos sobre el espinoso tema. No podían permitirse ofender a sus únicos aliados en una situación tan apurada.
Habían mantenido dos batallas con los tlaxcaltecas a lo largo de los tres últimos días. Los dos ejércitos se encontraban en un punto muerto. Los españoles estaban agotados y la moral de la tropa se sostenía por los pelos. El capitán general había decidido retirarse de la llanura y esperar los acontecimientos.
Las mejores viviendas del poblado desierto las habían reclamado los capitanes para su uso personal. Cortés se había quedado con una de las pocas casas de adobe. Colocaron la mesa de roble y la silla en un rincón del cuarto, y ahora estaba sentado allí, escribiendo una carta a su rey. Su rostro se veía pálido y demacrado a la luz de la vela.
Había perdido cuarenta y cinco hombres de los cuatrocientos que formaban el ejército. Una docena estaban enfermos de extrema gravedad y del resto casi todos tenían por lo menos dos heridas. Otra batalla como la última probablemente acabaría con todos ellos.
Escribir le costaba un esfuerzo enorme, pero estaba decidido a acabar la carta antes de ceder al agotamiento. Quería pedirle al rey el derecho a ser gobernador de las nuevas tierras cuando conquistara Tenochtitlan.

 

La Malinche le observaba. Él tenía la camisa de lino empapada de sudor a pesar del viento helado que se colaba por las grietas de las paredes.
Le temblaban las manos con tanta violencia que apenas si podía sostener la pluma. El fúnebre redoble de los tambores tlaxcaltecas sonaba en la distancia.
La joven esperó pacientemente mientras Cortés luchaba por acabar la carta. En cuanto lo hizo, la selló cuidadosamente con lacre, y entonces sus hombros parecieron hundirse bajo el peso de una tremenda carga.
—¿Qué voy a hacer, chiquita? —susurró con una voz tan débil que La Malinche se asustó.
La muchacha se acercó por detrás y le puso las manos sobre los hombros para aliviar la tensión de los músculos.
—Libera a los prisioneros que hoy han hecho tus soldados —respondió—. Envíalos de vuelta al señor Xicoténcatl. Dile que le perdonarás todo si confía en ti y se une a la lucha contra Moctezuma.
Cortés contempló la llama de la vela durante un buen rato sin decir palabra. Ella se preguntó si la había escuchado. Por fin, Cortes hizo un gesto de asentimiento y llamó a su mayordomo. Le ordenó que trajera a dos de los prisioneros.
Sandoval se presentó con los dos aborígenes. Les habían atado las manos a la espalda y después habían hecho un nudo corredizo con la cuerda para ponérselo alrededor del cuello. Iban casi desnudos, sólo con taparrabos. Miraron en derredor con los ojos entrecerrados, convencidos de que les esperaba la muerte. Cortés los observó en silencio, mientras ordenaba sus pensamientos.
—Decidles que no quiero hacer la guerra contra ellos —murmuró.
—Que a vuestras esposas les salgan dientes en las cuevas del placer —tradujo la joven, en náhuad—. Habéis hecho enfurecer a mi señor. Vino aquí en son de paz y en cambio, vosotros le habéis atacado hasta agotar su paciencia.
Los dos indios continuaron con la cabeza gacha.
—Deben decirle a su jefe —añadió Cortés— que voy de camino a Tenochtitlan para encontrarme con Moctezuma. Si los tlaxcaltecas insisten en hacerme la guerra, quemaré todas sus casas y mataré a todo su pueblo.
La Malinche sonrió. Los soldados españoles estaban tan agotados que apenas si conseguían mantenerse en pie. Sin embargo, ¿qué otra cosa podía decir un dios cuando estaba furioso?
—Decidle al pájaro blanco ciego que busca la sabiduría en las tinieblas —interpretó la joven—, que la Serpiente Emplumada ha regresado para reclamar estas tierras. Dejadle pasar sin demoras para que pueda apresurar el destino de Moctezuma, o la suerte de los mexicas también será la vuestra.
Esta vez la reacción de los naturales fue inmediata. Abrieron mucho los ojos para contemplar a la figura barbuda y temblorosa sentada detrás de la mesa, y se preguntaron si no sería Quetzalcóatl.
Cortés le hizo un gesto a Sandoval, que se adelantó para cortar las ligaduras de los prisioneros. Después, le entregó a cada uno un collar de cuentas de vidrio veneciano. Los indios miraron los collares con una expresión de asombro.
—Es un regalo de la Serpiente Emplumada en persona —dijo La Malinche—. En el país de las Nubes son más valiosos que el más precioso jade. Ahora, marchaos y decidle a vuestro jefe lo que hace la Serpiente Emplumada.
Sandoval se llevó a los dos tlaxcaltecas. Cortes despidió a Cáceres. En cuanto se quedaron solos, apoyó la cabeza en la mesa, apretando los puños. La joven advirtió que le consumía la fiebre.
Le ayudó a llegar hasta la cama y le desnudó. Temblaba como una hoja, los ojos brillantes y la mirada perdida. La Malinche se quitó la ropa y se abrazó al hombre para darle calor, apoyándole la cabeza sobre la suavidad de sus pechos. Cortés comenzó a chuparle un pezón como si fuera un bebé.
La Malinche lo tuvo entre sus brazos toda la noche y por primera vez no vio al dios sino al hombre que le prestaba su cuerpo, con todas sus imperfecciones. Se sintió confusa porque ya no estaba segura de saber a cuál de los dos quería más: al dios, o al hombre que lo albergaba.
La princesa azteca
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