42

 

—LOS hombres me han enviado para que hable en su nombre —manifestó De Grado—. Quieren que regresemos. Eso no quiere decir que vuestras acciones no hayan sido heroicas, pero quizás hemos ido más allá de nuestras posibilidades. Lo mismo que César, hemos quemado nuestras naves, pero a diferencia de aquel gran romano, no disponemos de un gran ejército para continuar con la invasión. En la playa de San Juan de Ulúa sólo éramos quinientos y nuestro número se reduce cada día.
De Grado esperó una respuesta, pero al ver que Cortés permanecía en silencio, continuó:
—Soy propietario de una finca y esclavos en Cuba, como muchos de los demás que están aquí. Si Dios deja que regrese sano y salvo, nunca más me quejaré por no tener oro. Al contrario, daré gracias por seguir entre los vivos. Debemos regresar a la costa, y construir una nave que nos lleve a todos de vuelta a Cuba.
Benítez torció el gesto en una mueca de desprecio. Ya habían escuchado estos mismos argumentos hasta la saciedad. Además, De Grado era un contable y no un soldado. ¿Qué sentido tenía escucharle?
No es que él no compartiera la desesperación del contable; llevaban dos semanas en el poblado, sobreviviendo a duras penas con una miserable ración de judías secas. No había agua fresca suficiente para los enfermos y los heridos. Tenían las ropas empapadas por culpa de las incesantes lluvias, y el viento que azotaba la llanura dejada de la mano de Dios los helaba hasta los huesos. Cada día representaba un terrible lucha contra el hambre y el frío, interrumpida por los salvajes combates contra los naturales.
Por su parte, se había olvidado de Tenochtitlan, la gloria y el oro. Se le infectó la herida que había recibido en el hombro en la segunda de las grandes batallas y el dolor era insoportable. Sus ambiciones no iban más allá de vivir un día más.
Otros hombres hablaban ahora de Cuba como si fuera el Paraíso. Era tal el tormento que incluso algunos llegaban a hablar con nostalgia de la España que habían dejado atrás. «¿Qué estaría haciendo ahora mismo si estuviese en Castilla?», se preguntó Benítez. Probablemente estaría haciendo antesala en la corte, en Toledo, buscando introducirse en la alta sociedad, otro pobre hidalgo que soñaba en despertar el interés de algún protector rico o de conseguir un matrimonio ventajoso. Había viajado a Cuba para escapar de tan mísera existencia y se había encontrado con la pobre encomienda que le había dado Velázquez: una plantación de tabaco con apenas un puñado de indios, una tierra árida y un calor insufrible. Quizás era mucho mejor acabar aquí, después de probar los gustos salvajes del peligro y la muerte, y de descubrir en él mismo cosas que no había esperado encontrar. Sin embargo, como le había dicho Norte en Veracruz, era duro morir.
—No podemos volver atrás —le respondió el comandante a De Grado—.— Nuestro único camino es hacia adelante. Tal como les he explicado a algunos de estos caballeros, no sólo hay un muro detrás de nosotros, sino que también tendremos un cuchillo en la garganta si abandonamos a nuestros amables aliados totonacas. —Miró a León—. ¿Cuál es vuestra opinión? ¿Estáis de acuerdo con nuestro camarada De Grado?
—Vos sois el jefe. Ruego a mis colegas oficiales que recuerden sus obligaciones.
«¡Un hombre nuevo!», pensó Benítez, sonriendo para sus adentros. Cortés había convertido a un león en un cordero. Era obvio que la sombra del patíbulo seguía muy viva en la memoria de Velázquez de León.
—¿Y vos, Benítez? —preguntó Cortés.
—Comprendo que no podemos regresar, y sin embargo, estoy muy preocupado. Los salvajes no se rendirán. Nos hostigan día y noche. Muchos de nuestros hombres están enfermos, y todos tenemos hambre y frío. Incluso si les derrotamos, todavía nos quedan los mexicas.
Cortés miró a los demás. Ordaz y Jaramillo evitaron su mirada. Sólo Alvarado y Sandoval parecían despreocupados. Sandoval porque tenía hielo en las venas, se dijo Benítez, y Alvarado porque era demasiado arrogante y estúpido como para imaginar su muerte.
—¿Acaso creíais que la fama y la gloria se ganan fácilmente? —preguntó el capitán general—. De Grado, recordad a vuestros hombres que luchan al amparo del estandarte de la Santa Cruz. Hemos venido aquí para predicar la fe verdadera y Dios nos acompaña en el empeño.
De Grado no pareció darle ninguna importancia a la ayuda divina. Benítez consideró que era una actitud grosera.
—Comunicaré a mis hombres vuestra decisión —dijo De Grado—. Me obedecerán. —Saludó al comandante y se retiró.
—Ay, si yo pudiera inspirar semejante lealtad —manifestó Cortés, y se oyeron las risas ahogadas de los demás capitanes porque todos sabían que la petición del contable era una falacia. Los soldados desconfiaban de él como de la peste. Había venido por interés propio.
Benítez advirtió que Cortés miraba fijamente hacia un rincón, con una sonrisa beatífica. Él también miró pero no vio nada.
—La Virgen está con nosotros, caballeros —anunció el capitán general—. Venceremos.

 

Los hombres yacían en esteras sobre el suelo de tierra, las heridas vendadas con trozos de tela empapadas de sangre, tiritando debajo de las mantas. Algunos miraban las vigas del techado con expresión ausente, otros gemían y se movían inquietos, mientras llamaban a su madre.
Benítez avanzó lentamente por la habitación que apestaba como un matadero, buscando a Norte. Vio a Flor de Lluvia acurrucada a su lado en la estera donde llevaba casi una semana. El rostro de Norte estaba consumido y cubierto de barba. Benítez recordó que antes de resultar herido, se afeitaba todos los días con un trozo de obsidiana, una costumbre que aparentemente había adoptado mientras vivía con los mayas que eran barbilampiños. Ahora por fin tenía el aspecto de un español de verdad. Flor de lluvia advirtió su presencia y se apresuró a desviar la mirada.
Benítez se agachó. El olor de la sangre y la mugre era insoportable. «Ya no hueles a limpio», pensó con satisfacción.
—Norte —llamó.
El herido abrió los ojos. Intentó hablar, pero no salió ningún sonido. Flor de Lluvia le levantó la cabeza y acercó un cuenco con agua a los labios de Norte.
—Bien, veo que ahora lleváis barba —comentó Benítez—. Ya sois uno de los nuestros.
Norte consiguió esbozar una sonrisa.
—¿Habéis venido a insultarme?
—Si es posible... —«Está mejor que ayer —pensó Benítez—. Ya no tiene la tez amarilla y respira mejor»—. Espero que estéis sufriendo.
—Sí, muchas gracias. La herida no es profunda pero tengo rotas las costillas. Me cuesta respirar y el dolor es muy intenso.
—Excelente.
Benítez miró a Flor de Lluvia que rehuyó su mirada. «Parece consumida y enferma —pensó—. Lo mismo que todos nosotros.»
En alguna parte de la habitación en penumbras, un soldado discutía con los fantasmas que le acosaban.
—¿Lo sabéis? —preguntó Norte, mirando a la muchacha.
Benítez asintió.
—¿Qué vais a hacer?
—Aún no lo he decidido. Tal como van las cosas, es posible que no tenga que hacer nada.
—Sed bueno con ella —rogo Norte al tiempo que buscaba la mano de la muchacha—. No merece sufrir.
—¿No?
Algo cambió en la expresión de Norte.
—Comprendo.
—¿Qué comprendéis?
—¿Tenéis planes para ella? Nunca podréis llevárosla con vos a Castalia. Excepto como una novedad.
—No era eso lo que pensaba.
La sombra de una sonrisa pasó fugazmente por el rostro de Norte.
Quizá la había imaginado. «¿Qué era lo que pensaba? —se preguntó Benítez—. ¿Le he cogido cariño a una india?»
Méndez había comenzado una operación en la mesa instalada en un rincón de la choza. Cuatro soldados sujetaban al paciente, al que previamente habían emborrachado con vino cubano.
—¿Por qué me salvasteis la vida? —preguntó Benítez.
—¿Por qué ibais a salvaros del sufrimiento cuando yo tengo que vivir en este infierno?
El hombre tendido en la mesa soltó un alarido. Benítez intentó no escucharle.
—¿Fue esa razón suficiente para matar a uno de vuestros camaradas indios? —replicó.
—Ya os lo dije. No son mis camaradas indios. No puedo escapar al color de mi piel. Soy español como vos. Tengo barba y los ojos azules. ¿Por qué negarlo?
Flor de Lluvia le susurró algo a Norte.
—Quiero ver vuestro brazo —tradujo Norte.
—No es nada.
La respuesta dio lugar a más cuchicheos.
—Dice que aquí las heridas se infectan con mucha facilidad. Le gustaría poder limpiarla.
—¿Para qué? De codas maneras, todos moriremos aquí.
La respiración de Norte volvió a ser dificultosa. El esfuerzo de hablar le había agotado.
—Tendríais que hacer un esfuerzo y aprender un poco de su idioma. Si sois bueno con ella, os pagará con la misma moneda.
—¿Para qué quiero su bondad?
El hombre tendido en la mesa dejó de gritar. Por fortuna para él había perdido el conocimiento.
—Entre los mayas descubrí que en todos los hombres hay dos añadió Norte—. El que nace y el que es. La mayoría sigue el camino para el que nacieron.
—¿Qué queréis decir?
—Quizás en vuestro corazón no sois un español.
Benítez no quiso escuchar nada más. Se levantó y salió casi a la carrera. «Maldito sea, maldito sea.»
Maldijo a Norte porque su odio era fingido. No odiaba a Norte como lo hubiera hecho un español de verdad. Tenía todo el derecho de castigarlos a ambos por lo que habían hecho, y en cambio no había hecho nada. Su lentitud para cobrarse la venganza era una muestra de debilidad. Ellos habían conseguido acobardarle.
En el exterior, las nubes comenzaban a tapar la luna. El aire olía a humo y a lluvia.
La princesa azteca
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