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CHOLULLAN
Cortés contempló el nuevo botín enviado por
Moctezuma. El oro y las joyas a sus pies valdrían unas dos mil
coronas; eso sin incluir la montaña de capas de la altura de un
hombre, ricamente bordadas, que había a un lado.
«Está visto que cuantos más indios mato, más
generoso se vuelve mi señor Moctezuma.»
Captó la mirada de La Malinche. Se preguntó
cuáles serían sus pensamientos. A lo largo de las últimas semanas
le resultaba cada vez más difícil adivinar qué pasaba por la cabeza
de la muchacha. Desde los episodios de Cholullan se había mostrado
retraída y malhumorada. Sin embargo, había sido su información, su
palabra, lo que le había llevado a ordenar la matanza. ¿Qué iba a
hacer con ella?
—Transmitidles mis saludos —dijo—.
Preguntadles cuál es el mensaje que me traen de su rey.
La Malinche habló con los delegados y luego
tradujo.
—Su señor Moctezuma os envía sus saludos y
lamenta que los cholutecas os hayan enfadado. El Adorado Portavoz
siempre los ha tenido por gentes molestas, y cree que probablemente
hayáis sido demasiado amable en vuestros tratos con ellos. Ahora se
pregunta por qué todavía soportáis la desagradable compañía de los
tlaxcaltecas, y os ruega que os deis prisa por llegar a su capital
donde hará todo lo posible para agasajaros. Estos hombres os
ofrecen sus servicios como guías y se encargarán de que tengáis las
provisiones necesarias a lo largo de todo el trayecto.
—Vaya —murmuró Cortes—, esto es todo un
cambio.
—Puede ser una trampa.
—No lo dudo. Todo en esta tierra parece
muchas veces una ilusión— incluso mi propia existencia y la
vuestra.
La Malinche no respondió a este último
comentario.
El capitán general se masajeó las sienes.
Notaba un malestar en el fondo de los ojos. No dormía bien desde la
matanza. Fray Bartolomé Olmedo le había asegurado que sólo había
hecho lo mejor que podía hacerse, dadas las circunstancias, en
defensa de los intereses de la iglesia y el Estado, y que sus
acciones hicieron mucho bien, porque los cholutecas supervivientes
de la carnicería se habían convertido a la fe católica
inmediatamente. Aunque el padre insistió en que no era necesario.
Cortés se había confesado con él y Olmedo le había absuelto.
Sin embargo, en las últimas semanas le
costaba conciliar el sueño.
—Agradecedle los obsequios y decidle que
espero ansioso la oportunidad de ver muy pronto el rostro de su
emperador.
Los enviados se marcharon, y se quedó a
solas con La Malinche. Los ojos negros de la muchacha no reflejaban
expresión alguna. Era ya más que una amante para él. Había saciado
su deseo muchísimas veces, y al hacerlo había descubierto en ella
una pasión que nunca halló entre las buenas doncellas cristianas de
España y Cuba. Su cuerpo moreno se convirtió en un delicioso
paraíso para sus deseos más bajos.
No obstante, ahora le tenía verdadero
terror. Sin ella no habría llegado nunca hasta allí, no habría
vencido a los totonacas ni a los tlaxcaltecas. Era ella quien le
había salvado de la perfidia de los cholutecas. La necesitaba como
nunca había necesitado a otra mujer en toda su vida. Si ella le
abandonaba se encontraría perdido en las tinieblas y ningún poder
en la tierra podría salvarle.
Sabía que en esos momentos el destino de su
vida dependía de la voluntad de La Malinche. No tenía claro cuál
era el sentimiento que despertaba en él esta dependencia, porque no
había sentido nunca nada parecido por una mujer. Sólo podía ser una
de dos cosas: odio o amor. Se acercó a la muchacha, y le acarició
el pelo.
—Bueno, chiquita, Tenochtitlan nos
espera.
—Sí, mi señor —respondió La Malinche—.
Tenochtitlan. —Le devolvió el abrazo pero a Cortés le pareció que
no había calor ni afecto en la respuesta.
Las velas de cera ardían en cuencos de
terracota, y la luz se reflejaba en la coraza de Benítez colgada en
la pared. Flor de Lluvia estaba sentada en una estera junto a
Benítez, compartiendo la comida consistente en conejo asado y
tortillas de maíz. Norte, con el brazo en cabestrillo, pero en
condiciones de moverse sin ayuda, estaba sentado aparte, junto a la
puerta, con una expresión malhumorada.
La lluvia golpeaba con fuerza contra el
tejado, y el viento llevaba el olor intenso del bosque, de cosas
muertas y podridas. El olor de la madera de sándalo que ardía en el
brasero no bastaba para enmascarar el hedor de la
descomposición.
Norte advirtió que Flor de Lluvia se había
pintado flores en los pies, y llevaba maquillados los párpados y
los labios con bermellón. Sus ojos relucían a la luz de las velas
con un brillo primitivo.
—Quiero hacer el amor contigo —le dijo Norte
a la muchacha, en maya chontal.
Flor de Lluvia no respondió.
—¿Tenéis algo que decir? —preguntó Benítez,
suspicaz.
—Sólo le pregunté qué estaba pensando, mi
señor.
La pasividad de Benítez había motivado la
osadía de Norte. Hubiera sido más sencillo si pudiera odiarlo, pero
no era fácil odiar a un hombre que te ha salvado del patíbulo y que
se ha enfrentado a la muerte contigo en el campo de batalla.
Por encima de sus cabezas, los hombres eran
devorados por una gran serpiente, el eterno tormento esculpido en
la roca volcánica de las paredes del palacio. Los españoles habían
manifestado su repugnancia ante esta expresión del arte salvaje.
Norte se había preguntado cuál sería la reacción de un mexica al
ver que en una casa cristiana, el lugar de honor se daba a un
hombre desnudo torturado con maderas y clavos.
—¿Le preguntarás a mi señor cuándo nos
marcharemos de este lugar? —murmuró Flor de Lluvia.
—Quiere saber cuándo dejaremos Cholula
—tradujo Norte.
Benítez acabó de comer, se lamió los dedos y
apartó las bandejas.
—Cuando Cortés lo decida. No sé cuándo
será.
—Dile que odio este lugar —añadió Flor de
Lluvia—. Hiede a muerto. Benítez asintió cuando escuchó la
traducción.
—Dile que yo siento lo mismo, pero que la
decisión no es mía.
Norte y Benítez intercambiaron una mirada.
«¿Qué estará pensando? —se preguntó Norte—. ¿Por qué no hace algo?
Se lleva algo entre manos. Quizá quiere demostrar que es el mejor.
Le parece demasiado sencillo mandar que me cuelguen. No sólo quiere
tener a Flor de Lluvia, sino que desea conquistarla. Claro que tal
vez le hice una mala pasada. Bien podría ser que no esté en su
naturaleza condenar a muerte a un hombre sólo porque le sea
conveniente. Ofendería su maldito sentido de la justicia.»
—Mi cuerpo ansia entrar en tu cueva —le
susurró a la muchacha.
Flor de Lluvia hizo como si no le hubiese
escuchado.
—¿Le preguntarás a mi señor adonde
iremos?
Norte miró una vez más a Benítez.
—Pregunta adonde iremos —tradujo.
—Creo que mi señor Cortés pretende llevarnos
a Tenochtitlan.
—Entonces es que ha perdido el juicio
—señaló Norte—. ¿No podéis convencerle de que dé marcha
atrás?
—No se le puede decir al viento de qué lado
debe soplar —contestó Benítez, moviendo la cabeza.
—¿Sabéis alguna cosa sobre los mexicas,
Benítez?
—¿Lo sabéis vos?
—Sólo sé lo que me ha explicado Flor de
Lluvia.
—Entonces, decídmelo. Me gustaría
escucharlo.
—Hace sólo un siglo los mexicas vivían en el
desierto, alimentándose de alimañas. Son salvajes por naturaleza.
Todo el mundo lo sabe, incluidos ellos mismos.
—¿Cómo es que han llegado a ser tan
poderosos en tan poco tiempo?
—Porque siempre han sido grandes guerreros.
Aparentemente, es lo único que saben hacer. Ahora poseen un
ejército formidable.
—¿De cuántos hombres? ¿Veinte mil?
¿Cincuenta mil?
Norte consultó con Flor de Lluvia. Incluso
él pareció sorprendido por la respuesta.
—Cree que son por lo menos unos cien mil.
¿Todavía estáis dispuesto a seguir a Cortés a Tenochtitlan?
Benítez pareció conmovido por la
información. «Ya se imagina asándose en una hoguera delante del
altar de Colibrí», pensó Norte.
—Es obvio que ella no entiende los números
—manifestó Benítez.
—Todo lo contrario. Flor de Lluvia dice que
sólo ha contado a los mexicas. No ha contado los otros ejércitos de
la triple alianza, a los chichimecas y los tepanecas.
Norte dudaba mucho de que el número de
enemigos pudiera detener a Cortés. Además, éste probablemente
conocía ya la magnitud de las fuerzas enemigas por boca de La
Malinche.
Dirigió la mirada al camastro donde esa
noche Benítez se acostaría con Flor de Lluvia. «Si fuera yo...»
pensó. Algunas veces se imaginaba de regreso en la isla de Cozumel,
pero en lugar de estar con la muchacha rechoncha que le habían
dado, estaba con Flor de Lluvia.
Desde la salida de Tlaxcala, no había tenido
muchas oportunidades para estar con ella. Sin embargo, ahora había
encontrado un lugar, muy cercano a la ciudad, donde podrían
citarse, siempre y cuando ella se mostrara dispuesta. Pero Flor de
Lluvia rehuía sus miradas, y cada vez que él intentaba hablar con
ella se apartaba. Norte lo atribuía a que la muchacha temía lo que
Benítez pudiera hacer.
—Estoy cansado —le dijo a Benítez—. ¿Puedo
retirarme?
Benítez asintió con un gesto. Norte se
levantó.
—Hay algo más que podéis hacer por mí
—manifestó Benítez—. Quiero que le digáis que si sobrevivimos a
esta expedición, y conseguimos regresar a Cuba, deseo que vuelva
conmigo. Me sentiré orgulloso de tomarla por esposa en una iglesia
católica.
Norte le miró, atónito. «¡Por los cojones de
Satanás, así que tú te sentirás orgulloso! ¿Qué me dices de Flor de
Lluvia? ¿Se sentirá orgullosa o avergonzada de ir cogida del brazo
de un español? ¿Qué sabes tú de los naturales, como les llamas?
¡Sólo quieres que se parezcan más a ti, maldito hipócrita!» Miró a
Flor de Lluvia.
—Dice que le gustas mucho y que es feliz
teniéndote en su cama. Pero debes comprender que ya tiene una
esposa en Cuba. En cuanto se acabe lo de Tenochtitlan, confía en
que vuelvas con tu gente y no le molestes nunca más.
Norte apartó la cortina y abandonó la
casa.
—Acabo de recibir a los embajadores de
Moctezuma —anunció Cortés—. Nos invita a que vayamos a visitarle en
Tenochtitlan.
El silencio reinó en la habitación. Cortés
miró a su segundo.
—¿Alvarado?
—Hemos estado conversando entre nosotros
—respondió el lugarteniente, dedicando una mirada a Benítez—. Al
parecer, los mexicas son mucho más fuertes de lo que habíamos
supuesto. Se dice que disponen de un ejército de cien mil
hombres.
—No vamos a Tenochtitlan a librar una
guerra.
—Después de la matanza de aquí, no parece
probable que vayan a recibirnos con los brazos abiertos —replicó
Alvarado.
—Eso es exactamente lo que harán —afirmó
Cortés, mirando a sus capitanes—. Porque ahora nos tienen
miedo.
—Incluso los tlaxcaltecas aconsejan no
hacerlo —señaló Benítez.
—Los tlaxcaltecas no intervienen en nuestro
consejo de guerra.
—Creo que deberíamos regresar a Veracruz
—opinó De Grado.
El capitán general le miró como si no
pudiera dar crédito a sus oídos. Todavía ahora continuaban hablando
de regresar.
—Muy bien.
—¿Señor? —dijo Al varado.
He dicho «muy bien». Regresad a Veracruz. Id
a sentaros en el pantano, a respirar el aire malsano de la costa, a
pillar las fiebres y a morir, sí es eso lo que deseáis. No dudo que
después, alguno de vosotros volverá a sacar el tema de regresar a
Cuba, donde seguramente tendréis que entregar al gobernador todos
los tesoros que tantos esfuerzos nos ha costado conseguir.
Una vez más, el silencio siguió a las
palabras del comandante. Nadie se atrevió a mirarle a la
cara.
—Hemos llegado muy lejos, y cada vez que
abordamos otro recodo del camino, queréis regresar. ¿Habéis
olvidado que debemos hacer el trabajo de Dios?
—Cortés tiene razón —manifestó Benítez—.
Hemos llegado demasiado lejos como para emprender ahora el camino
de regreso.
—¿Qué pasa con nuestros aliados? —preguntó
Alvarado.
—Los totonacas han expresado su deseo de
regresar a Cempoallao Han perdido muchos hombres en la lucha contra
los tlaxcaltecas y ahora están cargados con el botín obtenido en
Cholula. Como no pude convencerlos para que se quedaran, he dejado
que hagan su voluntad.
—¿Qué sabemos de los tlaxcaltecas?
—intervino Sandoval—. ¿También han decidido desertar?
—Todo lo contrario. Ciuacuecuenotzin ha
recibido un mensaje de Xicoténcatl el Viejo. Nos da diez mil de sus
mejores guerreros para que nos acompañen en la visita a
Moctezuma.
—Bueno, eso ya está un poco mejor —comentó
Alvarado, sonriente.
—He rechazado la oferta —informó
Cortés.
—¿Estáis loco? —exclamó Alvarado,
atónito.
—¡Señor! —gritó Jaramillo.
—Diez mil hombres no son suficientes para
librar una guerra contra una nación entera, pero sí lo son para
irritar a un emperador. No puede permitir que todos esos enemigos
marchen libremente por sus territorios. Cuando entremos en el valle
de los mexicas, nos deben ver como amigos y no como enemigos.
—¿O sea que iremos solos? —quiso saber
Sandoval.
—He aceptado llevar a dos mil tlaxcaltecas,
con la condición de que mantengan ocultas las armas y simulen ser
nuestros porteadores.
De Grado comenzó a protestar a voz en
cuello.
—¡Dios quiera que algún día os arrepintáis
de vuestra intransigencia! —replicó Cortés, levantándose de un
salto—. ¿Qué queréis de roí? Me pedisteis que fundara una provincia
y la fundé. Me pedisteis que consiguiera oro, y he conseguido una
fortuna para cada uno de vosotros. Robasteis que os salvara de los
ejércitos tlaxcaltecas, y conseguí que se rindieran.
Benítez se mordió la lengua. Por lo visto,
nadie podía colgarse medallas por lo conseguido excepto Cortés.
Pero como no estaba dispuesto a dar su apoyo a De Grado, permaneció
en silencio. Miró a La Malinche. En la expresión de su rostro vio
que compartían la misma incertidumbre. Sin Cortés, no tenemos
esperanza. Con él, nos enfrentamos a una muerte segura. ¿Qué
elección era aquélla?
—Me dejaré guiar por vosotros, caballeros
—manifestó Cortés—. Después de todo, sois capitanes prudentes y
cristianos. Si deseáis regresar a Cuba como mendigos, eso siempre
que los totonacas y los tlaxcaltecas no os maten a todos antes,
entonces os guiaré en el camino de vuelta. Si queréis hacer la obra
de Dios, y encontrar la fortuna de vuestras vidas en Tenochtitlan,
seguiremos el estandarte de Cristo hasta esa ciudad. Hacedme saber
vuestra decisión.
Con estas palabras, el capitán general dio
por acabado su discurso y salió de la habitación.