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LA casa de la bestia

 

Mientras esperaba a que sus ojos se acomodaran a la penumbra, Benítez sólo fue consciente del hedor, el asqueroso y asfixiante olor de los mataderos.
Poco a poco, se dio cuenta de que le observaban un par de ojos, dos grandes gemas que brillaban en la oscuridad, engarzadas en una máscara de oro. Debajo de la máscara estaba el rostro de la estatua de un guerrero armado con un arco y flechas de oro, cuyo cuerpo se hallaba recamado con jades, ópalos y perlas.
—Este es Huitzilopochtli, Colibrí del Sur, dios del Sol y de la Guerra —tradujo La Malinche de las explicaciones que daba Moctezuma—. Nosotros, los mexicas, somos el pueblo escogido. Nos protege y nos da grandes victorias. El collar que lleva contiene los cráneos y los corazones de los reyes que los mexicas han derrotado en combate, forrados en plata por nuestros mejores artesanos.
Benítez hizo lo imposible por contener la bilis que le subía a la garganta. Había sangre por todas partes, pegada en gruesas capas negras en las paredes y el suelo. Para colmo, el hedor, aquel terrible hedor. Moctezuma les hizo pasar por un par de cortinas —hechas con piel humana, anunció La Malinche— con campanillas de cobre y plata. En aquel recinto, tres corazones frescos se asaban lentamente en un brasero con incienso de copal. Otra bestia acechaba en las sombras. Tenía cara de oso, los ojos estaban hechos con trozos de obsidiana, y el cuerpo adornado con demonios de cola larga. Era Tezcadipoca, Espejo Negro que Humea, señor del Infierno y la Oscuridad, príncipe de los brujos y los hechiceros, señor de las águilas.
—Creo que voy a vomitar —dijo Al varado.
Cortés, con el rostro desfigurado por una mueca de furia y asco, salió del santuario, escoltado por los españoles, que ansiaban abandonar el recinto infernal y respirar aire fresco, lejos de los siniestros rostros de los demonios de piedra.

 

Moctezuma estaba pálido de rabia y humillación. Sin embargo, había un ruego en su mirada, se dijo La Malinche. «Desea evitar esta confrontación y sabe que no puede.»
Cortés se volvió hacia la muchacha; él también estaba furioso. «El dios está en sus ojos —pensó La Malinche—. Se ha encarnado en Cortés, pero el hombre ha desaparecido.»
—Decidle a esta criatura —manifestó el capitán general—, que me parece imposible que sea capaz de rebajarse ante esos falsos ídolos, que sólo son manifestaciones del diablo. Con su permiso, retiraré a los demonios que viven aquí y los reemplazaré por la cruz de la única fe y una imagen de nuestro Salvador en los brazos de la Virgen.
La Malinche se apresuró a traducir, ansiosa por ver empezar el enfrentamiento que marcaba el destino del gran tlatoani y el suyo propio.
—Mi señor está muy furioso. Le asombra que un gran príncipe como vos insista en los perversos sacrificios humanos. Sin duda, os dais cuenta de que estos falsos ídolos sólo son monstruos. Desea consagrar este templo a su propia religión inmediatamente.
Moctezuma temblaba de furia a medida que escuchaba la traducción.
—De haber sabido que el señor Malintzin aprovecharía la ocasión para insultar a nuestros dioses no le habría invitado a venir aquí.
La muchacha volvió a mirar al conquistador que permanecía muy erguido con la mano en el pomo de la espada. Se estremeció, excitada. «Sí —pensó—. Hagámoslo ahora. Córtale la cabeza aquí mismo, derriba los ídolos, mata a los sacerdotes, saquea el templo. ¡Ahora!» Pero Benítez apoyó una mano en el brazo de Cortés.
—Aquí no, mi señor. Éste no es el lugar ni el momento. Seamos un poco más circunspectos.
—Esto no es una religión —replicó Cortés, señalando a los sacerdotes ataviados con las túnicas negras—. Miradlos. Son una bandada de buitres.
—Estoy de acuerdo con vuestras palabras, mi señor. No obstante, creo que nuestro buen capitán tiene razón —intervino fray Bartolomé, con el rostro, habitualmente rubicundo, pálido por el miedo—. No nos precipitemos a una pelea cuando no nos beneficiará en nada. Acabamos de llegar a esta ciudad. El Señor no espera de nosotros que expulsemos al demonio y destruyamos sus obras en un solo día.
El capitán general apartó la mano de la espada lentamente. Al parecer, esta vez estaba de acuerdo con el análisis del sacerdote.
—Muy bien. —Miró a los demás—. ¿Cuál es vuestra opinión, caballeros? La belleza de esta ciudad no es más que un engaño. Esta es la capital donde el demonio tiene su base principal. En cuanto dominemos este lugar, la conquista del resto no presentará ninguna dificultad.
Dio media vuelta y comenzó a bajar las escaleras. La Malinche se apresuró a seguirle. «Ha desaparecido el mal que le había afligido en Cholula —pensó—. El dios ha regresado a su cuerpo, magnífico en su cólera. El duelo final está asegurado.»

 

Moctezuma les observó mientras se marchaban. Era consciente de la silenciosa acusación de los sacerdotes, sabía que en vez de aplacar a su dioses les había enfurecido todavía más. Entró en el santuario para ofrecer su sangre como penitencia.
Se pinchó la lengua y las orejas con espinas de maguey que después dejó en una bola trenzada con hierbas. ¿Qué podía hacer?
La amistad ofrecida por el señor Malintzin se había esfumado. Muy pronto correría por toda la ciudad la noticia de cómo los extranjeros habían profanado a los dioses. Al señor Malintzin sólo parecían preocuparlo las creencias y la abolición de los sacrificios humanos; en eso desde luego se comportaba como un dios, como la Serpiente Emplumada. Sin embargo, los sirvientes que Moctezuma había enviado al palacio del señor Axayácatl para cocinar y atender a los extranjeros afirmaban que no se comportaban como dioses en lo más mínimo, que sus excrementos no eran de oro, como deberían ser, y que olían como perros. ¿Qué debía creer?
Permaneció prosternado ante la imagen de Tezcatlipoca, rogando que le diera una respuesta.
—Mi señor, nuestro señor, poderoso señor de la Noche, señor de lo Cercano, abrid mis ojos, abrid mi corazón, aconsejadme, indicadme el camino de la sabiduría, inspiradme, animadme, enseñadme, abridme vuestro corazón, decidme lo que debo hacer.
La princesa azteca
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