45
TENOCHTITLAN
Moctezuma permanecía acurrucado en el
ypcalli, con una capa de piel verde
oscuro sobre los hombros, y la mirada perdida en el vacío. El
cinacóatl yacía prosternado a sus
pies.
El emperador buscaba una explicación a las
últimas noticias: los españoles habían derrotado a los tlaxcaltecas
en los campos de flores y los habían obligado a rendirse, algo que
sus propios ejércitos no habían conseguido hacer a lo largo de
muchísimos años. ¿Cómo podían unos pocos centenares de hombres
derrotar a un ejército de decenas de miles? ¿Cómo era posible
semejante cosa?
No era posible, desde luego. A menos que los
españoles estuvieran al mando de un dios. A menos que el señor
Malintzin fuera Quetzalcóatl. La Serpiente Emplumada.
Si resultaba cierto que era un dios,
entonces debían propiciarlo. Pero la Serpiente Emplumada no era uno
de sus dioses, no era la fuente del poder de los mexicas. Cuando
los antepasados de Moctezuma habían llegado a este valle muchos
manojos de años atrás, habían traído con ellos a sus propios
dioses: Huitzilopochtli, Colibrí del Sur, dios de la guerra, y
Tezcatlipoca, Espejo Negro que Humea, portador de las tinieblas.
Ambos eran enemigos acérrimos de la Serpiente Emplumada. A
diferencia de éste último, exigían sangre humana en los
sacrificios, y había sido Tezcatlipoca quien había conseguido que
expulsaran a la Serpiente Emplumada de la vieja ciudad de
Tollan.
Moctezuma consideró las terribles
implicaciones de los últimos acontecimientos. ¿Qué pasaría si su
pueblo se veía atrapado en una confrontación directa con los
dioses? Daba lo mismo quien saliera ganador, porque el combate
significaría la destrucción total de los mexicas, un choque entre
titanes que acabaría con la desaparición del sol, o pondría punto
final al viento y la lluvia. El, Moctezuma, era el único
responsable en la prevención de semejante cataclismo.
Siempre lo había tenido muy claro. Había
ordenado la construcción de un santuario consagrado a la Serpiente
Emplumada en el patio del Gran Templo para ganarse el favor del
dios. Pero incluso mientras lo construían, en el fondo de su alma
sabía que el desastre era inevitable.
Abrumado por el peso de sus
responsabilidades, se echó a reír para disimular el miedo.