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—LOS hombres me han enviado
para que hable en su nombre —manifestó De Grado—. Quieren que
regresemos. Eso no quiere decir que vuestras acciones no hayan sido
heroicas, pero quizás hemos ido más allá de nuestras posibilidades.
Lo mismo que César, hemos quemado nuestras naves, pero a diferencia
de aquel gran romano, no disponemos de un gran ejército para
continuar con la invasión. En la playa de San Juan de Ulúa sólo
éramos quinientos y nuestro número se reduce cada día.
De Grado esperó una respuesta, pero al ver
que Cortés permanecía en silencio, continuó:
—Soy propietario de una finca y esclavos en
Cuba, como muchos de los demás que están aquí. Si Dios deja que
regrese sano y salvo, nunca más me quejaré por no tener oro. Al
contrario, daré gracias por seguir entre los vivos. Debemos
regresar a la costa, y construir una nave que nos lleve a todos de
vuelta a Cuba.
Benítez torció el gesto en una mueca de
desprecio. Ya habían escuchado estos mismos argumentos hasta la
saciedad. Además, De Grado era un contable y no un soldado. ¿Qué
sentido tenía escucharle?
No es que él no compartiera la desesperación
del contable; llevaban dos semanas en el poblado, sobreviviendo a
duras penas con una miserable ración de judías secas. No había agua
fresca suficiente para los enfermos y los heridos. Tenían las ropas
empapadas por culpa de las incesantes lluvias, y el viento que
azotaba la llanura dejada de la mano de Dios los helaba hasta los
huesos. Cada día representaba un terrible lucha contra el hambre y
el frío, interrumpida por los salvajes combates contra los
naturales.
Por su parte, se había olvidado de
Tenochtitlan, la gloria y el oro. Se le infectó la herida que había
recibido en el hombro en la segunda de las grandes batallas y el
dolor era insoportable. Sus ambiciones no iban más allá de vivir un
día más.
Otros hombres hablaban ahora de Cuba como si
fuera el Paraíso. Era tal el tormento que incluso algunos llegaban
a hablar con nostalgia de la España que habían dejado atrás. «¿Qué
estaría haciendo ahora mismo si estuviese en Castilla?», se
preguntó Benítez. Probablemente estaría haciendo antesala en la
corte, en Toledo, buscando introducirse en la alta sociedad, otro
pobre hidalgo que soñaba en despertar el interés de algún protector
rico o de conseguir un matrimonio ventajoso. Había viajado a Cuba
para escapar de tan mísera existencia y se había encontrado con la
pobre encomienda que le había dado Velázquez: una plantación de
tabaco con apenas un puñado de indios, una tierra árida y un calor
insufrible. Quizás era mucho mejor acabar aquí, después de probar
los gustos salvajes del peligro y la muerte, y de descubrir en él
mismo cosas que no había esperado encontrar. Sin embargo, como le
había dicho Norte en Veracruz, era duro morir.
—No podemos volver atrás —le respondió el
comandante a De Grado—.— Nuestro único camino es hacia adelante.
Tal como les he explicado a algunos de estos caballeros, no sólo
hay un muro detrás de nosotros, sino que también tendremos un
cuchillo en la garganta si abandonamos a nuestros amables aliados
totonacas. —Miró a León—. ¿Cuál es vuestra opinión? ¿Estáis de
acuerdo con nuestro camarada De Grado?
—Vos sois el jefe. Ruego a mis colegas
oficiales que recuerden sus obligaciones.
«¡Un hombre nuevo!», pensó Benítez,
sonriendo para sus adentros. Cortés había convertido a un león en
un cordero. Era obvio que la sombra del patíbulo seguía muy viva en
la memoria de Velázquez de León.
—¿Y vos, Benítez? —preguntó Cortés.
—Comprendo que no podemos regresar, y sin
embargo, estoy muy preocupado. Los salvajes no se rendirán. Nos
hostigan día y noche. Muchos de nuestros hombres están enfermos, y
todos tenemos hambre y frío. Incluso si les derrotamos, todavía nos
quedan los mexicas.
Cortés miró a los demás. Ordaz y Jaramillo
evitaron su mirada. Sólo Alvarado y Sandoval parecían
despreocupados. Sandoval porque tenía hielo en las venas, se dijo
Benítez, y Alvarado porque era demasiado arrogante y estúpido como
para imaginar su muerte.
—¿Acaso creíais que la fama y la gloria se
ganan fácilmente? —preguntó el capitán general—. De Grado, recordad
a vuestros hombres que luchan al amparo del estandarte de la Santa
Cruz. Hemos venido aquí para predicar la fe verdadera y Dios nos
acompaña en el empeño.
De Grado no pareció darle ninguna
importancia a la ayuda divina. Benítez consideró que era una
actitud grosera.
—Comunicaré a mis hombres vuestra decisión
—dijo De Grado—. Me obedecerán. —Saludó al comandante y se
retiró.
—Ay, si yo pudiera inspirar semejante
lealtad —manifestó Cortés, y se oyeron las risas ahogadas de los
demás capitanes porque todos sabían que la petición del contable
era una falacia. Los soldados desconfiaban de él como de la peste.
Había venido por interés propio.
Benítez advirtió que Cortés miraba fijamente
hacia un rincón, con una sonrisa beatífica. Él también miró pero no
vio nada.
—La Virgen está con nosotros, caballeros
—anunció el capitán general—. Venceremos.
Los hombres yacían en esteras sobre el suelo
de tierra, las heridas vendadas con trozos de tela empapadas de
sangre, tiritando debajo de las mantas. Algunos miraban las vigas
del techado con expresión ausente, otros gemían y se movían
inquietos, mientras llamaban a su madre.
Benítez avanzó lentamente por la habitación
que apestaba como un matadero, buscando a Norte. Vio a Flor de
Lluvia acurrucada a su lado en la estera donde llevaba casi una
semana. El rostro de Norte estaba consumido y cubierto de barba.
Benítez recordó que antes de resultar herido, se afeitaba todos los
días con un trozo de obsidiana, una costumbre que aparentemente
había adoptado mientras vivía con los mayas que eran barbilampiños.
Ahora por fin tenía el aspecto de un español de verdad. Flor de
lluvia advirtió su presencia y se apresuró a desviar la
mirada.
Benítez se agachó. El olor de la sangre y la
mugre era insoportable. «Ya no hueles a limpio», pensó con
satisfacción.
—Norte —llamó.
El herido abrió los ojos. Intentó hablar,
pero no salió ningún sonido. Flor de Lluvia le levantó la cabeza y
acercó un cuenco con agua a los labios de Norte.
—Bien, veo que ahora lleváis barba —comentó
Benítez—. Ya sois uno de los nuestros.
Norte consiguió esbozar una sonrisa.
—¿Habéis venido a insultarme?
—Si es posible... —«Está mejor que ayer
—pensó Benítez—. Ya no tiene la tez amarilla y respira mejor»—.
Espero que estéis sufriendo.
—Sí, muchas gracias. La herida no es
profunda pero tengo rotas las costillas. Me cuesta respirar y el
dolor es muy intenso.
—Excelente.
Benítez miró a Flor de Lluvia que rehuyó su
mirada. «Parece consumida y enferma —pensó—. Lo mismo que todos
nosotros.»
En alguna parte de la habitación en
penumbras, un soldado discutía con los fantasmas que le
acosaban.
—¿Lo sabéis? —preguntó Norte, mirando a la
muchacha.
Benítez asintió.
—¿Qué vais a hacer?
—Aún no lo he decidido. Tal como van las
cosas, es posible que no tenga que hacer nada.
—Sed bueno con ella —rogo Norte al tiempo
que buscaba la mano de la muchacha—. No merece sufrir.
—¿No?
Algo cambió en la expresión de Norte.
—Comprendo.
—¿Qué comprendéis?
—¿Tenéis planes para ella? Nunca podréis
llevárosla con vos a Castalia. Excepto como una novedad.
—No era eso lo que pensaba.
La sombra de una sonrisa pasó fugazmente por
el rostro de Norte.
Quizá la había imaginado. «¿Qué era lo que
pensaba? —se preguntó Benítez—. ¿Le he cogido cariño a una
india?»
Méndez había comenzado una operación en la
mesa instalada en un rincón de la choza. Cuatro soldados sujetaban
al paciente, al que previamente habían emborrachado con vino
cubano.
—¿Por qué me salvasteis la vida? —preguntó
Benítez.
—¿Por qué ibais a salvaros del sufrimiento
cuando yo tengo que vivir en este infierno?
El hombre tendido en la mesa soltó un
alarido. Benítez intentó no escucharle.
—¿Fue esa razón suficiente para matar a uno
de vuestros camaradas indios? —replicó.
—Ya os lo dije. No son mis camaradas indios.
No puedo escapar al color de mi piel. Soy español como vos. Tengo
barba y los ojos azules. ¿Por qué negarlo?
Flor de Lluvia le susurró algo a
Norte.
—Quiero ver vuestro brazo —tradujo
Norte.
—No es nada.
La respuesta dio lugar a más
cuchicheos.
—Dice que aquí las heridas se infectan con
mucha facilidad. Le gustaría poder limpiarla.
—¿Para qué? De codas maneras, todos
moriremos aquí.
La respiración de Norte volvió a ser
dificultosa. El esfuerzo de hablar le había agotado.
—Tendríais que hacer un esfuerzo y aprender
un poco de su idioma. Si sois bueno con ella, os pagará con la
misma moneda.
—¿Para qué quiero su bondad?
El hombre tendido en la mesa dejó de gritar.
Por fortuna para él había perdido el conocimiento.
—Entre los mayas descubrí que en todos los
hombres hay dos añadió Norte—. El que nace y el que es. La mayoría
sigue el camino para el que nacieron.
—¿Qué queréis decir?
—Quizás en vuestro corazón no sois un
español.
Benítez no quiso escuchar nada más. Se
levantó y salió casi a la carrera. «Maldito sea, maldito
sea.»
Maldijo a Norte porque su odio era fingido.
No odiaba a Norte como lo hubiera hecho un español de verdad. Tenía
todo el derecho de castigarlos a ambos por lo que habían hecho, y
en cambio no había hecho nada. Su lentitud para cobrarse la
venganza era una muestra de debilidad. Ellos habían conseguido
acobardarle.
En el exterior, las nubes comenzaban a tapar
la luna. El aire olía a humo y a lluvia.