CAPÍTULO 1

 

… porque nada está menos bajo a nuestro control que el corazón; sin poder para dominarlo, nos vemos obligado a obedecerlo.

(Eloísa, en una carta a Abelardo)

 

 

 

 

 

Liam abrió los ojos de golpe, sobresaltado. Una fina película de sudor le perlaba la frente. Desde hacía quince años, en su mente se repetía casi cada noche la misma pesadilla: su padre, pendido de la soga que daba forma a la horca de la que se había colgado en su despacho, le pedía que lo vengara. Aquel sueño insistente y escabroso reavivaba sus recuerdos y hacía que la ponzoña de la venganza corriera por sus venas como el más tóxico de los venenos; y nada conseguía mitigar ese ardor mezcla de ira y de odio que lo quemaba por dentro. Nada. Tampoco deseaba que nada lo aplacara. Era lo que lo mantenía vivo.

Se incorporó sobre la cama y se pasó la mano por el cabello castaño oscuro. La luz de la luna que se filtraba por la ventana dejaba su rostro sumergido entre las sombras. Aún todo, con la claridad de color plata podían advertirse sus facciones marcadas y rotundas, sus penetrantes e inteligentes ojos verdes y su extraordinario atractivo. Liam Lagerfeld se había convertido sin lugar a dudas en uno de los hombres más apuestos de toda Inglaterra.

«El día se acerca», pensó para sí en el silencio de la noche.

Liam se había decepcionado cuando, años atrás, se enteró de la súbita muerte de Gilliam Lancashire a causa de un fulminante ataque al corazón. No es que no se lo mereciera, pero le hubiera gustado encargarse personalmente de él; hacerle pagar la horrenda muerte de su padre y cada una de las lágrimas que había derramado su madre cuando no le quedó más remedio que irse a vivir a casa de su hermana mayor Josephine, hasta que murió unos meses después. Liam siempre pensó que fruto de la tristeza. Porque su madre se sumió en la más cruel de las penas cuando Bernard Lagerfeld se suicidó.

El monstruo de la venganza se alimentó más si cabía cuando Liam se enteró de que Gilliam Lancashire había sido el principal responsable de la estrepitosa bancarrota en que se sumió la fábrica de madera de su padre. Aquello fue la gota que colmó el vaso.

Ahora, el odio inefable que Gilliam sentía hacia su familia iba a revertirlo hacia la niña de sus ojos, hacia su mayor debilidad: Kristen. Nada le dolería más al inmodesto y presuntuoso señor Lancashire que ver sufrir a su hija. Y él se iba a encargar de ello, hasta que Gilliam se revolviera en su tumba. Él, Liam Lagerfeld, hijo de Bernard Lagerfeld, convertiría la vida de Kristen Lancashire en un auténtico infierno.

El plan estaba minuciosamente calculado. Primero la enamoraría, después se casaría con ella, y entonces llevaría a cabo su particular venganza. Nada ni nadie lo pararían, porque cada día, durante quince largos años, había estado soñando con ese momento. Y lo relamía, como una fiera que acabase de terminar con su inocente víctima. Si Dios no lo apoyaba, lo haría el diablo, pero lograría que Kristen Lancashire fuera una desdichada.

Apartó la ropa de la cama, se levantó y se dirigió hacia los enormes ventanales de su casa en Trafalgar Square; descorrió las pesadas cortinas y miró a la calle. La ciudad del Támesis dormía apaciblemente al otro lado de los cristales.

¿Quién se lo iba a decir a él?, reflexionó con la mirada entornada. ¿Quién le iba a decir que después de haberse criado humildemente con lo poco que podía ofrecerle su tía Josephine y el marido de esta, iba a terminar viviendo en pleno centro de Londres? Pero para sorpresa de todos, resultó que era un crac para las finanzas y los números, y que se le daban extraordinariamente bien los negocios; tenía un ojo avizor para ellos y mediante unas atinadas inversiones —sin exento de riesgo—, había conseguido hacerse con una más que considerable fortuna a sus veinticinco años.

—Kristen Lancashire… —musitó a media voz, blandiendo en los labios el amago de una sonrisa irónica—. Pronto nos veremos las caras.

 

 

 

Kristen bajó los escalones del vagón del tren y miró por debajo de la línea del ala de su elegante sombrero. La estación estaba muy concurrida a esas horas de la tarde. La gente deambulaba atareada de un lado a otro como si fuera el agujero de un organizado hormiguero.

—¡Niña! —se oyó decir—. ¡Niña Kristen!

Kristen giró el rostro hacia su derecha y vio a Bertha, su niñera, que se abría paso como podía entre la muchedumbre y se dirigía hacia ella con paso apresurado. Detrás estaba Ludwig, el cochero de la familia. Un hombre de unos cincuenta años con entradas y gruesas hebras plateadas en el pelo.

—Nana —dijo Kristen, abalanzándose sobre ella y dándole un fuerte abrazo.

—Mi niña… —volvió a decir Bertha mientras le acariciaba maternalmente la cabeza—. ¡Dios mío, estás hermosísima! Eres toda una mujer —observó con lágrimas en los ojos.

Su pequeña del alma había crecido y se había convertido en una joven esbelta y refinada, de rasgos singulares y exóticos: labios carnosos, piel aceitunada, cabello negro e intensos ojos azules, como los de su madre. No en vano, por sus venas corría sangre española, y eso se reflejaba en la exquisita belleza de la que era dueña.

—Hola, Ludwig —saludó Kristen con la amabilidad que la caracterizaba.

—Señorita —dijo el cochero con una inclinación de cabeza —. Permítame, si es tan amable. Yo le llevaré las maletas.

—Gracias.

—Pero, dime… —le pidió Bertha, agarrándola del brazo y arrastrándola con ella—. ¿Qué tal te ha ido todos estos años en Madrid? Necesito saber esos detalles que no me has contado por carta. ¿Te has enamorado? —le preguntó cómplice.

Kristen miró a Ludwig, que encabezaba la marcha unos pasos por delante, con un ligero sonrojo en las mejillas, por si hubiera escuchado el comentario de Bertha.

—No —dijo, como si la respuesta fuera obvia.

Bertha sonrió.

—Pretendientes no te han de faltar —apuntó la mujer.

Kristen negó con la cabeza.

—Pretendientes no le faltan a nadie —dijo—. Pero a mí no me atrae ninguno. Ya me conoces, nana. No me gusta ser una mujer florero, ni que me traten como tal. He estudiado, y eso tiene que valer para algo —añadió—. Pero no hablemos de mí. Cuéntame, ¿qué tal están las cosas por casa? ¿Qué tal con Scott?

Bertha hizo una mueca con la boca.

—Bueno, ya sabes cómo es tu padrastro… Su mal genio a veces es insufrible.

—Por lo que me dices, no ha cambiado en todos estos años —señaló Kristen, deteniéndose frente al carruaje de caballos.

—Ni un ápice —afirmó Bertha mientras se subía ligeramente la pesada falda del vestido y se acomodaba en el asiento de cuero de la berlina.

Kristen lanzó un suspiro al aire. No entendía como su madre podía haberse casado en segundas nupcias con un hombre como Scott Russell. Un tipo hosco, intratable por naturaleza, incluso mal educado sin la necesidad de que la ocasión lo requiriera, y que la mayor parte del tiempo olía a whisky, tabaco y sudor. Por tal razón, después de la inesperada muerte de su padre y de la de Milena, su madre, cuatro años después de tuberculosis, Kristen decidió irse a vivir a Madrid y estudiar en la capital de España la carrera de magisterio.

Había pasado fuera de Londres siete años sin echar de menos a su padrastro, con quien se había quedado, aparte de Bertha y Ludwig, a quienes apreciaba y tenía más estima que a Scott Russell.

 

 

 

 

 

 

Vendetta
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