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HABÍA amanecido, pero los bancos de niebla que flotaban sobre la superficie gris del lago impedían la visión de Tenochtitlan. Los españoles oían los gritos de los barqueros y el suave chapoteo de los remos de madera mientras avanzaban silenciosamente en las canoas por los canales cubiertos de algas verdes entre las chinampas, los jardines flotantes. El hedor que desprendían contrastaba con su belleza etérea; por lo visto, las cosechas eran fertilizadas con excrementos humanos.
Marchaban por una amplia calzada, hecha de tierra y lajas de piedra. Los guías ocupaban la vanguardia, seguidos por la caballería, con las armaduras completas, y los pendones colgando de las lanzas de hierro. Cristóbal del Corral, el portaestandarte, cabalgaba detrás de ellos y ante la falta de viento, movía el estandarte de un lado a otro para conseguir que ondeara. A continuación, marchaba la infantería, al mando de Ordaz, con las espadas desenvainadas y los escudos al hombro. Cortés ocupaba la retaguardia de las tropas españolas, montado en su magnífica yegua alazana. La Malinche, fray Bartolomé Olmedo y el hermano Aguilar iban a pie a su lado. Los religiosos cargaban con dos grandes cruces de madera. Cerraban la columna los tlaxcaltecas con el gran estandarte de la Garza Blanca. Algunos de los guerreros tlaxcaltecas tiraban de los carretones donde iba la artillería, y los demás desfilaban vestidos con las tradicionales capas rojas y blancas, jubilosos ante la perspectiva de entrar en la capital de sus antiguos opresores.
El sol asomó por encima del monte Tláloc. A medida que se disipaba la bruma, los indios se apresuraban a cruzar el lago en las canoas para presenciar el asombroso espectáculo. Muy pronto el lago se llenó de embarcaciones, algunas tan grandes que podían llevar hasta sesenta pasajeros, que se acercaban todo lo posible a la calzada para ver con detalle a los extranjeros.
Las armaduras, las armas y los latones de los arreos centelleaban mientras el sonar de los pífanos españoles era secundado por los pitos y los gritos de los tlaxcaltecas. La gran nube de polvo que levantaban los cascos de los caballos se extendió sobre los que marchaban detrás. A medida que aumentaba el calor, los sabuesos de pelea babeaban al oler el agua, y los mexicas gritaban espantados al ver el aspecto feroz de los animales.
Por fin, los españoles tuvieron la ocasión de ver las torres de Tenochtitlan.

 

Benítez pensó primero que debía de tratarse de una ilusión óptica, algún engaño producido por los juegos de luz y agua. Decenas de enormes pirámides de piedra se alzaban sobre el lago, flotando en la bruma provocada por el humo de los fuegos encendidos en las casas. Sin embargo, los españoles no tardaron en darse cuenta de que estaban rodeados de ciudades y pueblos en aquel mundo flotante de calzadas y chinampas, una enorme y activa economía soportada por el gran lago.
Sin ningún motivo aparente, Benítez sintió de pronto el deseo de marcharse. Ninguno de ellos, quizás ni siquiera Cortés, había imaginado que se encontrarían con una civilización tan grande y compleja como aquélla. De los templos se elevaban columnas de humo, claro indicio de los numerosos sacrificios que se ofrecían a la multitud de dioses mexicas.
«Cortés dice que venimos como salvadores —pensó Benítez . Entonces, ¿por qué me siento como un cordero camino del matadero?»
La princesa azteca
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