54

 

CHOLULLAN

 

Cortés contempló el nuevo botín enviado por Moctezuma. El oro y las joyas a sus pies valdrían unas dos mil coronas; eso sin incluir la montaña de capas de la altura de un hombre, ricamente bordadas, que había a un lado.
«Está visto que cuantos más indios mato, más generoso se vuelve mi señor Moctezuma.»
Captó la mirada de La Malinche. Se preguntó cuáles serían sus pensamientos. A lo largo de las últimas semanas le resultaba cada vez más difícil adivinar qué pasaba por la cabeza de la muchacha. Desde los episodios de Cholullan se había mostrado retraída y malhumorada. Sin embargo, había sido su información, su palabra, lo que le había llevado a ordenar la matanza. ¿Qué iba a hacer con ella?
—Transmitidles mis saludos —dijo—. Preguntadles cuál es el mensaje que me traen de su rey.
La Malinche habló con los delegados y luego tradujo.
—Su señor Moctezuma os envía sus saludos y lamenta que los cholutecas os hayan enfadado. El Adorado Portavoz siempre los ha tenido por gentes molestas, y cree que probablemente hayáis sido demasiado amable en vuestros tratos con ellos. Ahora se pregunta por qué todavía soportáis la desagradable compañía de los tlaxcaltecas, y os ruega que os deis prisa por llegar a su capital donde hará todo lo posible para agasajaros. Estos hombres os ofrecen sus servicios como guías y se encargarán de que tengáis las provisiones necesarias a lo largo de todo el trayecto.
—Vaya —murmuró Cortes—, esto es todo un cambio.
—Puede ser una trampa.
—No lo dudo. Todo en esta tierra parece muchas veces una ilusión— incluso mi propia existencia y la vuestra.
La Malinche no respondió a este último comentario.
El capitán general se masajeó las sienes. Notaba un malestar en el fondo de los ojos. No dormía bien desde la matanza. Fray Bartolomé Olmedo le había asegurado que sólo había hecho lo mejor que podía hacerse, dadas las circunstancias, en defensa de los intereses de la iglesia y el Estado, y que sus acciones hicieron mucho bien, porque los cholutecas supervivientes de la carnicería se habían convertido a la fe católica inmediatamente. Aunque el padre insistió en que no era necesario. Cortés se había confesado con él y Olmedo le había absuelto.
Sin embargo, en las últimas semanas le costaba conciliar el sueño.
—Agradecedle los obsequios y decidle que espero ansioso la oportunidad de ver muy pronto el rostro de su emperador.
Los enviados se marcharon, y se quedó a solas con La Malinche. Los ojos negros de la muchacha no reflejaban expresión alguna. Era ya más que una amante para él. Había saciado su deseo muchísimas veces, y al hacerlo había descubierto en ella una pasión que nunca halló entre las buenas doncellas cristianas de España y Cuba. Su cuerpo moreno se convirtió en un delicioso paraíso para sus deseos más bajos.
No obstante, ahora le tenía verdadero terror. Sin ella no habría llegado nunca hasta allí, no habría vencido a los totonacas ni a los tlaxcaltecas. Era ella quien le había salvado de la perfidia de los cholutecas. La necesitaba como nunca había necesitado a otra mujer en toda su vida. Si ella le abandonaba se encontraría perdido en las tinieblas y ningún poder en la tierra podría salvarle.
Sabía que en esos momentos el destino de su vida dependía de la voluntad de La Malinche. No tenía claro cuál era el sentimiento que despertaba en él esta dependencia, porque no había sentido nunca nada parecido por una mujer. Sólo podía ser una de dos cosas: odio o amor. Se acercó a la muchacha, y le acarició el pelo.
—Bueno, chiquita, Tenochtitlan nos espera.
—Sí, mi señor —respondió La Malinche—. Tenochtitlan. —Le devolvió el abrazo pero a Cortés le pareció que no había calor ni afecto en la respuesta.

 

Las velas de cera ardían en cuencos de terracota, y la luz se reflejaba en la coraza de Benítez colgada en la pared. Flor de Lluvia estaba sentada en una estera junto a Benítez, compartiendo la comida consistente en conejo asado y tortillas de maíz. Norte, con el brazo en cabestrillo, pero en condiciones de moverse sin ayuda, estaba sentado aparte, junto a la puerta, con una expresión malhumorada.
La lluvia golpeaba con fuerza contra el tejado, y el viento llevaba el olor intenso del bosque, de cosas muertas y podridas. El olor de la madera de sándalo que ardía en el brasero no bastaba para enmascarar el hedor de la descomposición.
Norte advirtió que Flor de Lluvia se había pintado flores en los pies, y llevaba maquillados los párpados y los labios con bermellón. Sus ojos relucían a la luz de las velas con un brillo primitivo.
—Quiero hacer el amor contigo —le dijo Norte a la muchacha, en maya chontal.
Flor de Lluvia no respondió.
—¿Tenéis algo que decir? —preguntó Benítez, suspicaz.
—Sólo le pregunté qué estaba pensando, mi señor.
La pasividad de Benítez había motivado la osadía de Norte. Hubiera sido más sencillo si pudiera odiarlo, pero no era fácil odiar a un hombre que te ha salvado del patíbulo y que se ha enfrentado a la muerte contigo en el campo de batalla.
Por encima de sus cabezas, los hombres eran devorados por una gran serpiente, el eterno tormento esculpido en la roca volcánica de las paredes del palacio. Los españoles habían manifestado su repugnancia ante esta expresión del arte salvaje. Norte se había preguntado cuál sería la reacción de un mexica al ver que en una casa cristiana, el lugar de honor se daba a un hombre desnudo torturado con maderas y clavos.
—¿Le preguntarás a mi señor cuándo nos marcharemos de este lugar? —murmuró Flor de Lluvia.
—Quiere saber cuándo dejaremos Cholula —tradujo Norte.
Benítez acabó de comer, se lamió los dedos y apartó las bandejas.
—Cuando Cortés lo decida. No sé cuándo será.
—Dile que odio este lugar —añadió Flor de Lluvia—. Hiede a muerto. Benítez asintió cuando escuchó la traducción.
—Dile que yo siento lo mismo, pero que la decisión no es mía.
Norte y Benítez intercambiaron una mirada. «¿Qué estará pensando? —se preguntó Norte—. ¿Por qué no hace algo? Se lleva algo entre manos. Quizá quiere demostrar que es el mejor. Le parece demasiado sencillo mandar que me cuelguen. No sólo quiere tener a Flor de Lluvia, sino que desea conquistarla. Claro que tal vez le hice una mala pasada. Bien podría ser que no esté en su naturaleza condenar a muerte a un hombre sólo porque le sea conveniente. Ofendería su maldito sentido de la justicia.»
—Mi cuerpo ansia entrar en tu cueva —le susurró a la muchacha.
Flor de Lluvia hizo como si no le hubiese escuchado.
—¿Le preguntarás a mi señor adonde iremos?
Norte miró una vez más a Benítez.
—Pregunta adonde iremos —tradujo.
—Creo que mi señor Cortés pretende llevarnos a Tenochtitlan.
—Entonces es que ha perdido el juicio —señaló Norte—. ¿No podéis convencerle de que dé marcha atrás?
—No se le puede decir al viento de qué lado debe soplar —contestó Benítez, moviendo la cabeza.
—¿Sabéis alguna cosa sobre los mexicas, Benítez?
—¿Lo sabéis vos?
—Sólo sé lo que me ha explicado Flor de Lluvia.
—Entonces, decídmelo. Me gustaría escucharlo.
—Hace sólo un siglo los mexicas vivían en el desierto, alimentándose de alimañas. Son salvajes por naturaleza. Todo el mundo lo sabe, incluidos ellos mismos.
—¿Cómo es que han llegado a ser tan poderosos en tan poco tiempo?
—Porque siempre han sido grandes guerreros. Aparentemente, es lo único que saben hacer. Ahora poseen un ejército formidable.
—¿De cuántos hombres? ¿Veinte mil? ¿Cincuenta mil?
Norte consultó con Flor de Lluvia. Incluso él pareció sorprendido por la respuesta.
—Cree que son por lo menos unos cien mil. ¿Todavía estáis dispuesto a seguir a Cortés a Tenochtitlan?
Benítez pareció conmovido por la información. «Ya se imagina asándose en una hoguera delante del altar de Colibrí», pensó Norte.
—Es obvio que ella no entiende los números —manifestó Benítez.
—Todo lo contrario. Flor de Lluvia dice que sólo ha contado a los mexicas. No ha contado los otros ejércitos de la triple alianza, a los chichimecas y los tepanecas.
Norte dudaba mucho de que el número de enemigos pudiera detener a Cortés. Además, éste probablemente conocía ya la magnitud de las fuerzas enemigas por boca de La Malinche.
Dirigió la mirada al camastro donde esa noche Benítez se acostaría con Flor de Lluvia. «Si fuera yo...» pensó. Algunas veces se imaginaba de regreso en la isla de Cozumel, pero en lugar de estar con la muchacha rechoncha que le habían dado, estaba con Flor de Lluvia.
Desde la salida de Tlaxcala, no había tenido muchas oportunidades para estar con ella. Sin embargo, ahora había encontrado un lugar, muy cercano a la ciudad, donde podrían citarse, siempre y cuando ella se mostrara dispuesta. Pero Flor de Lluvia rehuía sus miradas, y cada vez que él intentaba hablar con ella se apartaba. Norte lo atribuía a que la muchacha temía lo que Benítez pudiera hacer.
—Estoy cansado —le dijo a Benítez—. ¿Puedo retirarme?
Benítez asintió con un gesto. Norte se levantó.
—Hay algo más que podéis hacer por mí —manifestó Benítez—. Quiero que le digáis que si sobrevivimos a esta expedición, y conseguimos regresar a Cuba, deseo que vuelva conmigo. Me sentiré orgulloso de tomarla por esposa en una iglesia católica.
Norte le miró, atónito. «¡Por los cojones de Satanás, así que tú te sentirás orgulloso! ¿Qué me dices de Flor de Lluvia? ¿Se sentirá orgullosa o avergonzada de ir cogida del brazo de un español? ¿Qué sabes tú de los naturales, como les llamas? ¡Sólo quieres que se parezcan más a ti, maldito hipócrita!» Miró a Flor de Lluvia.
—Dice que le gustas mucho y que es feliz teniéndote en su cama. Pero debes comprender que ya tiene una esposa en Cuba. En cuanto se acabe lo de Tenochtitlan, confía en que vuelvas con tu gente y no le molestes nunca más.
Norte apartó la cortina y abandonó la casa.

 

—Acabo de recibir a los embajadores de Moctezuma —anunció Cortés—. Nos invita a que vayamos a visitarle en Tenochtitlan.
El silencio reinó en la habitación. Cortés miró a su segundo.
—¿Alvarado?
—Hemos estado conversando entre nosotros —respondió el lugarteniente, dedicando una mirada a Benítez—. Al parecer, los mexicas son mucho más fuertes de lo que habíamos supuesto. Se dice que disponen de un ejército de cien mil hombres.
—No vamos a Tenochtitlan a librar una guerra.
—Después de la matanza de aquí, no parece probable que vayan a recibirnos con los brazos abiertos —replicó Alvarado.
—Eso es exactamente lo que harán —afirmó Cortés, mirando a sus capitanes—. Porque ahora nos tienen miedo.
—Incluso los tlaxcaltecas aconsejan no hacerlo —señaló Benítez.
—Los tlaxcaltecas no intervienen en nuestro consejo de guerra.
—Creo que deberíamos regresar a Veracruz —opinó De Grado.
El capitán general le miró como si no pudiera dar crédito a sus oídos. Todavía ahora continuaban hablando de regresar.
—Muy bien.
—¿Señor? —dijo Al varado.
He dicho «muy bien». Regresad a Veracruz. Id a sentaros en el pantano, a respirar el aire malsano de la costa, a pillar las fiebres y a morir, sí es eso lo que deseáis. No dudo que después, alguno de vosotros volverá a sacar el tema de regresar a Cuba, donde seguramente tendréis que entregar al gobernador todos los tesoros que tantos esfuerzos nos ha costado conseguir.
Una vez más, el silencio siguió a las palabras del comandante. Nadie se atrevió a mirarle a la cara.
—Hemos llegado muy lejos, y cada vez que abordamos otro recodo del camino, queréis regresar. ¿Habéis olvidado que debemos hacer el trabajo de Dios?
—Cortés tiene razón —manifestó Benítez—. Hemos llegado demasiado lejos como para emprender ahora el camino de regreso.
—¿Qué pasa con nuestros aliados? —preguntó Alvarado.
—Los totonacas han expresado su deseo de regresar a Cempoallao Han perdido muchos hombres en la lucha contra los tlaxcaltecas y ahora están cargados con el botín obtenido en Cholula. Como no pude convencerlos para que se quedaran, he dejado que hagan su voluntad.
—¿Qué sabemos de los tlaxcaltecas? —intervino Sandoval—. ¿También han decidido desertar?
—Todo lo contrario. Ciuacuecuenotzin ha recibido un mensaje de Xicoténcatl el Viejo. Nos da diez mil de sus mejores guerreros para que nos acompañen en la visita a Moctezuma.
—Bueno, eso ya está un poco mejor —comentó Alvarado, sonriente.
—He rechazado la oferta —informó Cortés.
—¿Estáis loco? —exclamó Alvarado, atónito.
—¡Señor! —gritó Jaramillo.
—Diez mil hombres no son suficientes para librar una guerra contra una nación entera, pero sí lo son para irritar a un emperador. No puede permitir que todos esos enemigos marchen libremente por sus territorios. Cuando entremos en el valle de los mexicas, nos deben ver como amigos y no como enemigos.
—¿O sea que iremos solos? —quiso saber Sandoval.
—He aceptado llevar a dos mil tlaxcaltecas, con la condición de que mantengan ocultas las armas y simulen ser nuestros porteadores.
De Grado comenzó a protestar a voz en cuello.
—¡Dios quiera que algún día os arrepintáis de vuestra intransigencia! —replicó Cortés, levantándose de un salto—. ¿Qué queréis de roí? Me pedisteis que fundara una provincia y la fundé. Me pedisteis que consiguiera oro, y he conseguido una fortuna para cada uno de vosotros. Robasteis que os salvara de los ejércitos tlaxcaltecas, y conseguí que se rindieran.
Benítez se mordió la lengua. Por lo visto, nadie podía colgarse medallas por lo conseguido excepto Cortés. Pero como no estaba dispuesto a dar su apoyo a De Grado, permaneció en silencio. Miró a La Malinche. En la expresión de su rostro vio que compartían la misma incertidumbre. Sin Cortés, no tenemos esperanza. Con él, nos enfrentamos a una muerte segura. ¿Qué elección era aquélla?
—Me dejaré guiar por vosotros, caballeros —manifestó Cortés—. Después de todo, sois capitanes prudentes y cristianos. Si deseáis regresar a Cuba como mendigos, eso siempre que los totonacas y los tlaxcaltecas no os maten a todos antes, entonces os guiaré en el camino de vuelta. Si queréis hacer la obra de Dios, y encontrar la fortuna de vuestras vidas en Tenochtitlan, seguiremos el estandarte de Cristo hasta esa ciudad. Hacedme saber vuestra decisión.
Con estas palabras, el capitán general dio por acabado su discurso y salió de la habitación.
La princesa azteca
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