65
SALÓN de los Guerreros
Jaguar
—Ha solicitado visitar el templo —informó
Cihuacóatl.
Desde lo alto de la pirámide del Templo
Mayor llegaba el sonido de las caracolas. Era la última guardia de
la noche, y antes del amanecer los sacerdotes se ocupaban de
arrancar la cabeza a centenares de codornices para utilizar la
sangre como saludo al sol naciente. Se empleaba a las codornices en
la ceremonia debido a su plumaje salpicado de blanco sobre fondo
negro, como las estrellas en el cielo; las estrellas que
Huitzilopochtli, el dios Sol, debía vencer antes de asomar por el
este.
—¿Qué desea encontrar en el templo?
—preguntó Cuitláhuac.
Nadie respondió a la pregunta.
Cuauhtémoc rabiaba, impotente. Hasta ahora
los intrusos habían mostrado muy poco respeto por sus dioses. ¿Cuál
podía ser el propósito de su visita al templo, sino ofenderlos
todavía más?
El también, lo mismo que Moctezuma, estaba
preocupado por los portentos. Los extranjeros había escogido para
entrar en la ciudad el día Uno Viento, la señal de la Serpiente
Emplumada en su apariencia de torbellino. Pero Uno Viento también
era la señal de los hechiceros y los ladrones que escogían esa
fecha para hipnotizar a sus víctimas antes de apoderarse de sus
casas, comerse todas sus provisiones, viciar a sus mujeres y
robarles todos sus tesoros.
Desde que los extranjeros habían entrado en
la ciudad, los habitantes estaban paralizados por el terror,
esperando que se produjera un cataclismo. Un silencio opresivo se
extendía por toda la capital. Mientras tanto, allí estaban ellos,
la flor y nata de los príncipes y guerreros de la nación,
imposibilitados para intervenir.
—No creo que el señor Malintzin sea de
verdad la Serpiente Emplumada —manifestó Cuauhtémoc.
—El Adorado Portavoz sí lo cree —replicó
Cacamatzin.
Cuauhtémoc se volvió hacia el consejero del
gran tlatoani.
—¿Cuál es vuestra opinión, Cihuacóatl? ¿No
es posible que quizá sea sólo un embajador de una tierra
desconocida para nosotros?
—Si fuese un embajador —contestó el
consejero, negando con la cabeza—, ya nos habría presentado sus
credenciales. No lo ha hecho. En cambio, dice ser el legítimo
soberano de Tenochtitlan. Moctezuma lo acepta. Así pues, ¿qué será
de nosotros?
Una vez más reinó el silencio en el salón de
los Guerreros Jaguar. A pesar de la frustración, todos se resistían
a dar el siguiente paso: la desobediencia y la rebelión. Moctezuma
era el gran tlatoani, el Adorado Portavoz, el gobernante supremo.
Esto era algo tan indiscutible como la jerarquía de los dioses.
Cambiarla era algo inaudito. Uno a uno, los grandes señores
abandonaron la habitación hasta que Cuauhtémoc se quedó solo.
«Nuestro imperio se fundó en el sol —pensó—.
Pero ahora el sol ha perdido fuerza. Temo por México.»