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Sala de las
Caballeros Jaguares, Tenochtitlan
La cabeza de Juan de Arguello les miraba
desde la mesa en el centro de la sala. Era una cabeza grande, con
la barba negra y rizada. Los pegotes de sangre seca brillaban como
rubíes a la luz de las antorchas. Comenzaba a pudrirse y el hedor
se hacía insoportable.
—Ahora estamos condenados —murmuró
Moctezuma.
Ciuacóatl sintió que las heladas garras del
pánico le desgarraban las entrañas. Durante su etapa como consejero
había visto a Moctezuma comportarse como un ser intransigente,
cruel, en ocasiones monstruoso. Pero siempre había sido un buen
gobernante, y eso era lo que los dioses y el imperio necesitaban,
sobre todo ahora. Sin embargo, con la aparición de los extranjeros
en las costas orientales, el carácter del gran tlatoani había cambiado. Un día se mostraba como un
jefe confiado y decidido, y al siguiente se comportaba como ahora,
vacilando entre la depresión y las lágrimas. Apenas si dormía y
había perdido el apetito. De nada servían los esfuerzos de sus
esposas y concubinas, de los acróbatas y los músicos por
distraerlo.
Moctezuma señaló la cabeza de Juan de
Argüello.
—¡Apartadla de mi vista! —chilló con voz
aguda.
—¿Debemos llevarla a Tollan, al santuario
donde dejamos los alimentos extraños? —preguntó el ciuacóatl.
—¡No importa lo que hagáis! ¡Sacadla de
aquí!
Llamaron a los sirvientes, que se llevaron
la cabeza a toda prisa. Después siguió un largo silencio mientras
los señores y los sacerdotes esperaban que el gran tlatoani recuperara la compostura.
—Mi señor —se atrevió a decir el sumo
sacerdote del templo—, la Serpiente Emplumada ha aparecido muchas
veces antes. La primera vez vino con el secreto del fuego, luego
para enseñarnos la fabricación del papel y a escribir poemas. Si de
verdad ha decidido visitarnos una vez más, quizá sólo sea para
traernos algún otro magnífico regalo. Ha venido y se ha marchado en
las ocasiones anteriores, ¿por qué no va a hacerlo ahora? Aceptemos
lo que nos trae, descubramos lo que desea a cambio y enviémosle de
regreso al país de las Nubes. Lo más importante es no ofender a
Huizilopochtli o a Tezcadipoca porque son señores muy poderosos y
si él los desafía, volverán a derrotarlo como hicieron en
Tollan.
—Por otro lado —intervino el ciuacóatl—,
quizá no sean dioses en absoluto. Es posible que sólo sean
embajadores de un algún país desconocido para nosotros, y que la
muchacha que les acompaña sea en exceso supersticiosa y les
atribuya poderes que no poseen. Si el señor Malinche y sus
seguidores son enviados, deberíamos recibirlos con la debida
hospitalidad. Pero no debemos tener miedo de su presencia.
Ninguno de estos argumentos pareció animar
al gran tlatoani.
—Si sólo es un embajador —replicó
Moctezuma—, ¿cómo sabía de la emboscada que vuestros generales le
habían preparado en el camino a Chalco? ¿Cómo es que cuando
enviamos al señor Tziuacpopocatzin, como si fuera mi persona, la
tal Malintzin supo inmediatamente que era un impostor? —Miró a
todos y cada uno de los integrantes del consejo. Ninguno tenía
respuestas a sus preguntas—. Los espías que le acompañan informan
que posee un espejo donde ve el alma de los hombres. ¿Acaso hemos
visto algo así en los demás embajadores?
—No niego que esas cosas constituyen un
misterio, pero insisto en que el señor Malintzin no es un dios ni
un embajador —protestó Cuitláhuac—. Creo que han venido aquí como
invasores. Tendríamos que atacarlos ahora, mientras están en campo
abierto.
—Estoy de acuerdo —manifestó
Cacamatzin.
—¿Invasores? —exclamó burlón uno de los
generales—. ¿Con sólo unos cientos de hombres?
Un alarido de terror sonó en la sala,
interrumpiendo la discusión. Todas las miradas se volvieron hacia
Moctezuma. Ahora se reía, con el rostro desfigurado por una mueca,
al tiempo que las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
—La Serpiente Emplumada ha venido como
estaba señalado —afirmó el emperador—. Si le destruimos, estaremos
destruyendo a uno de los dioses. Si le dejamos venir, ¿quién sabe
los desastres que nos traerá? No podemos hacer nada. —Se oyó un
ronquido, cuando hizo una pausa para respirar—. Las profecías
anuncian que todos moriremos a sus manos y aquellos que sobrevivan
serán sus esclavos. Yo seré el último de los mexicas que gobernará
esta tierra.
El gran tlatoani
dejó el trono y salió de la sala.
Ciuacóatl agachó la cabeza lo mismo que los
demás. No había nada que hacer. A menos que lograran convencer a
Moctezuma para que emprendiera alguna acción, estaban indefensos.
¿Cómo habían llegado a aquello? Una nación de guerreros que de
pronto se veía impotente ante un antiguo sacerdote.