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SALÓN de los Guerreros Jaguar
—Ha solicitado visitar el templo —informó Cihuacóatl.
Desde lo alto de la pirámide del Templo Mayor llegaba el sonido de las caracolas. Era la última guardia de la noche, y antes del amanecer los sacerdotes se ocupaban de arrancar la cabeza a centenares de codornices para utilizar la sangre como saludo al sol naciente. Se empleaba a las codornices en la ceremonia debido a su plumaje salpicado de blanco sobre fondo negro, como las estrellas en el cielo; las estrellas que Huitzilopochtli, el dios Sol, debía vencer antes de asomar por el este.
—¿Qué desea encontrar en el templo? —preguntó Cuitláhuac.
Nadie respondió a la pregunta.
Cuauhtémoc rabiaba, impotente. Hasta ahora los intrusos habían mostrado muy poco respeto por sus dioses. ¿Cuál podía ser el propósito de su visita al templo, sino ofenderlos todavía más?
El también, lo mismo que Moctezuma, estaba preocupado por los portentos. Los extranjeros había escogido para entrar en la ciudad el día Uno Viento, la señal de la Serpiente Emplumada en su apariencia de torbellino. Pero Uno Viento también era la señal de los hechiceros y los ladrones que escogían esa fecha para hipnotizar a sus víctimas antes de apoderarse de sus casas, comerse todas sus provisiones, viciar a sus mujeres y robarles todos sus tesoros.
Desde que los extranjeros habían entrado en la ciudad, los habitantes estaban paralizados por el terror, esperando que se produjera un cataclismo. Un silencio opresivo se extendía por toda la capital. Mientras tanto, allí estaban ellos, la flor y nata de los príncipes y guerreros de la nación, imposibilitados para intervenir.
—No creo que el señor Malintzin sea de verdad la Serpiente Emplumada —manifestó Cuauhtémoc.
—El Adorado Portavoz sí lo cree —replicó Cacamatzin.
Cuauhtémoc se volvió hacia el consejero del gran tlatoani.
—¿Cuál es vuestra opinión, Cihuacóatl? ¿No es posible que quizá sea sólo un embajador de una tierra desconocida para nosotros?
—Si fuese un embajador —contestó el consejero, negando con la cabeza—, ya nos habría presentado sus credenciales. No lo ha hecho. En cambio, dice ser el legítimo soberano de Tenochtitlan. Moctezuma lo acepta. Así pues, ¿qué será de nosotros?
Una vez más reinó el silencio en el salón de los Guerreros Jaguar. A pesar de la frustración, todos se resistían a dar el siguiente paso: la desobediencia y la rebelión. Moctezuma era el gran tlatoani, el Adorado Portavoz, el gobernante supremo. Esto era algo tan indiscutible como la jerarquía de los dioses. Cambiarla era algo inaudito. Uno a uno, los grandes señores abandonaron la habitación hasta que Cuauhtémoc se quedó solo.
«Nuestro imperio se fundó en el sol —pensó—. Pero ahora el sol ha perdido fuerza. Temo por México.»
La princesa azteca
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